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Aquella noche permanece en mi recuerdo como la más tranquila de nuestra expedición, al menos en su primera parte. Cenamos sobre la hierba antes de ocultarse el sol. El tiempo era apacible. Si no hubiéramos guardado las armas a nuestro lado, y sin la extraña silueta del Sswis podíamos creernos en la Tierra, en un camping. Como en nuestro planeta natal, el Sol, antes de desaparecer, desplegó su fantasía en oro, púrpura y ámbar. Algunas nubes rosas, muy altas, vagaban perezosamente en el cielo. Todos, Vzlik incluido, habíamos comido con excelente apetito. Sus heridas estaban en vías de curación. Particularmente, pareció apreciar los bizcochos y el buey asado; en cambio quiso probar el vino, y lo devolvió asqueado.

— No parece tener por él la afición de nuestros salvajes — observó Vandal.

El sol se ocultó. Las tres lunas, reunidas en el cielo daban luz suficiente para poder leer. Con una lona de la tienda, arrollada como un colchón, me estiré en el suelo con los ojos perdidos en las constelaciones que nos eran ya familiares. El cielo era mucho más rico en estrellas que el de la Tierra. Con la pipa encendida, dejé volar mi imaginación, escuchando distraído la lección de francés que Vandal y Breffort daban al Sswis. Martina se acostó a mi izquierda y Vandal a mi derecha. Beltaire y Schoeffer, que habían descubierto su coincidente pasión por el ajedrez, jugaban en un tablero dibujado sobre un cartón y unas piezas que ellos mismos habían tallado.

Un poco adormecido, atraje la cabeza de Martina sobre mi brazo. Oía vagamente la voz silbante del Sswis repitiendo las palabras, las jugadas espaciadas de los jugadores de ajedrez y también los ronquidos de Miguel.

Resonaron unos ronquidos. Me levanté. A vinos metros, un numeroso grupo de animales, iba a beber. Sin alcanzar el tamaño de los Goliats, tenían sus buenos ocho metros de largo por cuatro de alto. Un hocico muy alargado y colgante, la curvatura de su dorso, la corta cola y, a pesar de su número, unas patas macizas sugerían, como sus gritos, a los elefantes. Se alinearon en la orilla y bebieron, plegando las patas delanteras. Vandal le señaló con el dedo, adoptando de cara al Sswis una actitud interrogativa.

«Assek» — dijo éste. Después, abriendo la boca, hizo el gesto de masticar.

— Imagino que quiere decirnos que son buenos para comer — dijo el biólogo.

Estuvimos contemplando como bebían. El espectáculo, bajo la luz de las lunas, era espléndido. Pensé que el destino me había ofrecido lo que había soñado a menudo, en la calma del laboratorio, la visión de las grandes energías primitivas. Martina observaba también, emocionada. Le oí susurrar: —Una tierra virgen…

Los animales se marcharon. Pasaron unos minutos.

—¿Quién es éste? — preguntó de repente Beltaire, abandonando por primera vez su ajedrez.

Me volví hacia el punto indicado. Una curiosa silueta paseaba por una colina. Por su andar poderoso, contenido, felino, parecía una fiera. De talla pequeña — quizá 1,50 m. de alto— daba la impresión de una extraordinaria fuerza. Lo mostré al Sswis. Al momento se puso a hablar excitado, presa de una febril agitación. Al ver que no le comprendíamos, simuló disparar su arco, a la par que señalaba nuestras armas, diciendo:

—¡Bisir! ¡Bisir!

De su mímica saqué la conclusión de que el animal era peligroso. Sin prisas — la fiera estaba aún a doscientos metros— coloqué un cargador en mi fusil ametrallador. Lo que ocurrió entonces, fue de una rapidez inconcebible. El animal saltó, o, mejor dicho, pareció volar. Del primer salto franqueó treinta y cinco metros, y ya se elevaba de nuevo derecho sobre nosotros. Martina gritó. Los demás se levantaron precipitadamente. Le disparé una ráfaga al azar, fallando mi objetivo. La fiera se preparó para un tercer salto. Cerca de mí crepitó otro fusil ametrallador. Disparé de nuevo sin éxito, vaciando el cargador. Miguel, que estaba a mi lado, lo cambió en seguida.

—¡Al camión, rápido! — grité, prosiguiendo el luego.

Entreví a Beltaire y a Vandal llevando a Sswis.

—¡Cuidado, Miguel!

Una ráfaga rasante de proyectiles de 20 mm. pasó encima nuestro, en la dirección del monstruo. Debieron alcanzarle, pues se detuvo. Estaba solo en tierra. Salté hacia el camión, cerrando la puerta trasera. Miguel me tomó el fusil ametrallador de las manos, y pasó el cañón por la rendija. Las cápsulas vacías tintineaban sobre el suelo. Observé el interior. Todos estaban allí, salvo Martina.

—¡Martina!

— Aquí —contestó entre dos ráfagas de la ametralladora.

Miguel retrocedió precipitadamente.

—¡Agarraos! — exclamó.

Un choque terrible sacudió el camión. Las lonas crujieron, abombándose hacia el interior. Fui proyectado sobre Vandal, recibiendo a mi vez sobre las costillas los 85 kilos de Miguel. La tabla inferior vaciló, y por un momento creí que nuestro refugio iba a volcar. La ametralladora se había callado y la electricidad apagado. Miguel, penosamente, se levantó y encendió una pila portátil.

—¡Martina! — gritó.

— Estoy aquí. Esto ha terminado, venid. La puerta trasera está bloqueada.

El cadáver del animal yacía contra el camión. Había recibido veintiún disparos de la ametralladora, cinco de ellos explosivos, y debió morir en pleno salto. La cabeza destrozada ofrecía un aspecto horrible, con brechas de treinta centímetros.

—¿Qué ha ocurrido? Tú has sido la única que lo has visto.

— Muy sencillo. Cuando tú entraste el último, el animal se había detenido. Le disparé copiosamente. Entonces saltó. Me encontré abajo de la escalerilla. Volví a trepar y le vi, muerto, contra el camión.

Vzlik se arrastró hasta la puerta.

— Vzlik — dijo—. Después fingió que disparaba un arco y mostró dos dedos.

—¿Qué? ¿Pretende haber muerto a dos de estos animales con sus flechas?

— No es del todo imposible, especialmente si las flechas han sido aliñadas con un veneno lo bastante fuerte — replicó Breffort.

—¡Pero si no emplean veneno! Por suerte, claro, pues si no Vandal quizá no estaría aquí.

— Puede ser que únicamente envenenen las flechas de caza. Existen tribus en la Tierra que consideran desleal el empleo de veneno para la guerra.

— Y bien — dijo Beltaire con un pie sobre el monstruo derribado—, me parece que si hay muchos como éste por «Cobalt City» tendremos algunas molestias. Aquí quisiera ver a nuestros cazadores de tigres. ¡Qué saltos y qué vitalidad! Esto sin mencionar los dientes y las garras — continuó, examinando las patas.

— No deben brillar precisamente por su inteligencia — dijo Vandal—. Me pregunto cómo puede caber un cerebro en este cráneo deprimido.

— Tú lo decías hace un momento — susurré a Martina—: una tierra virgen, con sus atractivos… y sus riesgos. A propósito, tengo que felicitarte por tu puntería con la ametralladora.

— Traslada el cumplido a Miguel, que fue quien me hizo practicar so pretexto de que siempre es útil, aunque no sea más que para educar los nervios.

— Nunca pude imaginar que tuvieras que utilizarlo en estas circunstancias — dijo sonriendo.

V — EL REGRESO

Al día siguiente por la mañana, después de una corta y tranquila noche roja, decidimos atravesar el río. Construimos una gran balsa, lo que nos llevó seis días enteros, durante los cuales vimos numerosos animales, pero ninguna fiera. Probamos por primera vez la carne teluriana. Un pequeño animal, una especie de miniatura de los «elefantes» de la primera noche, nos suministró el asado. Comimos muy poco, y con aprensión, por si la carne fuera tóxica o simplemente inasimilable para nosotros. Su gusto nos recordó el de la ternera, quizás algo dura. Vzlik, ya casi restablecido, comió con glotonería. No hubo trastornos digestivos y hasta el regreso a la zona de las hidras variamos un poco nuestra minuta, siempre en pequeñas cantidades. En cambio, no nos atrevimos a probar los frutos de los árboles que derribamos para la fabricación de la balsa, y con los que el Sswis se deleitaba. Su vocabulario comenzaba a permitirle expresar ideas simples.