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—¿Y tú has venido a buscarme? — pregunté, halagado.

—¡Oh! No tiene gracia. Aquello no me interesa, fui yo quien lo descubrió.

—¿De qué se trata?

— Se trata de…

Aquel día no debía enterarme. Mientras hablaba, Martina había levantado la vista. Quedó con la boca abierta y un indecible horror en su rostro. Me volví: ¡una hidra gigantesca se nos echaba encima!

En el último instante recobré el control de mí mismo, aplasté a Martina contra el suelo, arrojándome a su lado. La hidra nos rozó, pero falló el golpe. Llevada por su velocidad, voló aún más de cien metros antes de poder girar. Me puse en pie de un salto.

—¡Corre al pueblo! ¡Hay árboles a lo largo de la carretera!

—¿Y tú?

— Voy a distraerla. La alcanzaré, seguramente, con mi pistola.

—¡No, me quedo!

—¡Santo Dios, corre!

Era demasiado tarde para huir. Yo sabía que con mi pistola tenía muy pocas probabilidades de matar al monstruo. En una roca se abría una cavidad. Empujé fuertemente a Martina hacia allí, y me puse delante de ella. Antes de que la hidra tuviera tiempo de proyectar su dardo, disparé cinco balas: debieron surtir efecto, pues el animal onduló con un silbido, apartándose. Me quedaban tres balas y mi cuchillo, un largo cuchillo sueco, que yo conservaba afilado como una navaja. La hidra se colocó frente a nosotros: sus tentáculos se removían como los de un pulpo, sus seis ojos glaucos y fijos nos observaban. A una ligera contracción del cono central, tuve la sensación de que el dardo iba a partir. Hice uso de mis tres últimas balas, y después, cuchillo en mano, la cabeza agachada, cargué por entre los tentáculos. Desde la parte inferior del monstruo agarré uno de los brazos y tiré con fuerza. A pesar de la atroz quemadura en una mano, me sostuve. Desequilibrado, el animal, lanzó su dardo que no alcanzó a Martina, y su extremo córneo se despuntó contra la roca. Al instante, pegado al flanco del monstruo, lo estuve mechando a golpes de cuchillo. Después mis recuerdos son confusos. Me acuerdo de mi rabia creciente, de los jirones de carne innoble contra mi rostro, la sensación de perder tierra, fina caída, un choque. Esto es todo.

Me desperté en una cama, en casa de mi tío. Massacre y mi hermano me cuidaban. Mis manos estaban rojas e hinchadas y el costado izquierdo de mi cara me escocía.

—¿Y Martina? — pregunté.

— No tiene nada. Una ligera conmoción nerviosa — repuso Massacre—. Le he administrado un soporífero.

—¿Y yo?

— Quemaduras, el hombro izquierdo dislocado, no tienes grandes contusiones. Un arbusto ha amortiguado el choque. Te he colocado el hombro durante tu desvanecimiento, lo cual te ha reanimado. ¡Como máximo tienes para quince días!

—¡Quince días! ¡Con tantas cosas que hacer! Acababa de encontrar mineral de hierro.

Un violento dolor me atravesó las manos.

— Oiga, doctor, ¿no tiene usted nada contra este veneno? Esto me quema mucho.

La puerta se abrió con violencia. Y Miguel se precipitó dentro de la habitación. Vino hacia mí con las manos tendidas. Cuando vio las manos vendadas, se detuvo en seco.

—¿Doctor…?

— No será nada.

—¡Querido amigo! ¡Sin ti habría perdido a mi hermana!

— No hubieras querido que nos dejáramos comer por aquella especie de pulpo que se equivocó de ambiente, ¿verdad? — dije intentando bromear—. Por cierto, ¿está muerta?

—¿Muerta? ¡Ya lo creo que sí! ¡La hiciste papilla! ¡Realmente no sé cómo agradecértelo!

— No te inquietes. En este mundo, tendrás ciertamente ocasiones para corresponderme.

— Y ahora — dijo Massacre—, dejadle dormir Probablemente tendrás un poco de fiebre.

Salieron dócilmente. Cuando Miguel estaba franqueando la puerta le pedí:

— Envíame a Beltaire, mañana por la mañana. Caí en un sueño agitado, del cual salí unas horas más tarde, agotado pero sin fiebre. Volví a dormirme apaciblemente y me desperté muy tarde la mañana siguiente. El dolor de mis manos y de mi cara había disminuido mucho. En la silla, Miguel dormía, plegado en dos.

— Te ha velado toda la noche — dijo la voz de mi hermano, desde la embocadura de la puerta.

—¿Cómo sigues?

— Mejor, mucho mejor. ¿Cuándo crees tú que podré levantarme?

— Massacre ha dicho que dentro de dos o tres días, si la fiebre no reaparece.

Detrás de Pablo, apareció de súbito Martina, trayendo una fuente donde humeaba una cafetera.

—¡Esto para Hércules! ¡El doctor ha dicho que podías comer!

Dejó su fuente, me ayudó a sentarme y, acomodándome la espalda con unos almohadones, me dio un beso rápido en la frente.

— He aquí una insignificante prueba de agradecimiento. ¡Y pensar que sin ti yo sería un cadáver informe! ¡Brr!

Sacudió a Miguel.

— Querido hermano, en pie. Luis te está esperando.

Miguel se levantó, bostezó y, después de haberse informado de mi salud, se marchó con Pablo.

— Luis vendrá por la tarde. Y ahora, señor Hércules, voy a haceros comer.

—¿Porqué, Hércules?

—¡Señor! Cuando uno combate las hidras cuerpo a cuerpo…

— Y yo que creí que se trataba de mi desarrollo físico — dije con tono cómicamente dolorido.

— Bien, bromeas, estarás bueno muy pronto.

Me hizo comer como a un chiquillo y después tomamos una taza de café.

— Es excelente — dije.

— Muy cortés porque lo preparé yo misma. ¿Me creerás si te digo que he debido dirigirme al Consejo para obtener una insignificante ración de café? ¡Está clasificado como medicamento! Me temo quesera indispensable acostumbrarnos a prescindir de él. La existencia de plantas de café en Telus es improbable. ¡Y lo que es aún más grave es el azúcar!

—¡Va! Con seguridad que encontraremos una planta azucarada. Si no… tenemos colmenas. Utilizaremos la miel.

— Sí, pero aunque en nuestro rincón de tierra tenemos flores, la vegetación teluriana me parece, hasta el momento, completamente desprovista de ellas.

— Ya veremos. Por mi parte soy optimista. ¡Teníamos una posibilidad de salir con vida y aquí estamos!

Unos golpes en la puerta la interrumpieron. Eran los dos inseparables Ida y Enrique.

— Veníamos a ver al héroe — dijo ella.

—¡Oh! ¡Héroe! ¡Cuando uno se encuentra entre la espada y la pared el heroísmo es inevitable!

— No lo creo. Me imagino que yo me hubiera dejado comer — dijo Enrique.

—¿Y si hubieses estado con Ida?

—¿Cómo? Me ruboricé.

— No. No quise decir esto. Supongamos que te encontraras con Martina u otra muchacha.

— Francamente, no lo sé.

—¡Te calumnias! Pero no es por esto que te mandé llamar. Vas a ir con los dos hombres que me escoltaban, a reconocer con detalle el yacimiento de hierro. Y me traerás diversas muestras. Como cuando lo encontramos ya era tarde, no hice más que echar un vistazo. Asimismo si el yacimiento vale la pena, levanta un trazado para una vía férrea. Y desconfía de las hidras: ¡No vuelan siempre en bandada! ¡Aquí tienes la prueba! Dos o tres pueden caerte encima. Toma, además, diez hombres de escolta y un camión. Y tú, Ida, ¿cómo va tu trabajo?

— He comenzado a codificar vuestros decretos. Es curioso estudiar este derecho naciente. Vuestro Consejo se ha arrogado poderes dictatoriales. Espero que será provisional. ¿Hay alguna novedad?

— Luis está furioso contra los observadores que han dejado pasar a tu hidra sin señalarla, bajo el pretexto de que era aislada. Son los del puesto 3.

—¡Los muy sinvergüenzas!

—¡Luis habla de hacerlos fusilar!

— Es excesivo. Y no estamos sobrados de hombres.

De hecho, la primera vez que salí, cinco días después, apoyándome en Miguel y Martina, me enteré de que habían sido simplemente expulsados de la guardia y condenados a dos años de trabajos en las minas. Poco a poco, me reincorporé a la vida normal.