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La lluvia duró diecisiete horas. Cuando nos despertamos persistía aún, aunque más débilmente, y los turnos de guardia afirmaron que no había cesado un instante. Toda la llanura estaba cubierta por una película de agua, absorbida lentamente por el humus. Cuando Miguel lo puso en marcha, el camión resbaló antes de avanzar. Al finalizar el tercer día, habiendo recorrido 650 kilómetros, llegamos cerca de las montañas. Las colinas, orientadas SO-NO, reducían el horizonte, y entre dos de ellas yo haría un descubrimiento capital. Era de noche. Nos habíamos detenido al pie de un montículo rojizo, donde la vegetación permitía ver una tierra desnuda, arcillosa. Llevando mi arma, me había alejado un poco. Vagabundeando, vigilando el cielo de vez en cuando, reflexionaba. Me preguntaba si las leyes de la Geología terrestre eran aplicables a Telus. Acababa de decidirme por la afirmativa, cuando noté que desde algún tiempo experimentaba una sensación indefinible, pero conocida. Me detuve. Estaba delante de un pequeña marisma oleosa, donde la vegetación era muy pobre, apenas unos manchones amarillentos rodeados de irisados reflejos. Tuve un sobresalto: ¡aquello olía a petróleo!

Me acerqué. Unas burbujas negras subían a la superficie, por una pequeña grieta. Se inflamaron sin dificultad, lo cual no demostraba nada, pues podía tratarse de simple gas. Pero, ¿y las irisaciones? Según las apariencias, allí había un yacimiento petrolífero, probablemente a poca profundidad. Estudié el paraje con detención. La capa arcillosa que cubría la colina era substituida aquí por una roca negruzca, pizarrosa. A unos cien metros, esta roca tropezaba con una galga de calcáreo blanco. Todas las apariencias de una fisura. El petróleo podía remontar merced a esta fisura, en cuyo caso era probable que el yacimiento se perdiese. O bien permanecía próximo a la superficie. De todas maneras, había petróleo en Telus, y encontraríamos la manera de explotarlo.

Anotamos cuidadosamente aquel lugar en nuestro itinerario, y rodeamos por el Sur una cadena de montañas — sería mejor llamarlas altas colinas, pues no sobrepasaban los 800 metros de altura—. Eran elevaciones calcáreas, poco erosionadas, probablemente jóvenes. En un bloque desmoronado descubrí una concha fósil, muy parecida a un braquiópodo terrestre. Todos los seres de Telus no estaban, pues — no habían estado—, tan absolutamente desprovistos de armazón como las hidras. La vegetación continuaba igualmente monótona: hierbas grises y «árboles» verde grises. Durante los estacionamientos, Vandal transformaba la mesa en laboratorio, y el microtomo no dejaba de funcionar. Pero hasta el momento no había logrado ningún descubrimiento sensacional. Las células de las plantas eran análogas a las de los vegetales terrestres, aunque a menudo polinucleadas. Estas plantas no tenían inflorescencias, sino unos granos semejantes a los de los pteridospermos de la era primaria de la Tierra.

Tan pronto como hubimos rodeado las colinas vimos a lo lejos una poderosa cadena de montañas, coronadas de picos nevados. El más alto era particularmente bello. Chocaba a la vista por su altitud enorme. Se levantaba negro como la noche bajo su sombrero de nieve, cónico, regular, cayendo recto sobre la llanura. Era probablemente volcánico. Lo bautizamos «Monte Tenebroso».

Rodamos recto hacia él. Miguel tomó algunos datos, y con un sencillo cálculo dedujo su altura. Susurró:

—¡Aproximadamente, unos 12 km. 700 m.!

—¡Doce kilómetros! Le lleva al Everest…

— Más de 3.000 metros.

—¿Qué ocurre que se distingue tan claramente el pico? Debería estar por encima de las nubes.

— Ocurre que no hay nubes. Son bastante raras en Telus. ¡Pero cuando llueve! ¡Acuérdate de anteayer!

— Y, sin embargo, debe llover más a menudo de lo que crees. ¡Esta vegetación no vive sin agua!

Antes de llegar al pie del pico topamos con un difícil obstáculo. El suelo comenzó a descender. Y en el fondo de un amplio valle avistamos un río. Estaba rodeado de una vegetación dendriforme, que se mostró más cercana a los árboles terrestres que todo lo que nosotros conocíamos hasta aquel momento. Existían incluso inflorescencias que Vandal comparó con los conos de determinados gimnospermos.

¿Cómo atravesar el río? No era muy ancho — unos 200 metros—, pero rápido y profundo. Las aguas eran negras. En recuerdo de mi país natal, lo bauticé «Dordoña». Parecía poco probable que unas aguas tan rápidas pudieran convenir a las hidras, pero tomamos nuestras precauciones. Remontamos la corriente, con la esperanza de encontrar un vado más fácil. Por la noche nos pareció llegar al manantial. El río parecía saltar de un acantilado. No fue fácil pasar el camión por la especie de puente que formaba este paraje rocoso: estaba obstruido por la vegetación y bloques de piedra, y cortado por las torrenteras. Río abajo, por la otra orilla, seguimos hacia el «Monte Tenebroso». Por una ilusión óptica, nos había parecido que formaba parte de la cadena de montañas. En realidad, se levantaba mucho antes, como una gigantesca mesa recubierta de lava negra, basalto y otras rocas. Ello nos pareció la prueba de un cambio reciente en el origen profundo del magma expelido por el volcán, pues las lavas, fluidas, no tenían un relieve escarpado. Grandes coladas de obsidiana jalonaban la base. Cerca de una de ellas realicé un sorprendente hallazgo: en un montón de tasquiles encontré una punta finamente tallada, en forma de hoja de laurel, totalmente análoga a las que nuestros antepasados fabricaron en la Tierra a lo largo de la época solutrense.

IV—LOS SSWIS

En un aparte con Vandal, Miguel y Breffort, les mostré mi hallazgo.

—¿Estás seguro — preguntó Miguel— que no puede ser un juego de la naturaleza?

— En modo alguno. Considera la forma general, los retoques. Es exactamente la réplica de una punta solutrense.

— O de algunas piezas, igualmente en obsidiana, provenientes de América, que hubieras podido contemplar en el Museo del Hombre, de haberlo frecuentado — añadió Breffort.

— Por tanto — repuso Miguel—, es forzoso admitir que existen hombres en Telus.

— No necesariamente — dijo Vandal—. La inteligencia puede florecer bajo formas distintas de la nuestra. Hasta el momento, la fauna teluriana no tiene nada de terrestre.

— Cierto. El que mi primo y sus compañeros hayan encontrado humanoides en Marte, no es razón para que deban existir aquí también.

—¿No podría tratarse — repuso Miguel— de terrestres como nosotros, que no teniendo a su disposición nuestros medios, hayan retrocedido a la Edad de Piedra?

— No lo creo. En la Tierra conocía a muy pocos hombres capaces de tallar la piedra a la manera prehistórica. Y puedes creerme, la fabricación de semejante pieza supone una habilidad que no se adquiere más que por un entrenamiento de muchos años. ¡De todas maneras, abramos los ojos y pongamos al corriente a los demás!