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Construimos una vía férrea hasta el yacimiento de hierro y alto horno rudimentario. El mineral — de óxido de hierro— era rico, pero poco abundante, aunque era suficiente para nuestras reducidas necesidades. A pesar de los conocimientos de Estranges la primera colada se produjo con dificultad. La fundición de mala calidad, falta de carbón susceptible de ser transformado en coque, fue refinado con acero. A decir verdad, fue con el fin de medir nuestras posibilidades por lo que empezamos aquella primera colada, ya que, para el futuro inmediato no estábamos faltos de hierro. Fundimos raíles y ruedas de vagón. Cerca de la mina, construimos garitas de obra, para los trabajadores, en caso de ataque de las hidras. Se modificaron las cabinas de las locomotoras, con el fin de que pudieran cerrarse herméticamente, a voluntad.

La temperatura era siempre la misma en un dulce clima de primavera cálida. Las «noches negras» aumentaban singularmente de duración. En el Observatorio, mi tío y Menard habían descubierto ya cinco planetas exteriores, de los cuales, el más próximo aparecía con una atmósfera jaspeada de nubes. A través de los claros, se podían contemplar mares y continentes. El espectroscopio indicaba la presencia de oxígeno y vapor de agua. Era de unas dimensiones sensiblemente iguales a las de la Tierra y poseía dos satélites. El deseo de extender los dominios está anclado tan profundamente en el corazón humano, que nosotros, pobre fragmento de humanidad, incierta todavía de su supervivencia, nos alegrábamos de tener como vecino un planeta habitable.

Cerca de la mina, bajo la protección de la guarnición, una hectárea aproximada de suelo telúrico había sido roturada para experimentación. Era una tierra ligera, rica en humus, formado por la descomposición de las plantas grisáceas. Inmediatamente mandé sembrar trigo de diferentes variedades, a pesar de la desaprobación de los campesinos que argumentaban «que no era la época». Miguel tuvo que emplear toda su elocuencia para convencerles de que en Telus no había épocas en el sentido terrestre de la palabra y que daba igual ahora que más tarde.

En el curso del desbrozamiento, tuvimos que luchar contra las serpientes planas, de las que ya habíamos encontrado un cadáver, cuando nuestra primera exploración. Los campesinos las llamaron «víboras» y este nombre les quedó, aun cuando no tenían ningún punto de contacto con las víboras terrestres. Su talla oscilaba entre 50 cm. y 3 m., y aunque no eran venenosas, hablando con propiedad, sí eran muy peligrosas. Sus poderosas mandíbulas cóncavas, inyectaban en la presa un líquido digestivo muy activo, que causaba, si el socorro no era inmediato, una especie de gangrena con licuefacción de los tejidos que producía la muerte o al menos pérdida del miembro atacado. Afortunadamente, estos animales muy agresivos y ágiles eran raros. Un buey resultó picado y murió, un hombre debió su salvación a la presencia de Massacre y Vandal que practicaron inmediatamente la amputación del pie atacado. Fueron las únicas víctimas.

Los primeros animales que emigraron a la superficie de Telus fueron las hormigas. Vandal descubrió un nido de grandes hormigas morenas de las que he olvidado el nombre, cerca de la mina de hierro. Se apasionaron por una goma que exudaban las plantas grisáceas. Las colonias se multiplicaron rápidamente, y nuestro trigo sacaba apenas su verde cabeza cuando las encontrábamos por todas partes. En la lucha que las opuso a los pequeños «insectos» telusianos, ganaron con facilidad.

Fue aquélla una temporada apacible después de nuestro áspero comienzo. El trabajo absorbía nuestras jornadas. Pasaron varios meses. Tuvimos nuestra cosecha de trigo, magnífica, en la hectárea roturada en Telus, buena en los campos terrestres. El trigo pareció aclimatarse muy bien. Nuestro ganado aumentaba, y el problema de los pastos no se había producido aún. Las plantas terrestres parecían ganar la partida a las autóctonas. Existían ya, praderas mixtas, y era algo muy curioso ver a nuestras plantas rodear un arbusto polvoriento, de hojas de cinc.

Tuve entonces ocasión de reflexionar sobre mi nuevo destino. Inmediatamente después del cataclismo, quedé sumido en la más absoluta confusión, tuve la impresión de haber sido exilado para siempre, separado de mis amigos por unas distancias al lado de las cuales las terrestres no eran absolutamente nada. Después el horror de haber caído en un mundo desconocido, y poblado de monstruos. La urgencia de la acción, la guerra civil, la necesaria organización, el papel de dirigente que me había visto forzado a asumir, habían ocupado enteramente mi ánimo. Y ahora, me apercibía de ello con estupor, lo que dominaba dentro de mí era la alegría de la aventura, un deseo frenético de ir a ver detrás del horizonte.

Explicaba todo esto a Martina un día yendo al Observatorio. Miguel y ella, no trabajan ya mucho allí. Distribuían su tiempo entre los «trabajos sociales» y la enseñanza de las ciencias a un pequeño pastor, Jaime Vidal, que se había revelado de una inteligencia muy por encima de la normal. Por mi parte yo le enseñaba geología, Vandal biología y mi hermano la historia de la Tierra. Después llegó a ser un gran sabio. Y, como sabéis, vicepresidente de la República. Pero no nos anticipemos.

— Y pensar — dije—, que mi primo Bernardo quería llevarme en su proyectil interplanetario y que yo rehusé siempre, alegando que antes quería terminar mis estudios. ¡En realidad tenía miedo! Yo, que me hubiera ido hasta el fin del mundo para buscar un fósil, experimentaba un verdadero horror ante la idea de salir de la Tierra. Y heme aquí en Telus, y tan contento. Es curioso.

— En cuanto a mí, todavía es más curioso. Ya estaba intentando refutar en mi tesis, la teoría del espacio curvo. ¡Y he aquí que he sufrido una prueba aplastante de su veracidad!

Estábamos a mitad de camino, cuando sonó la sirena.

—¡Cuidado! Todavía estos cochinos animales. ¡Al refugio!

Habíamos construido refugios un poco por todas partes. En esta ocasión yo tenía además de mi pistola y mi cuchillo, una ametralladora. El refugio más próximo estaba a unos treinta metros. Corrimos hacia allá sin falsa vergüenza. Obligué a Martina a entrar, permaneciendo yo junto a la puerta, dispuesto a tirar. Rodaron unas piedras y una silueta curva, vestida de negro, apareció: el señor cura.

—¡Ah! ¿Es usted señor Bournat? ¿de dónde vienen las hidras?

— Creo que del norte. La sirena no ha sonado más que una vez. Entre usted.

— Dios mío… ¿cuándo vamos a desembarazarnos de estos animales del infierno?

— Me temo que no va a ser pronto. ¡Ah! ya están aquí. Pase. No va usted armado.

Encima nuestro, a mucha altura, una nube verde se desplegaba. Cerca, pero ligeramente bajos, unos pequeños copos negros aparecieron en el cielo: las granadas.

—¡Demasiado corto! ¡Ah, ahora está mejor!

La salva siguiente había acertado de lleno. Segundos más tarde unos jirones de carne verde cayeron como una lluvia, alrededor del refugio. Dejando la puerta entreabierta, volví a entrar. Aun cuando estaban muertas el contacto de las hidras era urticante. En el interior, Martina, observando por la mirilla de vidrio grueso, hablaba con el señor cura. Comprendiendo el peligro que corrían si permanecían agrupadas, las hidras se dejaban caer por paquetes de dos a tres. Desde mi puerta, las vi circular alrededor de una locomotora cerrada herméticamente. Solté una carcajada: el mecánico había dejado escapar el chorro de vapor ante el espanto de las hidras.

Estaba riendo todavía, mientras miraba alrededor. Al sur, en el pueblo, los disparos crepitaban y en la plaza del pozo algunas hidras muertas yacían por tierra. De súbito pareció que el cielo se obscurecía: salté hacia el interior, cerrando la puerta. Una hidra pasó rozando el techo. Antes de que tuviera tiempo de introducir el cañón de mi escopeta en el disparadero, el monstruo estaba lejos. Un grito de Martina me sobresaltó. —¡Juan, aquí, aprisa!