Miré, pero sólo vi los costados de piedra del portal, y a cada lado tres cúpulas rojas y redondas, cada una de unos diez centímetros de ancho.
—Son inofensivas —dije, pues ya había pasado por allí sin daño alguno.
De nuevo hice la prueba, salí y volví a entrar.
—Ya lo ves —repetí—, son inofensivas.
—Para ti —dijo ella—, no para mí.
—¿Por qué no?
La joven meneó la cabeza.
—Dímelo —ordené con voz severa.
Ella me miró:
—¿Es una orden? —preguntó.
Yo no deseaba imponerme de ese modo. —No —contesté.
—Entonces —replicó Vika—, no te lo diré.
—Bien, en ese caso te lo ordeno. Habla, esclava. Obedece.
—Quizás lo haga —dijo Vika.
Irritado, me acerqué y la aferré. Me miró en los ojos y tembló. Comprendió que tenía que hablar. Bajó la cabeza, sumisa. —Obedezco —dijo— amo.
La solté, y se volvió otra vez, tratando de poner distancia.
—Hace mucho —dijo—, cuando vine a las Montañas Sardar y descubrí el palacio de los Reyes Sacerdotes, era una muchacha joven y tonta. Pensé que los Reyes Sacerdotes tenían grandes riquezas, y que con mi belleza... —Se volvió y me miró— porque soy bella, ¿verdad?
—Sí —respondí—, eres bella.
Rió amargamente.
—Sí —continuó diciendo—, armada con mi belleza quise venir a las Montañas Sardar y adueñarme de las riquezas y el poder de los Reyes Sacerdotes, porque los hombres siempre habían querido servirme, darme lo que yo deseaba, ¿y acaso los Reyes Sacerdotes no eran hombres?
La gente tenía extrañas razones para entrar en los Sardos, pero la de esta joven llamada Vika me parecía realmente increíble. Ese plan sólo podía habérsele ocurrido a una muchacha ambiciosa y arrogante, y tal vez, como ella misma había dicho, a una persona tan joven y tonta.
—Quería ser la Ubara de todo Gor —dijo riendo—, que me sirvieran los Reyes Sacerdotes.
No dije nada.
—Pero cuando llegué a los Sardos... —se estremeció, movió los labios, pero parecía incapaz de proseguir.
Me acerqué, le pasé el brazo sobre los hombros, y esta vez no se resistió.
—Allí —dijo—, señalando las pequeñas cúpulas redondas a los costados del portal.
—No entiendo.
Se desprendió de mis brazos y se acercó al portal.
Cuando estaba a un metro de la salida, aproximadamente, las pequeñas cúpulas rojas comenzaron a resplandecer.
—Aquí, en los Sardos —dijo, volviéndose hacia mí, temblorosamente—, me llevaron a los túneles y me pusieron sobre la cabeza un horrible globo de metal con luces y alambres. Cuando me liberaron me mostraron una placa de metal y me dijeron que allí estaba registrado el funcionamiento de mi cerebro, desde mis recuerdos más antiguos y primitivos...
Escuché atentamente, porque sabía que aún perteneciendo a la casta superior, era posible que la joven hubiese comprendido muy poco de todo lo que le había ocurrido. Los Reyes Sacerdotes permiten a las castas superiores de Gor sólo el Segundo Conocimiento, y los miembros de las castas inferiores solamente pueden poseer el Primer Conocimiento, más rudimentario. Había sospechado que existía un Tercer Conocimiento, el reservado a los Reyes Sacerdotes, el relato de la joven parecía justificar la conjetura. No podía comprender los complicados procesos de la máquina que ella mencionaba, pero su propósito y los principios teóricos que eran su fundamento me parecían bastante claros. La máquina seguramente era un explorador cerebral de algún tipo, que registraba en tres dimensiones los microestados del cerebro, y sobre todo los de las capas más profundas y menos alterables. Bien ejecutada la placa resultante debía ser un registro más característico aún que las huellas digitales, algo tan único y personal como su propia historia.
—Esa placa —continuó diciendo la joven— se conserva en los túneles de los Reyes Sacerdotes, pero éstos... —se estremeció e indicó las cúpulas redondas, que sin duda eran sensores de algún tipo— son los ojos.
—Hay cierta conexión, quizá nada más que un rayo de determinado tipo, entre la placa y esas células —dije. Me acerqué y examiné las cúpulas.
—Hablas de un modo extraño —dijo la joven.
—¿Qué ocurriría si tú pasaras entre ellas? —pregunté.
—Me lo mostraron —dijo, con los ojos desorbitados a causa del horror— ordenando que pasara entre ellas a una joven que no había obedecido las órdenes.
De pronto, me sobresalté.
—¿Ellos ordenaron? —pregunté.
—Los Reyes Sacerdotes —replicó la muchacha.
—Pero hay un solo Rey Sacerdote —dije—, que se llama Parp.
Vika sonrió, pero no me contestó.
Tal vez antes el número de Reyes Sacerdotes había sido más elevado. Y Parp era uno de los últimos. No dudaba que las macizas estructuras del palacio de los Reyes Sacerdotes eran el producto de más de un individuo.
—¿Qué le ocurrió a la muchacha? —pregunté.
Vika se estremeció. —Fue como si la atacaran los cuchillos y el fuego —dijo.
—¿Intentaste protegerte? —pregunté, los ojos fijos en la jofaina de bronce que ahora estaba contra la pared.
—Sí —dijo—, pero el ojo sabe. Sonrió de mala gana. Puede ver a través del metal.
Vika se acercó a la pared, y recogió la jofaina de bronce. La sostuvo ante la cara, y se aproximó al portal. De nuevo las cúpulas redondas comenzaron a resplandecer.
—Ya lo ves —dijo—, lo sabe. Puede ver a través del metal.
En mi fuero interno felicité a los Reyes Sacerdotes por la eficacia de sus recursos. Al parecer, los rayos que emanaban de los sensores y que eran invisibles al ojo humano, tenían poder para penetrar por lo menos en las estructuras moleculares comunes. Se parecían bastante a los rayos X.
Vika me miró con hostilidad. —Hace nueve años que estoy prisionera en este cuarto —dijo.
—Lo siento —respondí.
—Vine a los Sardos —se rió— para conquistar a los Reyes Sacerdotes y despojarlos de su riqueza y su poder.
Corrió hacia la pared del fondo, y se echó a llorar.
—Y en cambio —gritó—, ¡sólo conseguí estos muros piedra y el collar de acero de una esclava!
Al fin, se tranquilizó y me miró con curiosidad. —Antes —dijo—, los hombres buscaban complacerme, pero ahora soy yo quien debe complacerlos.
Sus ojos me miraron, creo que con cierto atrevimiento, como invitándome a ejercer mi autoridad sobre ella, a impartirle la orden que me pareciese más grata, una orden que ella no tendría más remedio que acatar.
Tenía conciencia del encanto de su carne, del evidente desafío de sus ojos y su actitud.
Parecía decirme: “No puedes dominarme”.
Me pregunté cuántos hombres habrían fracasado.
Encogiéndose de hombros, se acercó al costado de la plataforma para dormir, y recogió el pañuelo de seda blanca que yo le había quitado del cuello. Volvió a ponérselo, ocultando el collar.
—No uses el pañuelo —dije amablemente.
—Quieres ver el collar —dijo con voz sibilante.
—En ese caso, si lo deseas úsalo.
Me miró asombrada.
—Pero no creo que debas hacerlo —insistí.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque eres más bella sin el pañuelo —expliqué—. Además, lo más importante es que el hecho de que ocultes un collar no equivale a eliminarlo.
—No —dijo—, supongo que no es lo mismo. Cuando estoy sola —dijo—, imagino que soy libre, y que soy una gran dama, la Ubara de una gran ciudad, incluso de Ar... pero cuando un hombre entra en mi habitación, vuelvo a ser una esclava.
—Conmigo —dije amablemente—, eres libre.
Me miró despectivamente. —En esta habitación antes que tú entraron cien hombres —dijo—, y ellos me enseñaron... y me enseñaron bien... que llevo puesto el collar.
—De todos modos —insistí—, conmigo eres libre.
—Y después de ti, vendrán cien más —dijo.
—Pero mientras —sonreí—, te otorgo tu libertad.