— Son unos seres que estamos forzados a llamar humanos — dijo al fin Vandal—. Conocen el fuego, tallan la piedra, fabrican arcos. Son inteligentes en definitiva. ¡Qué lástima haber entrado en relación con ellos de esta forma!
Nos marchamos, no sin antes haber observado que además de sus armas — un arco o jabalinas con puntas de obsidiana finamente talladas— los Sswis llevaban alrededor de la parte vertical del cuerpo, una especie de cinturón de fibras vegetales artísticamente trenzadas, que sostenía unas pequeñas bolsas de la misma naturaleza, llenos de objetos de obsidiana, que recordaban notablemente los útiles de nuestro Paleolítico Superior humano.
Escogimos, para pasar la noche, una extensión de terreno completamente desprovisto de vegetación. Estos curiosos espacios desnudos eran bastante frecuentes, y me convencí de que eran debidos a la naturaleza del suelo, una especie de laterita completamente estéril. Sea cual fuera la causa, servía a nuestros designios. Detuvimos el camión en lo alto de una elevada pendiente, como precaución a una posible falla en la puesta en marcha del motor. Todas las precauciones fueron inútiles. La noche transcurrió sin alarma alguna, turbada apenas por el grito lejano de un Goliat. No obstante, por la mañana, Miguel me despertó con una cara preocupada.
— Mira — me dijo, enseñándome el barómetro.
Este marcaba exactamente 76 centímetros de mercurio, en lugar de los 91 que nos son habituales.
— Tengo la impresión de que vamos a disfrutar, dentro de poco, de un tiempo divertido.
—¿Estás seguro de que no es debido a la altura?
— Ayer noche señalaba 90.
Me llevó hasta el cristal de la izquierda.
— Mira las montañas.
Los «Montes desconocidos» desaparecían en la bruma. Al oeste, el cielo se cubría de unas nubes grises.
— No podemos permanecer aquí —decidí.
Adelante. Es necesario encontrar un refugio natural.
Pablo tomó el volante. Al instalarse, observó el horizonte y dejó escapar un silbido significativo.
—¡Contra! ¡No he visto nada igual después de aquel fregado en el Atlántico Sur!
El sector oeste aparecía de un gris plúmbeo, siniestro. Producía un contraste sorprendente, el sol naciente brillando con todo su esplendor y este tinte espantoso que ascendía con rapidez por el cielo.
— A la izquierda — dije—. A mayor elevación de las tierras, menos habremos de temer una inundación.
Marchamos hacia el Sudoeste, a través de la llanura desierta. Las nubes casi habían alcanzado el cénit. De súbito, cayeron las primeras gotas de lluvia, grandes y sonoras. El viento, que en lo alto arrastraba las nubes, era nulo a ras de suelo. Hacía un calor agobiante. Dejando a Miguel al lado del conductor, subí seguido de Martina a la torre, desde donde esperaba divisar un refugio. Con el objeto de acercarnos más aprisa a las montañas, derivamos de lleno hacia el Sur y luego al Sudeste. El sol ascendía lentamente. La lluvia, poco nutrida, persistía. La tempestad se desencadenaba al Oeste, con un rumor opaco. Estábamos llegando a un acantilado, que bajo aquella luz, cada vez más lívida, me parecía cuajado de cuevas. Aún nos faltaban dos buenos kilómetros. De repente, se desencadenó la tempestad. El viento alcanzó el camión, desviándolo. Pablo soltó una exclamación, a la vez que con un golpe de volante nos restablecía en nuestra dirección. La lluvia arreció, las flechas líquidas eran barridas por el viento, y el acantilado aparecía más lejano o próximo según la dirección del viento que separaba o precipitaba el telón de la lluvia. Retumbó un trueno con un ruido ensordecedor. La oscuridad era casi total, iluminada de vez en cuando por brillantes relámpagos de un violeta deslumbrante. Tuve que llevar la ametralladora al interior y cerrar el portillo. Muy pronto hubo que hacerse comprender a gritos, por causa del continuo fragor.
El camión avanzaba con dificultad. El suelo, viscoso, no ofrecía resistencia a los neumáticos, que resbalaban. El viento no era continuo, pero soplaba por ráfagas bruscas, dificultando la conducción. No podíamos sobrepasar sin peligro los diez kilómetros por hora. Los relámpagos parecían palpitar durante largos minutos; después aquello se convirtió en un espectáculo fantasmal de luz y tinieblas, de donde emergía y desaparecía a mi lado el rostro pálido y un poco asustado de Martina.
Cuando me agachaba, veía bajo mis pies el interior del camión. Sobre la mesa, Breffort escribía el diario de a bordo, y Vandal ponía en limpio sus anotaciones. No pude descubrir a Beltaire. Vi, al fin, una pierna colgar de la litera. Cuando alzaba la cabeza, el universo, por contraste con la calma del exterior, parecía aún más desencadenado. El viento y la lluvia arreciaban. Los relámpagos mostraban la capota y el techo chorreando, como si salieran del mar. La antena vibraba, tirante, con peligro de quebrarse. En el intervalo que dejaban los truenos percibí un agudo canto.
— Y bien — grité—, es una señora tempestad.
— Es magnífico — respondió Martina.
Era realmente un espectáculo magnífico, aunque pavoroso. Con anterioridad, en la Tierra, había sido sorprendido por tempestades en la montaña, pero jamás había visto nada que pudiera compararse a esto en violencia y belleza. Cayó un rayo, a 200 metros escasos, y yo grité a Migueclass="underline"
—¿Qué hace el barómetro?
—¡Todavía baja!
—¡Estamos llegando! Veo varios refugios. ¡Encended los faros.
El acantilado estaba muy cerca. Estuvimos rondando durante dos o tres minutos antes de encontrar una abertura capaz de albergar el camión, y de fácil acceso. Temiendo un nuevo encuentro con los Sswis — o con un Goliat—, dispuse la ametralladora en batería, y un soplo de aire frío y húmedo penetró con el rumor de la lluvia. La cueva estaba vacía, y muy pronto el camión estuvo en terreno seco, protegido por más de treinta metros de roca. Lo situamos de cara al exterior y descendimos. Beltaire, a quien le tocaba por turno, permaneció en la ametralladora. La cueva medía unos cincuenta metros de largo por veinte de alto y veinticinco de profundidad. El agua resbalaba por la bóveda formando goteras. No obstante el suelo estaba seco, gracias a los salientes de la roca, que hacían las veces de cornisas. En un rincón, cenizas, útiles de obsidiana y residuos de hueso, testimoniaban la reciente presencia de los Sswis. Por tanto, era menester vigilar. Encontramos también, cuidadosamente guardados en una anfractuosidad, bloques de obsidiana y reservas de madera seca. Quizá fuera una imprudencia, pero encendimos fuego detrás del camión. Tomamos cerca de él nuestra comida del mediodía, y las latas vacías de conserva aumentaron el montón de basura dejado por los Sswis.
— Me pregunto qué cara pondrán nuestros amigos los «centauros» cuando encuentren estos curiosos recipientes — dije.
— Especialmente si observan las ilustraciones — añadió Miguel.
Un bote de salchicha llevaba una efigie policromada de la «Tía Irma», representación de una opulenta cocinera.
— Van a llevarse una pobre impresión de nuestro arte — intervino Martina.
Nos hablábamos a gritos, para dominar el ruido tempestuoso de las aguas.
Con Beltaire, relevado por Miguel, y Breffort, abrimos una pequeña zanja para escrutar el suelo de la cabaña. Quería saber si había sido habitado en otras épocas. Nuestro trabajo se vio recompensado por el descubrimiento, en la tierra arenosa, de dos capas de cenizas y residuos, cada una de ellas de un espesor de veinte centímetros. Las dos nos mostraron labores idénticas; distintas por lo que pudimos apreciar de las que realizaban los Sswis actuales. Eran más primarias; talladas solamente por una sola cara, y no en forma de hojas de laurel. Encontramos también el esqueleto de un Sswis bien conservado, pero no pudimos comprobar si había sido voluntariamente amortajado. Descubrimos igualmente una buena cantidad de variados esqueletos, algunos de los cuales podían haber pertenecido a los Goliats.