—Me ocuparé de que llegue sana y salva a Ar —dijo mi padre.
Vika me miró, y después se enjugó las lágrimas de los ojos.
—Te deseo bien, Cabot.
—Y yo, Vika, también te deseo bien.
Ahora, me esperaba un camino largo y solitario, y deseaba partir cuanto antes. Llegó el momento de despedirme de mis dos amigos. No deseaba saludar por última vez a mi padre, porque no tenía confianza en mí mismo. Ahora que había vuelto a verlo, después de tanto tiempo, no sabía si podría controlar mis sentimientos.
—¿Dónde irás? —preguntó Torm—. ¿Qué harás?
—No lo sé —respondí, y era sincero.
—Me parece —dijo Torm— que deberías venir a Ko-ro-ba y esperar allí. Quizá Talena encuentre el camino de regreso.
“Sí, me dije, era una posibilidad, pero no la creía muy probable. Era difícil que una mujer tan bella como Talena pudiese atravesar las ciudades de Gor y los caminos solitarios y los campos para regresar finalmente a Ko-ro-ba.”
Quizá ahora mismo la amenazaban bestias salvajes, o bien hombres incluso más salvajes.
Quizá ella, mi Compañera Libre, estaba encadenada en uno de los carros azules y amarillos destinados a los esclavos, o era el adorno de los Jardines de Placer de algún guerrero. O se la ofrecía en venta en alguna de las ferias de Gor.
—Retornaré de tiempo en tiempo a Ko-ro-ba —dije—, para ver si ha vuelto.
—Quizá —dijo Tarl— intentó volver con su padre Marlenus a la Cordillera Voltai.
Era posible. En efecto, después de perder el trono de Ar, Marlenus había vivido como proscrito en las Voltai.
—¿Deseas que te acompañe? —preguntó Tarl.
Pensé que su espada podía serme muy útil, pero sabía que ante todo él tenía un deber hacia su ciudad. —No, contesté.
—Te deseo bien —dijo Tarl a modo de despedida.
—Lo mismo digo —afirmé.
Me alejé sin decir una palabra más. Por última vez contemplé las Montañas Sardar.
Otra vez estaba solo.
En Gor, pocas personas, tal vez ninguna, creerían mi relato.
Quizá fuera mejor así.
Si no hubiera vivido esas cosas, si no las hubiera conocido por experiencia, ¿las habría aceptado? Me dije que eso hubiera sido muy poco probable. Entonces, ¿qué sentido tiene haberlas escrito? No lo sé, salvo el hecho de que me pareció que valía la pena registrar todo lo que había vivido, al margen de que se me creyera o no.
Poco más queda por relatar.
Permanecí algunos días al pie de las Montañas Sardar, en el campamento de algunos hombres originarios de Tharna, a quienes había conocido varios meses antes. Por desgracia, entre ellos no estaba el magnífico Kron de Tharna, de la Casta de los Artesanos del Metal, que había sido mi amigo.
Interrogaba sistemáticamente a todos los hombres que se cruzaban en mi camino, y les preguntaba acerca del paradero de Talena de Ar, con la esperanza de hallar una pista que me llevase a ella. Pero a pesar de mis esfuerzos no pude descubrir el más mínimo rastro de mi amada.
Con esto puede decirse que ha concluido mi historia.
Pero es necesario que anoten el último incidente.
35. La noche del Rey Sacerdote
Ocurrió anoche, muy tarde.
Me había reunido con un grupo de hombres de Ar, alguno de los cuales me recordaba del sitio de esa ciudad, siete años antes.
Habíamos abandonado la Feria de Se’Var, y estábamos rodeando el perímetro de las Montañas Sardar, antes de cruzar el Vosk, de camino hacia Ar.
Habíamos acampado.
Era una noche ventosa y fría, y los pastos plateados de los campos se mecían a impulsos del viento helado. La noche anterior había sido muy fría. Y ésta era una áspera y bella noche otoñal.
—¡Por los Reyes Sacerdotes! —gritó un hombre, señalando hacia el peñasco—. ¿Qué es eso?
—Todos nos incorporamos de un salto, espada en mano, para ver de qué se trataba.
A unos doscientos metros del campamento, en dirección a los Sardos, cuyos riscos se elevaban contra la noche oscura y estrellada, aparecía una extraña figura, recortada contra las lunas blancas de Gor.
Salvo yo, todos profirieron exclamaciones de asombro y horror. Los hombres echaban mano a las armas.
—¡Vamos a matarlo! —gritó.
Envainé mi espada.
Lo que allí se recortaba como una silueta oscura era un Rey Sacerdote.
—¡Esperen! —grité, y atravesé corriendo el campo, y comencé a trepar entre las rocas.
Los ojos dorados y luminosos me contemplaron. Las antenas, agitadas por el viento, se orientaron hacia mí. Cerca del ojo izquierdo pude ver la cicatriz dejada por el filo de Sarm.
—¡Misk! —exclamé, y después de acercarme extendí la mano para recibir las antenas que me rozaron suavemente.
—Salud, Tarl Cabot —dijo la voz que partió del traductor de Misk.
—Salvaste a nuestro mundo —dije.
—Pero los Reyes Sacerdotes no pueden ocuparlo —contestó.
Permanecí de pie ante él, mirándolo.
—Vine a verte por última vez —dijo—, porque entre nosotros existe la Confianza del Nido. Eres mi amigo.
¡Sentí que mi corazón aceleraba sus latidos!
—Sí —dijo—, la palabra ahora es nuestra tanto como tuya, y tu nos enseñaste su sentido.
—Me alegro de ello —observé.
Esa noche Misk me explicó la situación del Nido. Pasaría mucho tiempo antes de que fuera posible reorganizarlo todo, y de que volviese a funcionar la Sala de Observación; pero los hombres y los Reyes Sacerdotes colaboraban ahora estrechamente.
Las naves que habían salido de los Sardos habían regresado, porque como yo había temido las ciudades de Gor no se habían mostrado muy acogedoras, y los humanos que regresaban no habían sido aceptados por éstas. Así, los pasajeros que ellas llevaban habían sufrido ataques en nombre de los mismos Reyes Sacerdotes que los habían autorizado a partir.
Supe que el cuerpo de Sarm había sido quemado en la Cámara de la Madre, de acuerdo con la costumbre de los Reyes Sacerdotes, porque él había sido el Primogénito y el bienamado de la Madre.
Al parecer, Misk no le había guardado el más mínimo rencor.
—Fue el más grande de los Reyes Sacerdotes —afirmó Misk.
—No —dije—, Sarm no fue el más grande de los Reyes Sacerdotes.
Misk me miró, extrañado. —La Madre —afirmó— no fue un Rey Sacerdote, era sencillamente la Madre.
—Lo sé —dije—. No me refería a la Madre.
—Sí —dijo Misk—, Kusk es quizá el más grande de los Reyes Sacerdotes.
—No hablaba de Kusk.
Misk me miró desconcertado:
—Jamás comprenderé a los humanos —dijo.
Me reí, porque ni por un instante Misk pensó que me refería a él. En efecto, Misk era el más grande de los Reyes Sacerdotes. Una criatura inteligente, valerosa, fiel y abnegada.
—¿Qué ocurrió con el joven varón? —pregunté—. ¿Lo destruyeron?
—No —contestó Misk—. Está a salvo.
—¿Ordenaste que los humanos mataran a los Escarabajos de Oro?
Misk se irguió. —Naturalmente, no lo hice —contestó.
—Pero matarán a otros Reyes Sacerdotes —objeté.
—¿Quién soy yo —preguntó Misk— para decidir cómo debe vivir... o morir un Rey Sacerdote? En realidad, según están las cosas sólo lamento no haber llegado nunca a saber dónde se encuentra el último huevo. Ese secreto murió con la Madre. Y ahora, también desaparecerá la raza de los Reyes Sacerdotes.
Lo miré. —La Madre me habló —dije—. Quiso decirme dónde estaba el huevo, pero murió antes.
—¿Y qué te dijo? —preguntó Misk.
—Lo único que alcanzó a decir fue que debía ir a los Pueblos del Carro.
—En ese caso —dijo Misk con expresión reflexiva—, el huevo debe estar con los Pueblos del Carro... o ellos saben dónde encontrarlo.
—A estas horas —objeté— probablemente ya fue destruido.
—Eso es indudable —dijo Misk.