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La travesía tuvo efecto sin dificultad. Recuperamos las cuerdas y los clavos que habíamos empleado en la balsa, y después descendimos durante dos días a lo largo del río, el cual tan pronto se agrandaba formando estancamientos casi lacustres, como corría por entre las colinas. Observé que permanecía siempre manso y profundo. Sus orillas hormigueaban de vida. Divisamos bandas sucesivas de «elefantes», de Goliats aislados o por parejas, y de otras numerosas formas gigantes o minúsculas. Por dos veces vimos de lejos a los «Tigrosauros». Este nombre sacado por Beltaire para la fiera que nos había atacado fue adoptado a pesar de las protestas de Vandal, quien, muy atinadamente, hizo observar que no tenía nada del tigre ni del saurio. Pero, como observó Miguel, lo esencial era entenderse, y en el fondo poco importaba que el nombre vulgar del animal fuera el de Tigrosauro, Leviatán o Tartempión…

Las aguas albergaban múltiples formas acuáticas, de las cuales ninguna se acercó lo bastante a la orilla para que pudiéramos verla con claridad. Cuando se aproximaba la noche del segundo día, llovió. Rodábamos por la llanura, con hileras de árboles a lo largo de los ríos y riachuelos. La temperatura, que durante el mediodía se acercaba a los 35° a la sombra, refrescaba por la noche descendiendo a 10 grados.

Al alba del tercer día, después de una noche agitada por causa de los rugidos de los Goliats, divisamos una columna de humo, lejos al Sur, al otro lado del Dordoña. ¿Campamento Sswis o fuego entre la maleza? El terreno volvióse accidentado, unas colinas bajas nos obligaban a dar rodeos. Cuando hubimos rebasado la última de ellas, el aire se penetró de un perfume acre y violento, como el del Atlántico.

— El mar está próximo — dijo Beltaire.

Pronto lo señaló de lo alto de la torre. Instantes después todos lo vimos, verde y agitado. El viento soplaba del Oeste, y las olas desencadenaban crestas de espuma. La costa era rocosa, pero algunos kilómetros al Sur, el Dordoña terminaba en un estuario arenoso.

Nos detuvimos en una playa de guijarros, a pocos metros de las olas. Vandal saltó a tierra y comenzó a explorar este paraíso de los biólogos que es una costa marina. En los aguazales una fauna inédita, algunas formas que parecían cercanas a las terrestres, otras totalmente distintas. Descubrimos algunas conchas vacías, que parecían enormes pectens, o, como decíamos en la Tierra, conchas de Santiago. Algunas medían más de tres, metros. Otras, mucho más pequeñas, estaban aún pegadas a las rocas. Miguel, con dificultad, arrancó una y la llevó a Vandal. El animal se manifestó más próximo de los branquiópodos terrestres que de los moluscos lamelibranquios. Lejos, en el mar, apareció un dorso negro entre dos olas, después se zambulló.

— Tengo ganas de bañarme — dijo Martina.

— No — decidí—. Quién sabe qué monstruos habitan estas orillas. Es demasiado atrevido.

Mientras tanto, detrás de un promontorio, Schoeffer descubrió una gran balsa de más de cien pies de largo y unos seis de profundidad. Un agua transparente descubría un fondo de cantos rodados. Allí vivían únicamente algunas pequeñas algas y conchas. Disfrutamos como niños. Mientras Vandal montaba la guardia con la ametralladora, yo organicé una carrera. Miguel, nadador incomparable, ganó cómodamente, seguido por Martina, Schoeffer y Breffort. Yo fui el penúltimo, ganando a Beltaire por una cabeza escasa. Descubrí, después, un pedrusco esférico de unos cinco kilos, con lo cual me desquité con facilidad en el lanzamiento del peso.

Vzlik nos había observado. Se lanzó, a su vez, al agua. Apenas utilizaba sus miembros, nadando por ondulaciones de su cuerpo totalmente extendido. En mi opinión, podía dar diez buenos metros de ventaja a Miguel en la travesía del estanque. Relevé a Vandal, quien partió inmediatamente para hacer una amplia provisión de formas animales y vegetales. Después continuamos nuestra ruta hacia el Norte. Seguimos la costa a unos cien metros al interior. El terreno ofrecía bastantes dificultades. Una serie de viejos anticlinales erosionados terminaban en punta de lanza en el mar. Tres horas y media después de nuestra partida, volvimos a encontrar las marismas y las hidras. Eran obscuras, de pequeño tamaño, no sobrepasando los cincuenta centímetros. No nos atacaron. Continuamos la marisma por el Este. Al declinar el día, alcanzamos el final, y torcimos de nuevo hacia el Oeste. La costa era, ahora, arenosa y baja. Contrariamente a nuestra costumbre, rodamos a la luz de las lunas sobre un terreno ideal a cincuenta por hora. Poco antes del alba roja, la costa tornóse caótica de nuevo, y otra vez tuvimos que adentrarnos hacia el interior. Fue así como descubrimos el lago. Lo abordamos por la orilla baja en el Sudoeste. Por el Este, estaba a cubierto de una cadena de colinas. Una abundante vegetación lo envolvía en un círculo sombrío. Por su superficie, bajo la luz lunar, corrían pequeñas olas fosforescentes. El espectáculo era suave y apacible, casi irreal. Temiendo que no albergara las hidras entre sus aguas — no supimos hasta más tarde que estos animales necesitan para su desarrollo de las charcas pantanosas—, no nos acercamos. Durante cerca de un kilómetro nos deslizamos sobre un desierto.

Cedí la guardia a Miguel, y me fui a dormir. Estaba fatigado, y me figuré que no había reposado más que unos segundos. No obstante, cuando abrí los ojos, el alba azul penetraba por la ventana.

Miguel estaba inclinado sobre mí, con un dedo apoyado en los labios. Despertó a su hermana sin hacer el menor ruido.

Al salir se nos escapó un grito de admiración. El lago era de un azul profundo, un azul de glaciar, engarzado en un marco de oro y púrpura. Las rocas del río eran de un rojo magnífico y la vegetación, los árboles y las hierbas de un color que oscilaba entre el metal brillante y el oro viejo. Apenas si aquí y allá apuntaba la verde hojarasca. Al Este, las colinas aparecían aún bruñidas por Helios.

— Es hermoso — dije.

— Es un lago magnífico — dijo Martina—. Jamás vi nada semejante.

— El lago mágico. Sería un bonito nombre — dijo Miguel.

— Así quedará —decidí—. Despertemos a los demás.

Seguimos el lago todo el día. La superficie ondulaba dulcemente bajo la brisa marina. A poca distancia de su extremidad norte, pero separado de él por una poderosa barrera rocosa, encontramos otra marisma que comunicaba con el mar. Mientras dábamos la vuelta, decidí entrar en contacto con el Consejo. Al propio tiempo, Breffort señaló la presencia de las hidras. Eran de la especie pequeña y reducida, y muy numerosas. Inmediatamente, un verdadero enjambre rodeó al camión, sin intentar el ataque, y contentándose con seguirnos. Después de haberlas observado un momento intenté comunicar por radio con el Consejo. Fue imposible y no porque el aparato permaneciera mudo. Jamás en toda mi vida había escuchado tal cantidad de silbidos, sonoridades y parásitos. No sabiendo a qué atribuir semejante resultado, renuncié momentáneamente a mis proyectos. Bruscamente, y en apariencia sin razón alguna, el enjambre de hidras obscuras cesó de acompañarnos.

Rodábamos noche y día. A la siguiente alba azul no estábamos más que a ciento cincuenta kilómetros del islote terrestre. No teníamos intención de llegar antes de la noche, pues yo deseaba examinar los alrededores inmediatos. De repente el Consejo nos llamó por radio y nos comunicó unas noticias que cambiaron completamente mis proyectos.

VI — LA BATALLA DE LAS HIDRAS

Nos llamaba Luis. Llevaban tres días en constante lucha con las hidras. La víspera habían muerto tres hombres y dos bueyes. Se dejaban caer en orden disperso, atacando a ras de suelo, donde las granadas no podían alcanzarlas. La situación era crítica.