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Por la mañana, antes de ponernos en marcha, tuvimos que cambiar el neumático, atravesado la víspera por una flecha, y cuya hendidura aumentaba. Una vez ya en ruta — el sol subía insensiblemente— el terreno se onduló, cortado por pequeños arroyos, que franqueamos penosamente. En una pequeña hondonada advertí en un roquizal algunos filones verduscos. Se trataba de la garnierita, un buen mineral de níquel. El valle se reveló de una prodigiosa riqueza minera, y, por la noche, tenía muestras de níquel, cromo, cobalto, manganeso y hierro, al igual que, cosa inestimable, excelente hulla que afloraba en espesas vetas.

— Es aquí que estableceremos nuestro centro metalúrgico — dije.

— Hay los Sswis — objetó Pablo.

— Haremos como los americanos en los tiempos heroicos. El suelo parece fértil. Si es preciso combatiremos, mientras cultivamos la tierra y explotamos las minas. De todas maneras, desde el segundo día de nuestro viaje no hemos visto más hidras. Esto compensa lo otro.

— De acuerdo — dijo Miguel—. ¡Hurra por «Cobalt City»! La dificultad radicará en transportar todo nuestro material aquí.

— Todo llegará. Primero, será menester explotar el petróleo, y esto no será fácil.

Viramos al Norte, y después al Oeste. A 60 kilómetros de allí descubrí un yacimiento de bauxita. — Decididamente esta región es el paraíso de los buscadores — dijo Martina.

— Tenemos suerte. Esperemos que dure — respondí, pensando en otra cosa.

Toda la mañana me estaba preguntando si no sería posible concertar una alianza con los Sswis, o al menos con algunos de ellos. Era probable que si existían varias tribus, se hicieran la guerra. Podríamos aprovechar estas rivalidades. Era cuestión de entrar en contacto de otra forma que no fuera a escopetazos.

— Si tenemos que combatir a los Sswis — dije en voz alta—, necesitaríamos al menos un prisionero.

—¿Por qué? —preguntó Pablo.

— Para aprender su lengua o enseñarle la nuestra. Esto podría servirnos.

—¿Creéis que vale la pena arriesgar nuestras vidas? — preguntó Vandal, que evidentemente no deseaba otra cosa.

Expuse mi plan. El azar sirvió a mis designios. Al día siguiente tuvimos que detenernos a causa de una avería, poco después de nuestra partida. Mientras Pablo la estaba reparando, asistimos a una escaramuza entre tres Sswis rojos y morenos, de la especie que ya conocíamos y otros diez más pequeños, de una epidermis negra y reluciente. A pesar de una defensa heroica que costó la vida a cinco de los atacantes, los rojos sucumbieron bajo el número. Los vencedores se dispusieron, ignorando nuestra presencia, a despedazarlos. Con una batida del fusil ametrallador les puse en fuga, dejando tres muertos. Atravesé la vegetación que disimulaba nuestra presencia. Uno de los Sswis rojos, que vivía aún, intentó huir. Cayó de nuevo: tenía cinco flechas clavadas en los miembros.

—¡Intente salvarlo, Vandal!

— Haré todo lo posible. Pero mi conocimiento de su anatomía es muy rudimentario. Sin embargo — continuó después de un examen—, las heridas me parecen leves.

El Sswis estaba inmóvil, con los tres ojos cerrados. Únicamente la dilatación rítmica de su pecho nos indicaba que vivía. Vandal se dispuso a extraer las flechas con la ayuda de Breffort, quien antes do especializarse en antropología había sido estudiante de Medicina.

— No me atrevo a anestesiarlo. No sé si lo resistiría.

Durante la operación el Sswis no se movió. Solamente de vez en cuando se estremecía. Breffort limpió las heridas que se tiñeron de amarillo. Lo transportamos al camión. No pesaba mucho — quizá unos 70 kilos, comentó Miguel—. Le preparamos una especie de diván, con hierbas y mantas. Mientras lo transportamos permaneció con los ojos cerrados. Reparada la avería, partimos de nuevo. Al roncar el motor, el Sswis se agitó horrorizado y habló por primera vez. Eran unas sílabas sonoras, ricas en consonantes y labiodentales curiosamente rítmicas. Quiso incorporarse y tuvimos que aguantarle tres a la vez, tanta era su fuerza. Su carne daba la impresión de dureza y flexibilidad. Poco a poco se calmó. Le soltamos, y yo, sentándome cerca de la puerta, tomé algunas notas para mi diario personal. Tuve sed y me serví un vaso de agua. Me volví, al oír una apagada exclamación de Vandal; semiincorporado, el Sswis me tendió una mano.

— Quiere beber — dijo Vandal.

Le tendí el vaso. Lo observó un instante con desconfianza. Intenté un experimento. Vertí un poco más y dije:

— Agua.

Con una agilidad de espíritu sorprendente, me comprendió en seguida, y repitió:

— Agua.

Le mostré un vaso vacío.

— Vaso.

— Vaso — repitió.

Bebí un sorbo y dije:

— Beber.

— Beber — repitió él.

Me acosté en la litera. Simulé un profundo sueño, y dije:

— Dormir.

«Tormir» — dijo él, deformando la palabra.

Me señalé a mí mismo.

— Yo.

— Vzlik. — E imitó el gesto.

Quedé un poco confuso. ¿Quería darme una traducción de «yo» o se trataba de su nombre? Me incliné en favor de la segunda hipótesis. Debía pensar que me llamaba «Yo».

Entonces, queriendo llevar la experiencia más lejos, dije:

— Vzlik dormir.

— Agua beber — repuso.

Estábamos estupefactos. Este ser mostraba una inteligencia extraordinaria. Se bebió un vaso de agua que le serví. Hubiera continuado la lección, si Vandal no hubiera hecho observar que el Sswis estaba herido, y probablemente agotado. De hecho, él mismo dijo:

— Vzlik tormir — adormeciéndose poco después.

Vandal exultaba:

— Con la capacidad que tienen, pronto podremos enseñarles nuestras técnicas.

— Calma — dije—…¡Y dentro de cincuenta años se nos van a echar encima a tiros! Pero realmente nos serían muy útiles si pudiéramos pactar con ellos.

— A fin de cuentas — intervino Vandal— le hemos salvado la vida.

— Después de haber muerto no pocos individuos de su raza, quizá de su propia tribu.

—¡Nos habían atacado!

— Estábamos en su territorio. Si quieren la guerra nos encontraremos, mutatis mutandis en la situación de Cortés, si los aztecas no hubieran temido a sus armas ni a sus caballos. ¡En fin, cuidémosle bien! Representa una oportunidad que no podemos desperdiciar.

Pasé delante. Miguel conducía. Martina estaba a mi lado.

—¿Tú qué piensas, Martina?

— Que son terriblemente inteligentes.

— Esta es mi opinión. Pero por otra parte me siento aliviado. No somos ya los únicos seres pensantes de este mundo.

— A mí me da igual — dijo Martina—. No son hombres.

— Evidentemente. ¿Qué opinas, Miguel?

— No lo sé. Hay que esperar. A la izquierda tenemos otra cortina de árboles. Probablemente un río que atravesar.

— Por la derecha también. Se unen. Esto permite suponer una confluencia.

Nos encontrábamos, efectivamente, sobre una lengua de tierra, entre dos ríos. El de la izquierda, nuevo para nosotros, fue denominado el Dron. El de la derecha ¿era el Vecena o el Dordoña? A causa de su anchura, me incliné por la segunda hipótesis: trescientos metros, como mínimo. Parecía profundo. Las aguas bajaban perezosamente, grises y opacas. La noche se avecinaba.

— Acamparemos aquí. El lugar es fácil de defender.

— Puede también considerarse como una trampa — dijo Breffort.

— En efecto — añadió Vandal—, no hay salida alguna.

— Una fuerza capaz de cortarnos la retirada lo sería también para destruirnos. Aquí no habrá más que un lado para vigilar, lo cual, si llega el caso, nos permitirá concentrar el fuego de nuestras armas. Mañana estudiaremos las posibilidades de atravesar.