—Y sin embargo, no puedes estar seguro.
—No —admitió Misk—, no estoy seguro.
—Podrías enviar implantados como espías —propuse.
—Ya no hay más implantados —explicó Misk—. Los llamamos y retiramos las redes de control. Pueden regresar a sus ciudades o permanecer en el Nido, como les plazca.
—En ese caso, han renunciado voluntariamente a un valioso sistema de vigilancia —dije—. ¿Por qué?
—No está bien implantar a criaturas racionales —dijo Misk.
—Sí, creo que tienes razón.
—La Cámara de Observación —agregó Misk— no funcionará durante mucho tiempo... y cuando la reconstruyamos, sólo vigilará a los objetos que se muevan al aire libre.
—Quizá puedan inventar un instrumento —sugerí—, que penetre las paredes, el suelo y los techos.
—Estamos trabajando en eso —aclaró Misk.
Me eché a reír, y las antenas de Misk se enroscaron.
—Si recuperan el poder —pregunté—, ¿qué se proponen hacer con él? ¿Impondrán ciertas normas a los hombres?
—Sin duda —contestó Misk.
Guardé silencio.
—Debemos protegemos, y proteger a los humanos que viven con nosotros —dijo Misk.
Volví los ojos hacia el campamento; había varias figuras humanas agrupadas, los ojos fijos en la colina.
—¿Qué me dices del huevo? —preguntó Misk.
—¿Qué pasa con eso?
—No puedo buscarlo. Me necesitan en el Nido, y además mis antenas no soportan el sol..., y si me acercara demasiado a un ser humano, probablemente me temería, y trataría de matarme.
—En ese caso, tendrás que encontrar a un humano —dije.
—¿No podrías hacerlo tú, Tarl Cabot? —preguntó.
—Los asuntos de los Reyes Sacerdotes —dije— no son mis asuntos.
Misk miró en derredor. Contempló el fuego del campamento lejano. Se estremeció un poco a causa del viento frío.
—Las lunas son muy hermosas —dije—, ¿no te parece?
—Sí —contestó—, me parece que lo son.
—Tus asuntos —repetí, aunque en realidad hablaba para mí mismo— son tus asuntos... y no los míos.
—Por supuesto —admitió Misk.
Si intentaba ayudar a Misk, ¿cuál sería el resultado final de mi actitud? ¿No implicaba someter mi raza al pueblo de Sarm y los Reyes Sacerdotes que lo habían servido, o equivalía en definitiva a proteger a mi raza hasta que ella aprendiera a vivir sola, hasta que hubiese alcanzado la madurez de la humanidad?
—Tu mundo está muriendo —dije a Misk.
—El universo también morirá —replicó Misk.
Tenía las antenas orientadas hacia los fuegos blancos que ardían en la noche negra de Gor.
—Pero finalmente —continuó Misk—, la vida es tan real como la muerte, y habrá un regreso a los ritmos definitivos, y una nueva explosión reorganizará las partículas primitivas, y la rueda girará de nuevo, y un día, después de mucho tiempo, quizá haya otro Nido y otra Tierra y Gor y otro Misk y otro Tarl Cabot que a la luz de la luna hablen de estas cosas tan extrañas.
De pronto, volvió hacia mí los ojos y enroscó las antenas. —Pero digo cosas feas y absurdas —afirmó—. Perdóname, Tarl Cabot.
—Es difícil comprenderte —afirmé.
Vi que un guerrero subía la pendiente de la colina. Aferraba una lanza.
—¿Estás bien? —llamó.
—Sí —contesté.
—Vuelve —gritó—, y yo podré matarlo.
—¡No lo hieras! —exclamé—. Es inofensivo.
Misk enroscó las antenas.
—Te deseo bien, Tarl Cabot —dijo.
—Los asuntos de los Reyes Sacerdotes —dije con expresión más insistente que nunca— no son mis asuntos. Lo miré—. ¡No son mis asuntos!
—Lo sé —dijo Misk, y extendió suavemente hacia mí sus antenas.
Las toqué.
—Te deseo bien, Rey Sacerdote —dije.
Me aparté bruscamente y corriendo descendí la ladera. Me detuve solamente cuando llegué donde estaba el guerrero. Se habían acercado dos o tres hombres más, también armados. Y con el grupo se reunió un Iniciado de escasa jerarquía.
Juntos contemplamos la alta figura sobre la colina, perfilada contra la luna, inmóvil, con esa maravillosa inmovilidad de los Reyes Sacerdotes.
—¿Qué es? —preguntó uno de los hombres.
—Parece un insecto gigantesco —afirmó el Iniciado.
Sonreí para mí mismo. —Sí —dije—, parece un insecto gigantesco.
—Que los Reyes Sacerdotes le protejan —dijo un Iniciado.
—Debo atravesarlo con mi lanza —afirmó uno de los hombres.
—Es inofensivo —expliqué.
—Aun así, más vale matarlo —sugirió nerviosamente el Iniciado.
—No.
Alcé el brazo en un gesto de despedida dirigido a Misk, y con gran sorpresa de los hombres que me acompañaban, Misk alzó una pata delantera, y después se volvió y desapareció.
Durante un largo rato estuvimos allí, en la noche ventosa, y contemplamos el peñasco, y las estrellas del cielo, y las lunas blancas.
—Se fue —dijo, al fin, uno de los hombres.
—Sí —confirmé.
—Gracias a los Reyes Sacerdotes —afirmó el Iniciado.
Me reí, y los hombres me miraron como si yo hubiera estado loco.
Hablé al hombre de la lanza. Era también el jefe del pequeño grupo.
—¿Dónde está el Pueblo de las Carretas? —le pregunté.