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—¿Cuánto gas-oil piensas gastar?

—¿Qué consume el mejor camión?

— Veintidós litros los cien. Cargado, y en terreno desigual, puede llegar a treinta.

— Supongamos que me llevo 1.200 litros. Esto me proporciona un radio de acción de 2.000 kilómetros. No me alejaré tanto, pero hay que contar con los zigzags.

—¿Cuántos hombres te hacen falta?

— Siete, contándome a mí. Pienso tomar a Beltaire, a quien he enseñado a reconocer los principales minerales. Miguel, si quiere venir.

—¡Seguro! Me apunto. Al fin haré astronomía «sobre el terreno».

— Tú me serás útil, especialmente para marcar el lugar con los datos topográficos. Por lo que respecta a los otros miembros, ya veré.

El proyecto fue adoptado por unanimidad, excepto un voto, el de Charnier. Al día siguiente, Estranges puso a los obreros manos a la obra para transformar el camión convenientemente. Se escogió un camión con dobles ruedas traseras, se reemplazaron los cristales demasiado frágiles por placas de plexiglás, provenientes de las reservas del Observatorio. El sistema de cierre de las puertas fue reforzado con planchas de duraluminio, pudiéndose, en caso necesario, obstruir las ventanas. Se comunicó la plataforma con la cabina de conducción siendo aquélla alargada y transformada en habitación. Los arcos de acero fueron recubiertos de espesas planchas de duraluminio. Una cúpula superior albergó una ametralladora de 20 mm., cuya abertura se obtenía por un sistema de pedales. Debíamos llevar, además: 30 cohetes de 1 m. 10 cm., de largo alcance, dos fusiles ametralladores y cuatro fusiles de repetición. La ametralladora fue aprovisionada con 800 cartuchos, los fusiles ametralladores con 600 y los fusiles de repetición con 400. Seis bidones suplementarios de 200 litros contenían nuestro gas-oil. Seis literas superpuestas en dos series de tres, una pequeña mesa plegable, unas cajas llenas de víveres, utilizables al mismo tiempo como sillas; instrumentos explosivos, útiles, un bidón de agua potable, un pequeño aparato de radio emisor-receptor, acababan de obstruir el reducido espacio desde el interior hasta el techo. El habitáculo estaba iluminado por dos bombillas y tres ventanas obturables. Unos disparadores permitían tirar desde el interior. En el techo, alrededor de la cúpula, se colocaron seis neumáticos nuevos. El motor fue enteramente revisado, y así tuve a mi disposición un vehículo temible, bien armado, capaz de desafiar a las hidras, poseyendo, en carburante, una autonomía de 4.000 kilómetros, y en víveres, de veinticinco días. En los ensayos por carretera obtuvimos fácilmente una media de 60 km. hora, En terreno desigual no se podía contar por encima de los 30.

Al mismo tiempo, me ocupé de la composición del equipo. Debía comprender:

Jefe de misión y geólogo: Juan Bournat.

Jefe de campo: Breffort.

Zoólogo y botánico: Vandal.

Navegante: Miguel Sauvage.

Examen de terrenos y minerales: Beltaire.

Mecánico y radio: Pablo Schoffer.

Este último, antiguo mecánico aviador, era un amigo de Luis.

No sabía cómo escoger el último expedicionario. Hubiera llegado gustosamente a Massacre, pero su presencia era igualmente indispensable en el pueblo. Dejé mi lista incompleta encima de la mesa. Cuando regresé la encontré concluida, con la atrevida letra de Martina:

Cocinero y enfermero: Martina Sauvege.

A pesar de todos mis ruegos y los de su hermano, fue imposible disuadirla. Como era robusta, valiente y excelente tiradora, no me molestó excesivamente tener que ceder. Por otra parte, yo estaba convencido de que nuestro «tanque» nos ofrecía un máximo de seguridad.

Realizamos nuestros últimos preparativos. Cada cual colocó como pudo algunos libros u objetos personales que quería llevarse. Tomamos posición de nuestra litera. ¡Había más de 60 cm. de separación entre ellas! Martina tomó la más alta a la derecha, yo la más alta a la izquierda. Yo tenía debajo a Vandal y a Breffort, y ella a Miguel y a Beltaire. Schoeffer debía acostarse en la banqueta del conductor, siendo la cabina lo suficientemente larga para sus 1 m. 60 cm. Instalamos además un ventilador, por causa de la temperatura, que prometía ser agobiante. Una trampa se abría a un lado de la cúpula, lo que permitía subir al techo. Pero, al menor peligro, todo el mundo debía entrar inmediatamente.

Cada uno tomó su lugar, una mañana, al alba azul. Yo empuñé el volante, con Miguel y Martina a mi lado. Vandal, Breffort y Schoeffer subieron al techo. Beltaire estaba en el puesto ametrallador, en la torre, en comunicación conmigo por teléfono. Me había asegurado de que cada uno de nosotros, Martina inclusive, era capaz de conducir, tirar con la ametralladora y reparar las averías más frecuentes. Después de haber estrechado la mano de nuestros amigos y abrazado a mi tío y a mi hermano, puse el motor en marcha. Rodamos en dirección al castillo. En la torre, Beltaire agitó largo tiempo la mano, en respuesta al pañuelo de Ida. Yo estaba exultante y feliz, cantando a plena voz. Sobrepasamos las ruinas, bordeamos la vía férrea y por la nueva carretera que habíamos construido — una pista, mejor— llegamos a la mina de hierro. Tuve la satisfacción de encontrar a los observadores en sus puestos. Algunos obreros iban y venían antes de comenzar el trabajo, otros tomaban un bocado. Cambiamos signos amistosos. Después empezamos a rodar en la llanura, entre las hierbas telurianas, Al principio, de trecho en trecho, vimos algunas plantas terrestres. Desaparecieron pronto. Una hora más tarde sobrepasamos las últimas huellas de mis reconocimientos Y nos adentramos en lo desconocido.

Un ligero viento del Oeste ondulaba la vegetación que pasaba bajo el camión con un suave rumor. El suelo era firme y muy llano. La sabana gris se extendía hasta el infinito. Algunas nubes blancas — nubes «ordinarias», hizo notar Miguel— flotaban hacia el Sur.

—¿En qué dirección vamos? — preguntó Miguel, que había dispuesto sobre una pequeña repisa los instrumentos de que precisaba para su cometido de navegante. Aunque inverso, con respecto al de la Tierra — la punta del compás que en la Tierra indicaba el Norte, apunta aquí al Sur—, el magnetismo de Telus es constante, y nuestras brújulas funcionaban perfectamente.

— Primero recto. Al Sur, después al Sudeste. Con ello rodearemos la marisma. Al menos así lo espero. Después hacia las montañas.

Al mediodía hicimos alto. Tomamos nuestra primera comida «a la sombra del camión», dijo Pablo, sombra apenas existente. Afortunadamente, soplaba un suave viento. Mientras bebíamos alegremente un vaso de buen vino, las hierbas ondularon, y una enorme «víbora» apareció. Sin dudarlo un momento, marchó recta y hundió sus mandíbulas en el neumático izquierdo delantero, que emitió el silbido característico.

—¡Santo Dios! — exclamó Pablo, que saltó hacia el camión, saliendo con un hacha. Perseguido por los «¡no la descuartices!» de Vandal, asestó a la bestia un golpe tan furioso que la partió en dos y el hierro del hacha se hundió en el suelo hasta la empuñadura. Nos moríamos de risa.

— No sé si habrá encontrado esta presa jugosa — dijo Miguel, esforzándose en abrirle las mandíbulas.

Fue necesario emplear una pinza. Desmontado el neumático, nos encontramos con que los jugos digestivos del animal eran tan poderosos que la cámara estaba disuelta y el caucho corroído.

— Mis excusas — dijo Miguel, volviéndose hacia los restos del animal—. ¡Creo que habría podido comer el caucho!

De nuevo en marcha, rodamos a 25 ó 30 de promedio. Cuando atardeció, todavía estaba yo al volante, habíamos hecho 300 km., y unos picos situados a la izquierda nos habían convencido de que la marisma continuaba. No fue hasta el cabo de tres horas del día siguiente, después de una buena noche, cuando pudimos cambiar de dirección sin haber encontrado otra cosa que hierbas grises, raros arbolillos y algún barranco que tuvimos que evitar. A lo lejos se perfilaban las montañas hacia las que marchábamos. Poco antes de las diez el tiempo cambió, y al mediodía la lluvia tamborileaba sobre los cascos de duraluminio. Comimos, prietos en el interior. La lluvia era tan violenta que dificultaba la visión, y decidí detenernos hasta que cesara. Entreabrimos las ventanas para dejar pasar el fresco, y los unos estirados en las literas y los demás montados en la mesa, estuvimos discutiendo. Yo estaba en una postura intermedia, alargado en la banqueta delantera, con Miguel y su hermana a mi lado, sentados en el dintel de la puerta de comunicación. Miguel y yo fumábamos nuestras pipas, y los demás cigarrillos. Gracias a Dios o al azar, había plantas de tabaco en el pueblo, además de una abundante provisión, y habíamos podido plantarlas. ¡Al abrigo de las incursiones de los inspectores de la Tabacalera!