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Así se hizo. Mandé revisar los faros y el reflector conectado en la cúpula móvil. Para hacer frente a cualquier eventualidad se dobló la guardia de noche y yo tomé el primer turno con Miguel. Subió a la torre y yo me coloqué delante en la banqueta, y por un disparador pasé el cañón de un fusil ametrallador. Con los cargadores dispuestos, aguardé. Al cabo de un momento llamé a Miguel por teléfono.

— Es mejor que nos hablemos de vez en cuando; esto nos impedirá dormirnos. Si quieres fumar tu pipa, procura que la lumbre de tu encendedor no se filtre fuera.

— De acuerdo. Si observo alguna cosa, te lo advierto en seguida, y…

Ahora, muy cerca, retumbó un extraño y poderoso grito. Parecía un berrido gutural, que terminó por un silbido horrible que crispaba los nervios. Tuve una extraña impresión de rigidez. Los saurios gigantes del secundario deberían tener unas voces de este tipo. ¿Estábamos en una región poblada de tiranosauros? Miguel me susurró por el micro:

—¿Has oído?

— Claro que sí.

—¿Qué diablos puede ser? ¿Alumbro?

—¡No, por Dios! ¡Cállate!

El extraño grito se oyó de nuevo, más cercano aún. Detrás de una barrera de árboles vi, a la pálida luz de Selenio, una cosa enorme que se movía. Con el aliento entrecortado, puse un cargador en la ametralladora. El ruido que produjo me pareció ensordecedor. Con un ligero chirrido, la torre volteó. Sin duda, Miguel lo había visto también y apuntaba su arma. En el nuevo silencio pude oír los ronquidos de Vandal. ¡Debían estar muy fatigados todos para no haber despertado con estos gritos! Cuando me estaba preguntando si no era menester tocar la campana de combate, la forma se desplegó y salió de detrás de los árboles. Con tan poca luz, sólo entreví un dorso dentado, unas patas gordas y gruesas, una cabeza cornuda, chata, muy larga. En su marcha una cosa curiosa me llamó la atención: ¡El animal tenía seis patas! Debía medir 25 ó 30 metros de largo y 5 ó 6 metros de alto. Con el dedo tanteaba el seguro comprobando que mi arma estuviera dispuesta para el tiro, pero no me atreví a colocar el índice en el gatillo, temiendo lanzar una ráfaga con el nerviosismo.

— Atención. Dispuesto, pero no dispares — dije. — ¿Pero qué es esta porquería? — ¡No lo sé! ¡Atención!

El monstruo se movía. Estaba avanzando hacia nosotros. Su cabeza llevaba unos cuernos enramar dos como los de un ciervo, y relucían bajo la luna. A poca velocidad, medio deslizándose, medio trepando, se fue hacia la sombra de la barrera de árboles y le perdí de vista. Fueron unos minutos terribles. Cuando reapareció, estaba más lejos y se fundió gradualmente en la noche. Un ¡Uf! me llegó por el teléfono. Yo contesté de la misma manera.

— Echa un vistazo — dije.

Por el chirrido de los pedales, comprendí que Miguel obedecía. De repente, escuché un ¡ah! apagado.

—¡Ven acá!

Subí por la escalera hasta cerca de Miguel, al otro lado de la ametralladora.

— Enfrente tuyo, lejos.

Al atardecer habíamos visto, en aquella dirección, un acantilado. Ahora parpadeaban unos puntos luminosos, que a veces ante algún obstáculo desaparecían.

—¡Fuego en las grutas! ¡Es allí donde viven los talladores de la obsidiana!

Permanecieron allí hipnotizados, observando de vez en cuando. Cuando, algunas horas más tarde, se levantó el sol rojo, estábamos allí todavía.

—¿Por qué no nos habéis despertado? — se lamentó Vandal—. ¡Pensar que no he visto a este animal!

— No es muy amable de vuestra parte — añadió Martina.

— Pensé en ello — dije—. Pero mientras el animal estuvo allí no quise producir la confusión de un despertar sobresaltado, y luego, pues se marchó. Ahora Miguel y yo varaos a dormir un poco. Vandal y Breffort, encargaros de la guardia. Es innecesario recomendaros que estéis alerta. No disparéis más que en el caso de absoluta necesidad. Tú, Carlos — dije a Breffort—, toma el otro fusil ametrallador y sube a la torre. No uses la ametralladora más que como último recurso. Las municiones son relativamente escasas. Pero, si es necesario, no te detengas. Prohibición absoluta de salir Despertadme cuando salga Helios.

¡No dormimos más que una hora! Unos disparos y la brusca partida del camión me despertaron. En un abrir y cerrar de ojos estuve fuera de la cama, recibiendo a Miguel aún medio desnudo, encima de mi cabeza. A través de la puerta de comunicación vi a Pablo al volante y la espalda de Vandal inclinada sobre un fusil ametrallador. Detrás, Beltaire, con el otro fusil ametrallador, observaba, la vista pegada en el disparadero. La torre giraba en todas direcciones y la ametralladora pesada disparaba a ráfagas de cuatro o cinco balas.

—¡Miguel, aprovisiona la ametralladora!

Pasé a la parte delantera.

—¿Qué ocurre! ¿Por qué estamos en ruta?

—¡Han prendido fuego en la hierba!

—¿Sobre quién disparáis?

— Sobre los que lo han encendido. ¡Mira, están allí!

A través de unas hierbas altas entreví una silueta vagamente humana que corría a toda marcha.

—¿Montados a caballo?

—¡No! ¡Centauros!

Como para confirmar la expresión que había usado Vandal, una de aquellas criaturas apareció a unos cien metros, sobre un cerro despoblado. A primera vista, evocaba claramente la leyenda: medía aproximadamente dos metros de alto, un cuerpo cuadrúpedo, con unas finas y largas piernas. Perpendicular a este cuerpo, crecía un torso casi humano, con dos largos brazos. La cabeza era calva. Un tegumento moreno relucía como una castaña de indias recién escabuchada. Aquel ser tenía en una mano un manojo de bastones. Cogió uno con su mano derecha, corrió hacia nosotros, y lo lanzó.

— Una azagaya — dije sorprendido.

El arma se clavó en el suelo, a unos metros, desapareciendo bajo las ruedas. Una exclamación de angustia llegó del fondo del camión:

—¡Más rápido, más rápido! ¡El fuego nos alcanza!

— Rodamos al máximo, 55 por hora — dije—. ¿Está lejos el fuego?

— A 300 metros solamente. ¡El viento lo empuja hacia nosotros!

Seguimos recto. Los «centauros» habían desaparecido.

—¿Qué ha ocurrido? — pregunté a Martina.

— Estábamos hablando del animal que habíais visto esta noche, cuando Breffort indicó a Vandal que habían aparecido unos cuerpos detrás nuestro. Apenas había dicho esto, cuando han aparecido un centenar de estos seres, que comenzaron a lanzarnos azagayas. Yo creo que algunos de ellos tienen incluso arcos. Respondimos al ataque y nos pusimos en marcha. Esto es todo.

— El fuego progresa — gritó Beltaire—. ¡Está a cien metros!

La humareda obscurecía, a nuestra derecha, el paisaje. Algunas chispas superaban al camión, encendiendo fuegos secundarios, que había que evitar. — Intenta forzar un poco, Pablo. — ¡Vamos a todo gas! Sesenta por hora. Y si un neumático revienta…

— Pues nos asaremos. ¡Pero aguantarán!

— A la izquierda, Pablo, a la izquierda — gritó Breffort ¡tierra seca!

Schoeffer viró, e instantes después rodábamos a través de una vasta y desnuda extensión de arcilla rojiza. Las montañas estaban cerca y Helios se levantaba. Consulté mi reloj; desde el momento en que me había acostado hasta aquel instante había pasado una hora y media.

Nuestra posición en aquel momento era buena. Nos encontrábamos sobre una superficie desolada, de varios kilómetros de circunferencia probablemente. Con nuestro armamento intacto éramos temibles. Desde nuestro camión no peligrábamos, exceptuados los neumáticos, ni por flechas ni azagayas. Poco a poco el fuego rodeó nuestro islote de salvación y nos sobrepasó por la izquierda. Delante corrían toda una serie de bestias curiosas. Vandal descendió a tierra y capturó a unas cuantas. Muy variadas en formas y tallas — desde la de una musaraña a la de un perro grande—, presentaban todas ellas un carácter común, la presencia de seis patas. El número de ojos oscilaba entre tres y seis.