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A nuestra derecha, el fuego, encontrando quizá una vegetación más húmeda, se detuvo. A la izquierda nos había desbordado ligeramente. Alcanzó un racimo de árboles, que crepitaron y se inflamaron con violencia, como si estuvieran impregnados de bencina. Se oyó un rugido terrorífico. Una forma enorme salió de entre los árboles abrasados y cargó derecho hacia nosotros a gran velocidad. Se trataba del animal de la noche, o de un hermano de raza, que debía tener su escondrijo en aquel bosquecillo. A unos 500 metros de nosotros, en tierra limpia, se detuvo. Con los prismáticos pude examinarle con detalle. Su forma general — exceptuadas las seis patas— era la de un dinosauro. El dorso dentado se prolongaba a través de una larga cola erizada. Su tegumento verde brillante era calloso. La cabeza, de unos tres o cuatro metros, estaba dotada de numerosos cuernos, dos de ellos ramificados; poseía tres ojos, dos laterales y uno frontal. Se volvió para restregarse una herida. Y pude ver unos dientes enormes, agudos, y una larga lengua rojiza en una enorme fauce violácea.

Después aparecieron diez «centauros» armados con arcos. Comenzaron a acribillar al monstruo con sus flechas. El animal se lanzó sobre ellos. Con una maravillosa presteza, lo sortearon; sus movimientos eran vivos y precisos y su velocidad sobrepasaba la de un caballo al galope, lo cual les era absolutamente necesario, por cuanto el monstruo desplegaba una ágil actividad, muy notable con relación a su peso. Todos nosotros observábamos aquella apasionante caza épica, dudando en intervenir. Hubiera resultado difícil disparar sin alcanzar a los propios cazadores, danzando en torno a su presa. Iba a ordenar ponernos en camino, cuando el drama se presentó. Uno de los «centauros» resbaló. La enorme mandíbula lo agarró, triturándole.

—¡Adelante! ¡Dispuestos para hacer fuego!

Avanzamos, a velocidad moderada, para poder maniobrar mejor. Por extraño que pueda parecer, no creo que los «centauros» hubieran notado nuestra presencia hasta que estuvimos a cien metros de ellos. Entonces nos vieron, y abandonaron inmediatamente el ataque del monstruo, reagrupándose de tres en tres. A medida que avanzábamos, ellos retrocedían, dejándonos frente a frente con el animal. Había que evitar a toda costa un choque con él, que nos hubiera aplastado.

—¡Fuego! — grité.

El monstruo cargaba sobre nosotros. Aunque acribillado por las balas y por los obuses perforantes, no se detuvo. Schoeffer, con un violento golpe de volante, ladeó a la izquierda. Me pareció que el animal resbalaba hacia la derecha, cuando con un golpe de cola magulló el blindaje. Volviéndose inmediatamente, la ametralladora continuó disparando. La bestia quiso regresar hacia, nosotros, tropezó y se detuvo inmóvil, muerta. A distancia los «centauros» observaban.

El monstruo ya no rebullía. Con la metralleta al puño, bajé del camión con Miguel y Vandal. Martina quiso venir, pero yo se lo prohibí. Con razón. Apenas pusimos pie a tierra, que ya los «centauros» cargaban sobre nosotros, acompañándose de gritos sibilantes: «¡SSwis! ¡SSwis!» Un fusil ametrallador crepitó, callándose en seguida, atascado quizá. La ametralladora disparó por dos veces. Ya los asaltantes estaban sobre nosotros. Nuestras ráfagas fueron más eficaces. Tres «centauros», muertos, rodaron por tierra; dos más, heridos, huyeron. Una lluvia de flechas cayó a nuestro alrededor, fallando. Después aquello fue el cuerpo a cuerpo. Con nuestras ametralladoras descargadas, empuñamos las pistolas. Apenas tenía yo la mía en la mano, cuando me sentí apresado y arrastrado por la espalda. Había sido agarrado por unos brazos poderosos contra un torso oleoso, del que se desprendía un acre olor de grasa rancia. Yo tenía los brazos aplastados contra el cuerpo y mi pistola en la mano izquierda. Pude oír unos disparos, sin que pudiera revolverme. La tierra seca resonaba bajo los pies de mi atacante.

Me di cuenta de que si no me desprendía rápidamente estaba perdido. Una treintena de «centauros» acudían a la ayuda. Con un violento esfuerzo pude debilitar el abrazo de mi enemigo, volverme y soltar mi brazo derecho. Hice pasar mi pistola a la mano derecha y disparé cinco balas en la cabeza del ser que me estaba arrastrando. Rodé por tierra, maltrecho, casi desvanecido. Cuando me levanté, los demás no estaban más allá de trescientos metros, y el camión llegaba a toda velocidad, con las armas calladas. Me puse a correr hacia él sin grandes esperanzas de escapar. Estaba anegado de un líquido anaranjado y viscoso, la sangre del «centauro». Oía cada vez más cercano el galope de mis perseguidores. Mi respiración se entrecortó. Me dolía el costado. Por la abertura de la torre vi a Miguel hacerme signos con el brazo.

— Demasiado tarde — pensé—. ¿Por qué no disparan? — De repente lo comprendí: no podían tirar, sin riesgo de alcanzarme. Brutalmente, me lancé al suelo, volviéndome en la dirección del enemigo. Tenía todavía tres balas en mi arma. Apenas estuve en tierra cuando los primeros obuses silbaron sobre mi cabeza, alcanzando a una docena de enemigos. Se asustaron, deteniéndose. No obstante, dos de ellos continuaron hacia mí; yo les derribé a unos cien metros. Con un chirrido de los frenos, el camión se detuvo muy cerca, con la puerta abierta. Salté al interior. Un bandazo de flechas tecleó contra la puerta, rayando el plexiglás de la ventanilla. Uno de los proyectiles pasó a través de un disparadero, clavándose, vibrátil, en un respaldo. Nuestro fuego contestó y los sobrevivientes huyeron. Eramos dueños del campo de batalla. Miguel descendió de la torre.

—¡Bien, muchacho, de buena has escapado! ¿Por qué diablos no te has agachado antes?

—¡Si crees que estuve pensando! ¿No hubo desperfectos?

— Vandal ha recibido una flecha en el brazo, en mitad del alboroto. No será nada…, si no está envenenada. Breffort ha examinado la punta. Y asegura que no.

—¡Vaya seres infernales!

—¿Adonde vamos ahora?

— Volvamos a ver al Goliat que hemos abatido.

Miguel, Vandal y yo descendimos por segunda vez para examinar al monstruo, así como los cadáveres de los «centauros» que habían quedado en el primer campo de batalla. Según Vandal, la coraza del Goliat, como llamábamos al monstruo, era de una materia semejante a la quitina de los insectos terrestres, aunque distinta. En todo caso, era muy dura, y antes de conseguir arrancar uno de los cuernos ramificados, que Vandal quería llevarse, mellamos una sierra para metales. Fotografiamos al animal y a los «centauros» muertos. Teníamos todavía algunos carretes de mi «Leica», que usábamos con parsimonia.

Son realmente unos seres extraños estos «centauros», o como los llamamos con motivo de su grito — y todavía les denominamos hoy— «Sswis». Un cuerpo casi cilíndrico, cuatro patas finas, con unas pezuñas duras y pequeñas, y una cola callosa y corta. En la parte anterior, este cuerpo se acaba bruscamente, ofreciendo un torso casi humano, con dos largos brazos que terminan en unas manos de seis dedos opuestos e iguales por pares. La cabeza esférica, calva, desprovista de aparato auditivo externo — que es substituido por una membrana colocada en una concavidad—, posee tres ojos de un gris pálido, el mayor de los cuales está situado en la frente. Una boca amplia con unos dientes agudos, de reptil. La nariz larga, muelle, bailando como una trompa, cae sobre la boca. Vandal disecó sumariamente a uno de ellos. El cerebro es complicado y voluminoso, protegido por una cápsula quitinoide. El armazón óseo está mineralizado, pero es flexible. Aunque distintos, son mucho más próximos a nosotros que las hidras. Algunos cadáveres estaban más calientes. El torso no encerraba más que dos vastos pulmones, análogos a los nuestros, aunque más simples; el corazón con cuatro cavidades y el estómago. Las demás vísceras se albergan en la parte horizontal del cuerpo. La sangre, espesa, era de un color naranja.