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Salté hacia la ventana. Fuera, a ciento cincuenta metros, un chiquillo de unos doce años corría con todas sus fuerzas hacia el refugio. Una hidra le perseguía. El chico, a pesar del peligro de muerte, no estaba asustado, y utilizaba con inteligencia los árboles, que molestaban a su perseguidor. Vi la escena y me precipité fuera, a su encuentro. La hidra había tomado altura y se zambullía. — ¡Agáchate!

El chico comprendió y se aplastó contra el suelo y la hidra falló. Yo lancé una ráfaga de unas diez balas a cincuenta metros. El animal se sobresaltó, virando, y volvió a la carga. Yo apunté de nuevo, a treinta metros, esta vez. A la tercera bala el arma se encasquilló. El tiempo de cambiar el cañón por el de recambio que tenía en mi estuche, y el chico estaba perdido. Lancé mi arma y cargué mi pistola. La hidra llegaba.

Entonces, resoplando, sublime y ridículo, pasó el señor cura con la sotana arremangada. Y cuando la hidra se abalanzó, él estaba allí, brazos en cruz, haciendo de su cuerpo una protección para el muchacho. El fue quien resultó alcanzado. Con mi arma, al fin desencasquillada, acribillé desde diez metros al monstruo, que se abatió sobre el cuerpo de su víctima.

No había más hidras a la vista. Los disparos habían cesado en el pueblo. Algunas manchas verdes flotaban altas en el cielo. Aparté el cadáver del señor cura— un centímetro cúbico del veneno de la hidra mataba a un buey, y el animal inyectaba diez veces más—. Martina cogió entre sus brazos robustos al chico, desvanecido, y bajamos al pueblo. Los habitantes despejaban sus puertas. Cuando estábamos llegando, el muchacho se reanimó. Y cuando Martina lo devolvió a su madre ya podía andar.

Encontré a Luis, sombrío, en la plaza del pozo.

— Mal día. Dos muertos: Pedro Evreux y Juan Claudio Chart. No han querido esconderse, para poder tirar mejor.

— Tres muertos — dije.

—¿Cuál es el tercero?

Le puse al corriente.

— Y bien, no me gustan demasiado los curas.

¡Pero éste ha muerto como un hombre! Propongo que los tres hombres que han caído tengan unos funerales solemnes.

— Como quieras. ¡Qué más les da!

— Es menester remontar la moral. ¡Hay demasiados hombres que tienen miedo! ¡Aunque hemos derribado treinta y dos hidras!

Desde la sala del Consejo telefonee a mi tío para decirle que estábamos a salvo. Al día siguiente tuvo lugar el entierro. Luis pronunció un breve discurso sobre las tumbas, exaltando el sacrificio de los tres hombres. Yo regresé del cementerio con Miguel y Martina. Tomamos un sendero, campo a través, y nos encontramos el cadáver de una hidra que obstruía el camino. El animal era enorme, de unos seis metros de largo, sin los tentáculos. Lo contorneamos. Martina estaba muy pálida.

—¿Qué ocurre, pequeña? — le preguntó Miguel—. ¡Ya no hay peligro!

—¡Miguel, tengo miedo! Este mundo es despiadado, demasiado salvaje para nosotros. Estos monstruos verdes nos matarán a todos.

— No lo creo — dije—. Nuestro armamento cada día se perfecciona. Ayer, con un poco más de prudencia, no hubiera habido víctimas. En el fondo no corremos más peligro que los hindúes con los tigres y las serpientes…

— Para las serpientes hay los sueros. Los tigres, pues, son tigres, unos animales no muy diferentes de nosotros. Pero ser digerido dentro de la propia piel por estos pólipos verdes… ¡Oh, qué horror! — muy bajo repitió—: ¡Tengo miedo!

La reconfortamos como mejor pudimos. Pero al llegar al pueblo vimos que no era la única. El tren de mineral de hierro estaba parado, y el maquinista hablaba con un granjero.

— Tú —decía este último—, tú te ríes. Con tu cabina bien cerrada, asunto listo. Pero nosotros, antes que uno no ha desatado a los bueyes y entrado en un refugio, tiene tiempo de estar muerto diez veces. La sirena ya puede tocar, toca siempre demasiado tarde. Te aseguro que cada vez que voy al campo hago mis oraciones. No estoy tranquilo más que en casa. ¡Y aún!

Oímos no pocas conversaciones de este estilo, aquel día. Algunos elementos de la fábrica, que no obstante trabajaban a cubierto, flaqueaban. Si las hidras llegan a atacar cada día no sé cómo hubiéramos terminado. Afortunadamente, antes de la gran batalla, no hicieron más incursiones, y poco a poco la tensión de los espíritus se relajó, hasta el punto que debimos castigar a algún observador negligente.

III — LA EXPLORACIÓN

Por aquel tiempo ultimé mi proyecto de exploración, a la vez que me di cuenta de que quería a Martina. Cada noche subíamos juntos a casa de mi tío para la cena. Miguel nos acompañaba, pero la mayoría de las veces se adelantaba. Yo confiaba a Martina mis proyectos, y ella se manifestaba como una excelente consejera. De esta forma nos comunicábamos nuestros puntos de vista sobre los respectivos trabajos, y poco a poco llegamos al intercambio de recuerdos personales. Me enteré entonces de que era huérfana desde los tres años, y Miguel la había educado. Como él era astrónomo, y como ella estaba, asimismo, muy bien dotada para las ciencias exactas, la había animado en este sentido. Por mi parte, yo había tenido la suerte, como primo hermano de Bernardo Verillae, de conocer a los miembros de la primera expedición Tierra-Marte, y le puede suministrar sobre ellos muchos detalles inéditos. Había sido incluso fotografiado por un periodista entusiasta, entre Bernardo y Segismundo Olsson, como el «miembro más joven de la expedición», lo que me valió muchas bromas en la Facultad. En cambio, cuando se trató de incluirme a bordo, para el segundo «raid», yo rehusé, en parte, con el fin de no afligir a mi madre, aún viva en aquel tiempo, lo que era honorable, y en parte por simple miedo, lo cual lo era menos. Encontré los periódicos de la época en la biblioteca de mi tío y enseñé a Martina la famosa fotografía. Ella me mostró otro cliché, que reproducía los asistentes a una conferencia del jefe de la misión, Pablo Bernadac. Con un ligero trazo a lápiz, encuadró en la quinta fila a un joven y a una muchacha.

— Miguel y yo. Tuvimos, en su calidad de astrónomo, un buen lugar. ¡Para mí fue una jornada gloriosa!

— Quizá me encontré contigo aquel día — dije—. Yo ayudaba a Bernardo a pasar los clichés en el aparato de proyección.

Con el auxilio de una lupa, pude reconocer el rostro de Martina, un poco aniñado.

Así charlábamos, noche tras noche. Un día en que Miguel nos aguardaba en el dintel de la puerta, llegamos cogidos de la mano. Cómicamente él colocó las suyas sobre nuestras cabezas.

—¡Mis queridos hijos, en tanto que jefe de familia, os doy mi bendición!

Nos contemplamos, incómodos.

— Y bien. ¿Me habré equivocado?

A un tiempo, contestamos:

— Pregúntaselo a Martina.

— Pregúntaselo a Juan.

Los tres rompimos a reír.

Al día siguiente, habiendo meditado concienzudamente mis proyectos, expuse al Consejo mi plan de exploración.

—¿Puede usted — pregunté a Estranges— transformar un camión en una especie de tanque ligero, blindado en duraluminio y armado de una ametralladora? Servirá para explorar una parte de la superficie de Telus.

—¿Es necesario? — dijo Luis.

— Ciertamente. No ignoras que nuestros recursos son bastante precarios y la bolsa mineral de hierro es apenas suficiente para dos años, sin forzarla demasiado. La llanura y los pantanos que nos rodean son muy poco propicios para el descubrimiento de yacimientos metalíferos. Sería necesario ir hacia las montañas. Quizá allí encontraríamos también árboles suficientes para proporcionarnos madera de construcción, sin que tengamos que destruir los bosques que nos quedan, de los que, por cierto, no estamos sobrados. Quizá allí descubriríamos animales útiles, hulla. ¿Quién sabe? Quizá también un lugar sin hidras. Es poco probable que se alejen de las marismas.