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Tres de estos animales, de una envergadura relativamente pequeña — no pasaban de unos diez metros de largo— vinieron a hacernos una visita al atardecer. Con muy poca amabilidad nos negamos a recibirles, mandándoles de nuevo bajo la lluvia. Insistieron, disparamos derribando a uno, y los demás huyeron.

La lluvia, con ciertas intermitencias, duró seis días. No pudiendo hacer nada más, los dedicamos a nuestras búsquedas. Ahondé en mi zanja. En vez de la arena de las capas superiores, me encontré con lechos de escombros calcáreos formados en un clima distinto, bastante más frío. Telus debió haber conocido, como la Tierra, períodos de glaciar, y me propuse buscar en las montañas antiguas pellizas protectoras. Subimos al camión con una buena cantidad de huesos y piedras talladas, germen de un futuro museo.

Al tercer día, por la mañana, el sol se levantó en un cielo despejado. Sin embargo, era menester aguardar. La tierra baja estaba encharcada, y la lluvia la había convertido en un barrizal. Afortunadamente se levantó un fuerte viento, que aceleró la evaporación. Aprovechamos este forzado reposo para ponernos en comunicación, por radio, con el Consejo. Establecimos contacto. Fue mi tío quien respondió. Le comuniqué el descubrimiento de la existencia de los Sswis, y los indicios de petróleo. Por su parte me dijo que desde hacía unos días las hidras volaban con frecuencia sobre el territorio, sin atacar. Las granadas habían abatido a más de cincuenta. Advertí rápidamente al Consejo que íbamos a marchar aún un poco más hacia el Sudoeste, para regresar después. El camión estaba en buen estado, nos quedaba más de la mitad del carburante y las municiones y los víveres eran aún abundantes. Habíamos recorrido 1.070 kilómetros.

Cuando el suelo fue lo bastante seco, partimos. Poco después encontramos otro río, que yo llamé «Vecera». Menos importante que el Dordoña, se encogía, a trechos, hasta unos cincuenta metros. El problema de atravesarlo era difícil, pues sus aguas, agitadas por el reciente temporal, corrían rápidas y profundas. No obstante debíamos franquearlo, pero en unas condiciones que producían escalofríos.

Siguiendo su curso nos encontramos con una catarata. El Vecera se precipitaba desde más de treinta metros de alto. El examen de los alrededores me hizo pensar en una falla del terreno, que se traducía en la topografía, además del salto de agua, por un acantilado. Tuvimos la suerte de encontrar a unos kilómetros una pendiente practicable para nuestro vehículo, y volvimos perpendicularmente al río, justamente encima de la catarata. Nos preguntábamos qué hacer para franquearla. Entonces, una idea,» audaz y horripilante, germinó en el cerebro de Miguel. Indicándome una amplia roca plana que emergía, a diez metros de la orilla, y otras más que llegaban hasta el otro borde, espaciadas de cinco a seis metros, me dijo:

— Aquí tienes los sillares del puente. No falta más que colocar la pasarela.

Le miré, aturdido.

—¿Con qué?

— Por aquí hay árboles de diez a veinte metros de alto. Tenemos hachas, clavos y cuerdas. Algunos arbustos son bastante flexibles para servir de lianas.

—¿No crees que es un poco arriesgado?

—¿Y nuestra expedición, no lo es?

— Bien, consultemos a los demás.

Breffort opinó que la cosa era factible.

—¡Hace falta valor, ciertamente, pero cosas peores hemos hecho!

Con la protección del camión, con Vandal en la ametralladora y Martina al volante, nos convertimos en leñadores. Los troncos abatidos, limpios y groseramente igualados, fueron arrastrados por el camión a unos cincuenta metros más allá del salto.

Se trataba de alcanzar con los extremos la primera roca. Estaba buscando la manera, cuando vi a Miguel desnudarse.

—¿No pensarás ir a nado?

— Si. Atadme con una cuerda. Voy a lanzarme aquí y dejarme derivar hasta la roca.

—¡Estás loco! ¡Vas a ahogarte!

— No te asustes. He sido campeón universitario de los 100 metros en 58» 4. Rápido, antes de que me Vea mi hermana. Estoy seguro de mi mismo, pero no es necesario proporcionarle emociones inútiles.

Ya en el agua, nadó vigorosamente, hacia el centro, hacia unos diez metros de la orilla. Después, se dejó llevar. Breffort y yo sosteníamos el extremo de la cuerda que le ataba por la cintura. A pocos metros de la roca, luchó enérgicamente con la corriente, que le aspiraba hacia la sima. Sin embargo, y sin gran esfuerzo, logró agarrarse. Se izó con una sacudida.

—¡Brrr! Está fría — vociferó, a causa del estrépito del agua—. ¡Ligad el tronco por un extremo de mi cuerda, y el otro con una cuerda que aguantaréis vosotros! ¡Esto es! ¡Ahora, lanzadlo al agua! ¡Sostenedlo, no lo dejéis escapar!

El enorme tablón se estrelló en punta contra la roca. El otro extremo, que nosotros agarrábamos, roía el ribazo. Lo levantamos con dificultad. Después Pablo, Breffort y yo atravesamos; Pablo y yo a caballo del madero y las piernas en el agua; Breffort de pie, a cinco metros de la catarata. Tenía, nos dijo, horror de mojarse los pies. Fijamos un extremo del árbol sobre la roca, con ganchos de acero. Habíamos puesto la primera viga de nuestro puente.

Recomenzamos la maniobra para la segunda. Al atardecer habíamos colocado tres. El crepúsculo interrumpió nuestros esfuerzos. Yo estaba fatigado, Miguel y Pablo deshechos; en cambio, Breffort se encontraba relativamente fresco. Tomé la primera guardia con él hasta medianoche. La segunda Vandal y Beltaire, y la tercera Martina sola, después del alba. Por la mañana volvimos al trabajo. Al fin, todas las vigas fueron colocadas en su lugar, y pudimos pisar el suelo de la otra orilla. Precisamos de cuatro días para situar la pasarela. Era sumamente pintoresca. Hacía un tiempo excelente, fresco. La luz era joven y viva, incluso en el crepúsculo. Estábamos alegres. El último día, durante la comida, destapé dos o tres viejas botellas, lo cual extremó el optimismo. Estábamos en los postres, comiendo sobre la hierba gris, lejos del camión, cuando nos cayó encima una bandada de flechas. Afortunadamente, nadie resultó herido, pero en cambio fue alcanzado un neumático. Yo tenía un fusil ametrallador a mi lado y me eché al suelo. Lancé un fuego de infierno en la dirección de las flechas: una hilera de árboles a unos cuarenta metros. Tuve la satisfacción de ver cómo un buen número de Sswis, que salieron de allí, estaban heridos. El ataque acabó en seguida. No tan alegres — pues hubiéramos podido perecer todos— terminamos rápidamente la pasarela, y el camión, pilotado prudentemente por Pablo, se puso sobre el puente. No hubo jamás ingeniero, después de haber construido el mayor viaducto del mundo, que estuviera tan orgulloso de sí mismo como nosotros al desembarcar en la otra orilla… ¡Ni tan aliviado!

Llegó la noche sin más incidencias. Antes de ponerse el sol, escogí la ruta del día siguiente. Marcharíamos de lleno al Sur, hacia una montaña que, aunque de mucha menor altura que el Monte Tenebroso, alcanzaba los 3.000 metros. A medianoche, mientras montaba la guardia, divisé un punto luminoso cerca de la cumbre. ¿Era un volcán? La luz se apagó. Al encenderse de nuevo, algo más baja, comprendí su significado. ¡Era una señal de fuego! Me volví. Detrás del Vecera, en las colinas, brillaba otro fuego. Inquieto, comuniqué mis observaciones a Miguel, que me reemplazó.

— Es realmente molesto. Si los Sswis hacen una movilización general nos encontraremos en una mala situación, a pesar de nuestro superior armamento. ¿Has observado que no temen a las armas de fuego? Y nuestras municiones no son inagotables.

— Sin embargo, insisto en que hay que llegar hasta este «Monte-señal». Solamente en la montaña, o cerca de ella, encontraremos mineral. Haremos un «raid» rápido.