«Se encontró por el suelo, con la cara tumefacta. Miguel había sido más rápido que yo.
Se levantó.
— Habéis pegado a un parlamentario — dijo lívido.
— Tú no eres un parlamentario, sino un cerdo. ¡Venga, en marcha!
Fue conducido «manu militari». Apenas había franqueado la carena, cuando llegó el segundo camión. Los caballetes de lanzamiento fueron montados rápidamente.
— Dentro de diez minutos abriremos fuego — dijo Beuvin—. ¡Lástima no tener un observatorio!
— Este montículo — observé, designando, cien metros atrás, un desnivel de unos cincuenta de altitud.
— Está bajo el fuego enemigo.
— Sí, pero desde allí debe verse hasta el castillo. Tengo una vista excepcional. Voy a llevarme este teléfono. El hilo parece lo bastante largo.
— Voy contigo — dijo Miguel.
Partimos, desenrollando el hilo. A media altura, chasquidos de piedras saltando por todas partes, nos indicaron que habíamos sido descubiertos. Nos echamos al suelo y, contorneando el cerro, llegamos a la vertiente abrigada.
Desde arriba, veíamos perfectamente las líneas enemigas. El pequeño fortín de la ametralladora pesada comunicaba detrás por una trinchera y estaba flanqueado de nidos de fusiles ametralladores. De trecho en trecho se observaba a los hombres rebullir dentro de pequeñas aberturas.
— Cuando lo del sastre, debían ser cincuenta o sesenta. Pero ahora, con su sistema de fortificaciones, serán más numerosos — observó Miguel.
A un kilómetro, a vista de pájaro, a media pendiente, se levantaba el castillo. Pequeñas formas negras entraban y salían.
—¡Es una pena que Vandal rompiera sus prismáticos!
— Ahora no tenemos más que telescopios. ¡Son potentes, pero poco manejables!
— Hubiera debido desmontar una pequeña «mirilla».
— Tendrás tiempo de hacerlo. Me extrañaría que nos apoderáramos hoy del castillo.
—¡Atención! ¡Atención! — se oyó por el teléfono—. Dentro de un minuto, abrimos fuego contra el castillo. Observad.
Eché una vista sobre nuestro campo. La mitad de los hombres se desplegaban, justo detrás de la carena. Otros estaban atareados alrededor de las catapultas. Estranges y mi tío ultimaban cuidadosamente las plataformas de lanzamiento. Los camiones habían regresado.
A las 8 h. 30 m., exactamente, seis flechas de fuego salieron de nuestro atrincheramiento. Alcanzaron altura, dejando un rastro de humo, que se perdió. Las espoletas consumieron su carga explosiva. Seis pequeños relámpagos iluminaron el césped del castillo, transformándose en seis pequeñas nubes de humo. Segundos más tarde, unas secas detonaciones llegaron hasta nosotros.
— 30 metros, corto — señalé.
Allá arriba, cuatro figuras negras hicieron su aparición en la blanca escalinata.
De nuevo, otras seis cargas se levantaron. Una de ellas estalló en mitad del portal del castillo, y las cuatro personas cayeron. Tres se levantaron, vacilantes, y arrastraron a la otra hacia el interior de la casa. Uno de los explosivos desapareció por una ventana. Los restantes percutieron los muros, sin producir graves daños, en apariencia.
—¡Tanto! — grité.
Una tras otra se esparcieron dieciséis granadas; una dio con el coche de Honneger, a la derecha de la casa, y lo incendió.
— Basta de granadas — telefoneó Beuvin—. Observad las catapultas.
Se levantaron tres cargas. Fallaron, por poco, el fortín.
— Un poco largo — señaló Miguel.
Le empujé al suelo. No pudiendo alcanzar a nuestros hombres, escondidos detrás de la cresta, la ametralladora tiraba sobre nosotros. Durante algunos minutos, no osamos menearnos. Las balas silbaban encima de nuestras cabezas. Obuses de 20 mm. hollaban la tierra, algo más abajo.
—¡Afortunadamente, carecen de morteros!
— Habrá que acondicionar este puesto de observación. Descendamos un poco.
La ametralladora y los fusiles ametralladores enmudecieron.
— Tiro de hostigamiento sobre territorio enemigo. Observad.
Los proyectiles cayeron al azar o desaparecieron entre los abetos, sin otro resultado visible que el incendio de un pajar.
Los disparos recomenzaron, pero en esta ocasión apuntaban la cresta. Uno de nuestros hombres, herido, se dejó caer por la pendiente. Había llegado otro camión, llevando cargas de mayor calibre. Massacre descendió.
—¡Atención! Fuego de catapultas.
Esta vez, una carga dio de lleno sobre el fortín enemigo. Hubo gritos de dolor, pero la ametralladora continuó su tiro.
— Superioridad de las armas de tiro curvo sobre las de tiro rasante, para la guerra de trincheras — hizo notar Miguel—. Tarde o temprano destruiremos su guarida, y ellos, en cambio, no pueden alcanzarnos.
— Me pregunto por qué no han ocupado la cresta.
— Demasiado fácil de rodear. ¡Mira qué te decía! Atención a la izquierda — telefoneó—. Seis hombres trepan por allí.
Cuatro guardias acudieron al lugar amenazado. La cima de la cresta, batida por las armas automáticas, era para nosotros insostenible, y el viejo Boru se había replegado con sus hombres.
De las trincheras enemigas surgieron una treintena de hombres. Corrieron y se agacharon.
—¡Ataque de frente!
Por la izquierda crepitaban ya las detonaciones. Beuvin dejó aproximar al enemigo hasta quince metros, después mandó lanzar las granadas. Los tubos de fundición, rellenos de explosivos, cumplieron bien su misión. Once muertos y heridos quedaron sobre el campo. Antes de que el enemigo se replegara, el Winchester de Boru causó dos bajas. Por la izquierda, cuatro muertos y tres heridos, uno de los cuales fue capturado. Tenía el brazo derecho literalmente destrozado por los cartuchos de caza y murió, mientras Massacre intentaba la obturación con un vendaje.
Durante un cuarto de hora, las catapultas no descansaron. Al doceavo intento, una carga acertó el nido de la ametralladora, reduciéndola a un silencio definitivo. De los cuatro fusiles ametralladores, tres fueron neutralizados, y el último debió encasquillarse, pues cesó de tirar. Nuestros hombres atacaron, y a costa de dos heridos alcanzaron las líneas enemigas, capturando tres prisioneros. Los demás lograron escapar.
Mientras nuestros pelotones de reconocimiento avanzaban con prudencia, regamos el castillo de granadas. Hubo una decena de tiros acertados. Con curiosidad seguí la trayectoria de las seis primeras del modelo superior. Esta vez los muros cedieron y una ala se hundió.
Un rápido interrogatorio de los prisioneros nos informó de la fuerza enemiga. Sus pérdidas eran de 17 muertos y 20 heridos. Quedaban como defensores del castillo unos 50 hombres. Nuestra primera victoria nos aportaba dos fusiles ametralladores, una ametralladora de 20 mm. intacta y municiones en abundancia. Nuestro pequeño ejército cesó, en un momento, de ser una broma. Aguardando la vuelta de los exploradores, continuamos el riego del castillo, en el que se declaró un incendio.
Al fin, los exploradores regresaron. La segunda línea enemiga, a 200 m. del castillo, estaba compuesta de trincheras, con tres ametralladoras y un cierto número de fusiles ametralladores. El viejo Boru, después de su informe, añadió:
— Me pregunto qué querían hacer con todas estas armas. No podían prever lo que ha ocurrido. Será necesario informar a la policía.
—¡Pero, hombre, ahora la policía somos nosotros!
—¡Toma, es verdad! Esto simplifica las cosas.
Beuvin nos acompañó hasta la colina, estudió minuciosamente el paisaje y pidió a Miguel, excelente dibujante en sus ratos perdidos, un croquis de los alrededores.
— Vosotros permaneceréis aquí, con dos hombres y la artillería. Yo me llevo a los demás, con las catapultas y la ametralladora. Me llevo también tres proyectiles de señalamiento. Cuando los veáis, cesad el fuego. La línea enemiga está situada en esta pequeña altura, bordeando el jardín. ¡Tirad con acierto!