Выбрать главу

Luis me arrastró hacia un rincón.

— La teoría del señor Menard es totalmente apasionante, pero desde el punto de vista práctico no nos resuelve nada. Es evidente que debemos vivir y morir en este planeta. Se trata de organizarse. Muchas cosas están por hacer. Me decías el otro día que podría haber hulla no lejos de aquí. ¿Es cierto?

— Es posible. Me sorprendería mucho, si la subversión no hubiera traído a la superficie hulla estefaniana o westfaliana; no te asustes, se trata simplemente de estratos hulleros que podemos encontrar en nuestra región. ¡De todas maneras no va a ser cosa del otro jueves! Algunas venas de cinco centímetros, o quizá hasta treinta, de hulla débil o antracita.

—¡Algo es algo! Es capital para nosotros que la fábrica pueda suministrar electricidad. Ya sabes que la fabricación de las granadas ha devorado casi toda nuestra reserva de carbón. Afortunadamente, tenemos algunas partidas de aluminio y duraluminio. A falta de acero…

Los días siguientes fueron para mí un período de actividad intensa. En el Consejo tomamos una serie de medidas de protección. A algunos kilómetros del pueblo se instalaron seis puestos de vigilancia, cubiertos por un refugio hermético. Fueron aprovisionados como para un asedio, comunicados por un teléfono rudimentario con el puesto central y encargados de dar la alarma a la menor tropa de hidras. Los habitantes de cuatro granjas excesivamente aisladas fueron evacuados al pueblo con su ganado. Los trabajos del campo se efectuaron bajo la protección de camiones armados con ametralladoras. Para economizar carburante eran arrastrados al lugar del trabajo por los propios animales que debían proteger. Perfeccionamos nuestras granadas y tuvimos así una artillería antiaérea que hizo sus ensayos con motivo de una incursión de unas cincuenta hidras, de las cuales treinta fueron abatidas.

Una mañana, me fui con Beltaire y dos guardias armados a la búsqueda de carbón. Como había imaginado el yacimiento hullero estaba cerca. Una parte en zona intacta y el resto en la zona muerta, aflorando el carbón en algún lugar.

— Aquí será más cómodo para empezar — dijo Beltaire.

— Sí, pero las vetas serán imposibles de seguir, en este caos. Veamos el sector no dislocado.

Como ya había previsto, pocas vetas pasaban de los 15 cm. de espesor. Sin embargo, una de ellas alcanzaba los 55 cm.

— Mal trabajo en perspectiva para los mineros — dije.

Gracias a mi cargo de ministro de minas, me hice con treinta hombres y les mandé despejar la vía férrea que conducía en otro tiempo a la estación próxima, así como la de la cantera de arcilla que suministraba el material de aluminio. Merced al descubrimiento de Moissac y Wilson en 1964 se extraía el aluminio de la arcilla y no sólo de la bauxita como anteriormente. Ahora hemos vuelto a este viejo procedimiento, cómodo para nosotros, que poseemos en Telus yacimientos enormes de bauxita de una pureza admirable. Todo esto no se practicó sin que Estranges protestara.

—¿Cómo queréis que lleve el mineral a la fábrica?

— Primero, yo le cedo una de las dos vías. Segundo, por el momento no tenemos necesidad de una gran cantidad de aluminio. Tercero, ¿cómo va a marchar la fábrica sin carbón? Y cuarto, fundimos hierro, cuando haya encontrado el mineral. Entre tanto, tenemos un montón de chatarra que usted puede transformar en raíles. ¡Es su oficio!

Requisé igualmente dos pequeñas locomotoras, de las seis de que disponía la fábrica y vagones en número suficiente. En las canteras de arcilla tomé tres perforadoras y un compresor.

Días después, la mina estaba en funcionamiento y el pueblo disponía de electricidad. Empleaba diecisiete «forzados» con guardias, cuya misión era no tanto la de vigilarlos como protegerlos contra las hidras. Ellos dejaron muy pronto de considerarse como prisioneros, y nosotros dejamos de considerarles como tales. Se convirtieron en los «mineros» y, bajo la dirección de un antiguo capataz de minas, fueron muy pronto capaces de socavar las galerías.

De esta forma, pasaron sesenta días, ocupados en trabajos de organización. Miguel y mi tío, ayudados por el relojero, fabricaron unos péndulos telurianos. Estábamos muy fastidiados por el hecho de que el día bisolar comprendía 29 horas. Cada vez que consultábamos nuestro reloj, había que librarse a complicados cálculos. Se fabricaron dos tipos de reloj, los unos divididos en 24 «horas grandes» y los otros en 29 horas terrestres. Finalmente, años más tarde, adoptamos el sistema todavía hoy en uso, y el único que os es familiar: división del día en 10 horas de 100 minutos, y cada minuto, a su vez, en 100 segundo de diez décimas cada uno. Estos segundos difieren muy poco de los antiguos. Entre paréntesis, uno de los primeros resultados del cataclismo fue el de desregular los relojes de péndulo, ante el pasmo de los campesinos, por causa de la debilitación del valor de «g».

Nuestra reserva de provisiones, sumando las encontradas en las bodegas del castillo, nos habría permitido sostenernos durante unos diez meses terrestres. Nos encontrábamos en la zona temperada de Telus, la zona de la primavera eterna y podíamos contar con varias cosechas por año, si el trigo se aclimataba. La superficie del valle que permaneció cultivable bastaría en tanto la población no aumentara demasiado. El suelo de Telus parecía fértil.

Habíamos reparado un gran número de casas, y no estábamos ya amontonados. La escuela había abierto sus puertas y el gran Consejo habíase establecido en un hangar metálico. Ida reinaba en la sala de los archivos, y yo estaba seguro de encontrar allí a Beltaire cuando tenía necesidad de él. Habíamos iniciado la redacción de un embrión de Código, cambiando lo menos posible el derecho usual en la tierra pero simplificándolo y adaptándolo. Este Código ha estado siempre en vigor. Había allí también una sala común y una biblioteca.

El ferrocarril de la mina de hulla funcionaba, como también el de la cantera de arcilla, la fábrica marchaba a la medida de nuestros deseos. Estábamos todos ocupados, pues la mano de obra no era abundante. El pueblo era activo, y uno hubiera podido imaginar que se encontraba en una animada villa terrestre y no en la superficie de un mundo, perdido en el espacio infinito. ¿O es mejor decir: los espacios?

Tuvimos nuestras primeras lluvias, en forma de tempestades que embrollaban el tiempo por una docena de días. Tuvimos también las primeras noches totales, aun breves. No puedo describir la impresión que me produjo el ver con claridad las constelaciones que iban a ser las nuestras para siempre.

Los miembros del Consejo habíamos tomado la costumbre de reunimos en sesiones privadas en casa de mi tío, ya en su casa del pueblo, o más a menudo en la del observatorio, de nuevo restaurado. Allí encontrábamos a Vandal y a Massacre, absorbidos en el estudio de las hidras, con Breffort de ayudante, Martina, Beuvin, su mujer, mi hermano y Menard, cuando podíamos arrancarle de su máquina de calcular. Si en los Consejos oficiales Luis llevaba la batuta en las cosas prácticas, aquí, donde se hablaba mucho más de ciencias o de filosofía, mi tío, con su amplia erudición, era el jefe indiscutible del grupo. Menard, de vez en cuando, hablaba también, y todos quedábamos asombrados por la amplitud de las concepciones que desarrollaba ese hombrecito con barba de chivo. Guardo un excelente recuerdo de estas reuniones, pues es allí donde realmente conocí a Martina.

Una tarde, yo regresaba muy satisfecho, pues a unos kilómetros de la zona muerta, en el suelo teluriano, había encontrado en el fondo de un barranco excelente mineral de hierro. A decir verdad, no lo descubrí por mí mismo. Uno de los hombres de mi escolta me trajo un pedazo, preguntándome lo que era. En una curva del camino encontré a Martina.

—¡Precisamente venía a buscarte!

—¿Vuelvo con retraso?

— No, los demás están en el Observatorio, donde Menard les explica un descubrimiento.