—¿Y en qué difieren?
—Yo, y otros —dijo—, esperamos la llegada del hombre. Me miró. Aún no está preparado.
—¿Para qué?
—Para creer en sí mismo —respondió Om—. Me sonrió. Yo y otros hemos intentado dejar cierto espacio, de modo que él lo vea y lo llene.
—¿De qué espacio hablas? —pregunté.
—No hablamos al corazón del hombre —dijo Om—, sólo a su miedo. No hablamos de amor y coraje, de lealtad y nobleza... sino de las reglas y el castigo de los Reyes Sacerdotes.
Miré largo rato al Iniciado, y me pregunté si decía la verdad. Eran observaciones muy extrañas por venir de los labios de un Iniciado. La mayoría de ellos parecía siempre enfrascado en los ritos de su casta, en la arrogancia y la pedantería de su especie.
—Por eso mismo —dijo— continúo siendo Iniciado.
—Hay Reyes Sacerdotes —dije al fin.
—Lo sé —contestó Om—, pero, ¿qué tienen ellos que ver con lo que es más importante para el hombre?
Medité un momento.
—Imagino —dije— que muy poco.
—Ve en paz —dijo el Iniciado, y se apartó.
Ofrecí la mano a Vika y ella se reunió conmigo.
El grupo de Iniciados se alejó, y Vika y yo pasamos entre ellos, y dejamos atrás la puerta y la empalizada en ruinas que otrora había rodeado los Montes Sardos.
34. Hombres de Ko-ro-ba
—¡Padre mío! —exclamé—. ¡Padre mío!
Corrí a los brazos de Matthew Cabot, que llorando me estrechó contra su cuerpo.
De nuevo vi el rostro fuerte y rugoso, la mandíbula cuadrada, la larga cabellera tan parecida a la mía, el cuerpo delgado y ágil, los ojos grises ahora perlados de lágrimas.
Sentí un golpe en la espalda, y cuando me volví tropecé con el gigantesco Tarl, mi antiguo Maestro de Armas.
Sentí que algo me tironeaba de la manga, y cuando miré hacia abajo encontré una figura diminuta vestida de azul.
—¡Torm! —exclamé.
Lo alcé en mis brazos, y Torm, de la Casta de los Escribas, gritó alegremente, sus cabellos color arena se agitaron al viento, y las lágrimas le surcaban las mejillas, pero ni por un instante soltó el rollo de papel que tenía en la mano, y con la que tenía libre comenzó a limpiarse la nariz, al fin yo lo deposité nuevamente en el suelo.
—¿Dónde está Talena? —pregunté a mi padre.
Cuando pronuncié ese nombre, Vika retrocedió un paso.
En ese mismo instante sentí que mi alegría se esfumaba porque el rostro de mi padre cobró una expresión grave.
—¿Dónde está? —insistí.
—No lo sabemos —dijo Torm, pues mi padre no atinaba a encontrar las palabras necesarias.
Mi padre me tomó por los hombros. —Hijo mío —dijo—, el pueblo de Ko-ro-ba se dispersó, y de la ciudad no quedó piedra sobre piedra.
—Pero aquí —dije— hay tres hombres de Ko-ro-ba.
—Nos hemos reunido —dijo Tarl—, pues como parecía que el mundo terminaba, decidimos agruparnos por última vez, a pesar de la voluntad de los Reyes Sacerdotes, para librar nuestro último combate como hombres de Ko-ro-ba.
Miré al pequeño escriba Torm, que había dejado de sollozar, y se limpiaba la nariz con la manga azul de su túnica:
—¿También tú, Torm? —pregunté.
—Por supuesto —dijo Torm—. Después de todo, un Rey Sacerdote no es más que un Rey Sacerdote. Aunque eso ya es bastante.
Se frotó reflexivamente la nariz y me miró. —Sí, creo que tengo coraje. Pero no debemos decírselo a otros miembros de la Casta de los Escribas —advirtió.
—Pues yo diré a todo el mundo —afirmó Tarl— que eres el miembro más valiente de la Casta de los Escribas.
—Bien —observó Torm—, formulada de ese modo quizá la información no sea perjudicial.
Miré a mi padre.
—¿Crees que Talena esté aquí? —pregunté.
—Lo dudo —dijo.
Sabía que era muy peligroso para una mujer viajar sola por el territorio de Gor.
Después, presenté a Vika, y expliqué del modo más sucinto posible mis aventuras en las Montañas Sardar.
Mi padre, Tarl y Torm escucharon asombrados el relato de mis peripecias.
Cuando concluí, los miré para comprobar si me creían.
—Sí —dijo mi padre—, te creo.
—Y yo también —afirmó Tarl.
—Bien —empezó Torm con aire reflexivo, porque los miembros de su casta jamás se apresuraban a opinar—, lo que afirmas no contradice ninguno de los textos que yo conozco.
Me eché a reír, aferré de la túnica al hombrecito y lo alcé en el aire.
—¿Me crees? —pregunté.
Lo sacudí dos veces en el aire.
—¡Sí! —gritó—. ¡Te creo! ¡Te creo!
Lo deposité en el suelo.
—De todos modos —afirmó Matthew Cabot—, creo que será sensato no hablar demasiado de estas cosas.
Todos concordaron en ello.
Miré a mi padre. —Lamento —dije— que Ko-ro-ba haya sido destruida.
Mi padre rió. —Ko-ro-ba no fue destruida —dijo. Sus palabras me desconcertaron, porque yo mismo había visto el valle de Ko-ro-ba, y las ruinas de la ciudad.
—Aquí —afirmó mi padre, metiendo la mano en un saco de cuero que colgaba de su hombro— está Ko-ro-ba.
Y extrajo la pequeña Piedra del Hogar de la Ciudad, en la cual de acuerdo con la costumbre goreana, estaba contenido todo el significado y la realidad del lugar habitado. —No es posible destruir Ko-ro-ba —continuó—, porque su Piedra del Hogar aún existe.
Recibí la pequeña piedra chata y la besé, porque era la Piedra del Hogar de la ciudad a la cual había jurado ser fiel, la ciudad donde había encontrado a mi padre después de un intervalo de más de veinte años, donde había conocido a mis amigos y adonde había llevado a Talena, la hija de Marlenus, otrora Ubar de Ar.
—Y también aquí está Ko-ro-ba —dije señalando al orgulloso gigante Tarl, y al menudo escriba Torm.
Los cuatro hombres de Ko-ro-ba nos estrechamos las manos.
—De lo que tú nos has dicho —afirmó mi padre— se desprende que de nuevo podemos construir, y que otra vez dos hombres de Ko-ro-ba pueden encontrarse.
—Sí —afirmé—, así es.
Mi padre, Tarl y Torm se miraron.
—Bien —dijo mi padre—, porque tenemos que reconstruir una ciudad.
—¿Cómo encontraremos otros sobrevivientes de Ko-ro-ba? —pregunté.
—La palabra se difundirá —dijo mi padre—, y de todos los rincones de Gor vendrán en pequeños grupos, para traernos su fuerza y su ayuda.
—Me alegro de que así sea —dije.
Sentí sobre mi brazo la mano de Vika.
—Cabot, sé lo que tienes que hacer —dijo—. Y es lo que deseo que hagas.
Contemplé a la joven de Treve. Sabía que yo tenía que buscar a Talena, y si era necesario, consagrar mi vida a la búsqueda de la mujer a la que había elegido como mi Compañera Libre.
La abracé, y ella sollozó. —Tendré que perderlo todo —gimió—, ¡todo!
—¿Deseas que me quede contigo? —pregunté.
—No —contestó—. Busca a la joven a la que amas.
—¿Qué harás?
—No lo sé —contestó Vika—. No hay futuro para mí.
—Puedes regresar a Ko-ro-ba —dije—. Mi padre y Tarl, el Maestro de Armas, son dos de las mejores espadas de Gor.
—No —replicó Vika— pues en tu ciudad sólo pensaría en ti, y cuando regreses con tu amada, ¿qué podría hacer?
—Tengo amigos en Ar —dije—, entre ellos Kazrak, el administrador de la ciudad. Puedes ir allí.
—Regresaré a Treve —afirmó Vika—. Allí continuaré el trabajo de un médico de Treve. Sé mucho de su ciencia y su arte, y aún aprenderé más.
—En Treve —observé—, quizás los miembros de la Casta de los Iniciados ordenen tu muerte. Ve a Ar —dije—. Allí estarás a salvo. Creo que para ti será mejor que Treve.
—Sí, Cabot —contestó Vika—, tienes razón. Ahora sería difícil vivir en Treve.
—Algún día —agregué— tal vez encuentres un compañero digno de ti.
Vika se echó a llorar, y de nuevo me hubiera abrazado, pero la empujé suavemente hacia los brazos de mi padre.