Выбрать главу

— Bien, pues después de la hecatombe, el patrón nos hizo un discurso, diciendo que el pueblo estaba en manos (excúseme) de una chusma, que era necesario defender la civilización, y — dudó un momento— que si todo marchaba bien, nosotros seríamos como los señores de otros tiempos.

—¿Habéis participado en el ataque al pueblo?

— No. Pueden preguntar a los demás. Todos los que tomaron parte han muerto. Eran los guardaespaldas del hijo del patrón. Por cierto, que el patrón se puso furioso. Carlos Honneger pretendió haber capturado a unos rehenes. En realidad, hacía mucho tiempo que quería a esta muchacha. El patrón no estaba de acuerdo. Yo tampoco. Fue Levrain quien le animó.

—¿Y cuáles eran los objetivos de vuestro patrón?

— Ya lo dije. Quería ser el dueño de este mundo. Tenía un montón de armas en el castillo (en la tierra hacía contrabando de armas) y después nos tenía a nosotros. Intentó el golpe. Nos tenía cogidos. En otro tiempo, todos habíamos hecho muchas tonterías. El sabía que ustedes no tenían apenas armamento. ¡No imaginaba que iban a fabricarlo tan aprisa!

— Bien. ¡Retírese! El siguiente.

El siguiente fue el muchacho rubio que había agitado la bandera blanca.

—¿Tu nombre, edad y profesión?

— Beltaire, Enrique. Veintitrés años. Estudiante de ciencias.

—¿Qué diablos ibas a hacer en este lío?

— Conocí a Carlos Honneger. Una noche había perdido todo el sueldo del mes al póker. El pagó mis deudas. Me invitó al castillo y durante una excursión por la montaña me salvó la vida. Después ocurrió el cataclismo. Yo no aprobé nunca los proyectos de su padre, ni su conducta. Pero no podía abandonarle. Le debo la vida. ¡No disparé una sola vez contra ustedes!

— Lo comprobaremos. Otro. ¡Ah! una pregunta más. ¿Cuáles eran tus proyectos?

— Quería ser técnico en aeromodelismo.

— Esto podría servir más adelante. ¡Quién sabe!

— Quisiera decir también… que Ida Honneger… ha hecho todo lo posible para prevenirles.

— Lo sabemos y lo tendremos en cuenta.

El desfile continuó. Estaban mezcladas todas las profesiones. La gran mayoría de los acusados habían pertenecido más o menos a una liga fascista.

Yo no sé lo que pensaban los demás en aquel momento, pero por mi parte estaba confuso. Muchos de aquellos hombres tenían un aspecto sincero, e incluso algunos, honesto. Era evidente que los principales culpables habían muerto. Beltaire me había sido simpático en su fidelidad a su amigo. Ninguno de los otros acusados le hizo cargo alguno. Al contrario, habían confirmado, en su mayoría, que no había tomado parte en el combate. El acusado número veintinueve entró. Declaró llamarse Julio Levrain, periodista, de 47 años de edad. Era un hombre de talla reducida, delgado, de rasgos duros. Luis consultó sus papeles.

— De las declaraciones de los testigos se desprende que usted no formaba parte de los hombres de Honneger. Usted era un invitado, y algunos suponen que fuera incluso el gran jefe. Usted no puede negar haber disparado contra nosotros. Además, los testigos se lamentan de… en fin, digamos violencias de su parte.

—¡Es falso! No les veía jamás. Y yo era ajeno a toda esta cuestión. No era más que un simple invitado.

—¡Hace falta desvergüenza! — exclamó el guardia de la puerta—. Le vi en la ametralladora del centro, la que mató a Salavin y Roberto. ¡Le apunté tres veces sin poder liquidarle! ¡Este canalla!

En la sala muchos guardias reunidos como espectadores, aprobaron sus palabras. A pesar de sus protestas, fue conducido fuera de la sala.

— Introducid a la señora Ducher.

Entró con un aire abatido, a pesar del maquillaje. Parecía inquieta, desorientada.

— Magdalena Ducher, veintiocho años, actriz. ¡Pero yo no he hecho nada!

— Usted era la amante de Honneger, padre, ¿no es cierto?

— Sí —clamó una voz en la sala, que desencadenó una tempestad de risas—, de los dos.

— Es falso — exclamó ella—. ¡Oh, es odioso! ¡Permitir que me insulten de esta forma!

—¡Está bien, está bien! ¡Silencio en la sala! Ya veremos. La siguiente.

— Ida Honneger, diecinueve años, estudiante.

Sus ojos enrojecidos no le impedían eclipsar completamente a la actriz.

—¿Estudiante de qué?

— De Derecho.

— Temo que esto no va a serle muy útil aquí. Sabemos que ha hecho todo lo posible para evitar el drama. Por desgracia no lo consiguió. Al menos pudo suavizar la cautividad de nuestras tres jóvenes. ¿Puede usted informarnos sobre los que vamos a juzgar?

— A la mayoría no les conozco. Biron no era mala persona. Y Enrique Beltaire merece vuestra indulgencia. Me ha dicho que no había disparado. Y le creo. Era amigo de mi hermano… Reprimió un sollozo.

«Mi padre y mi hermano no eran malos, en el fondo. Eran violentos y ambiciosos. Cuando yo nací éramos muy pobres. La riqueza vino de un golpe y les perdió. ¡Oh, es este hombre, este Levrain, quien fue la causa de todo! El fue quien hizo leer Nietzsche a mi padre, que se creyó un superhombre. ¡El es también quien le puso en antecedentes de este proyectó insensato de conquistar un mundo! ¡Es capaz de todo! ¡Le odio!

Se deshizo en lágrimas.

— Siéntese, señorita — dijo gravemente mi tío—. Vamos a deliberar. No tenga ningún temor. La consideramos más bien como un testigo.

Nos retiramos, detrás de un telón, asistidos por el cuerpo de representantes. La discusión fue prolongada. Luis y los campesino eran partidarios de penas severas. Miguel, mi tío, el párroco y yo mismo defendíamos la moderación. Los hombres eran escasos. No comprendiendo lo que había ocurrido, los acusados habían, como es lógico, seguido a sus jefes. Finalmente llegamos a un acuerdo. Mi tío leyó el veredicto a los acusados reunidos.

— Julio Levrain: se os considera culpable de asesinato, rapto y violencias con premeditación. Sois condenado a muerte por la horca. La sentencia es ejecutiva dentro de la hora próxima.

El bandido mantuvo su apostura, pero palideció horriblemente. Un murmullo recorrió la fila de los acusados.

— Enrique Beltaire: se te considera inocente de toda actividad nefasta para la comunidad. Pero como no hiciste nada para prevenirnos…

— No podía de ninguna manera.

—¡Silencio! Repito: como no nos has prevenido, serás clasificado como ciudadano inferior, sin derecho a voto, hasta que, por tu condena, te hayas rehabilitado.

—¿Aparte de esto, soy libre?

— Sí, como todos nosotros. Pero si quieres permanecer en el pueblo, habrás de trabajar.

—¡No pido más!

— Ida Honneger: Se te reconoce inocente. Pero serás inelegible durante diez años.

— Magdalena Ducher: nada existe contra usted exceptuando una dudosa moralidad y relaciones, digamos sentimentales — risas entre el público—, con los principales criminales. ¡Silencio! Queda privada de todo derecho político y afectada al servicio de cocina.

— Los demás: sois condenados a trabajos forzados por un período de tiempo que no podrá exceder de cinco años terrestres, que podréis reducir por vuestra conducta. Quedáis privados a perpetuidad de todo derecho político, salvo destacada actuación en beneficio de la comunidad.

Se produjo una ola de alegría en el grupo de acusados, que temían ser castigados con, mayor dureza.

— Sois unos tipos formidables — nos gritó Biron.

— Se levanta la sesión. Conducid a los condenados.

El señor cura, fue al encuentro de Levrain, a petición de éste. Los espectadores, unos aprobatorios, otros furiosos, se dispersaron. Yo descendí del estrado, dirigiéndome hacia Beltaire. Le encontré que estaba consolando a Ida.

— Bien — dije a mi tío—. Ahora comprendo por qué se defendían tanto mutuamente.