—¿Cómo está usted? — me dijo, tendiéndome la mano.
Algo embobado, yo se la estreché. Esperaba encontrar una rata de laboratorio, con lentes y nariz puntiaguda. En cambio, allí estaba una muchacha bien formada, como una estatua griega, cabellos largos y tan negros como rubio era su hermano, la frente algo caída quizás, pero con unos ojos espléndidos gris-verde y un rostro de una regularidad desesperante, tanta era su perfección. No podía decirse que fuera bonita. No, era bella, más guapa que ninguna mujer que yo hubiera visto nunca.
Me estrechó familiarmente la mano y se enfrascó de nuevo en sus cálculos. Mi tío me llevó aparte.
— Veo que Martina ha causado impresión — bromeó—. No falla nunca. Imagino que se debe al contraste con este lugar. Y ahora excúsame, pero es necesario que termine el trabajo antes de cenar, para estar preparado para las observaciones de esta noche. Como ya sabes, carezco todavía de personal. Cenamos a las siete y media.
—¿Es importante este trabajo? — pregunté—. Miguel me ha informado de que ocurren extraños fenómenos…
—¡Extraños fenómenos! ¡Querrás decir que toda la Ciencia se va por los suelos! Escucha esto: ¡Andrómeda, a 18 grados de su posición normal! Una de dos: o bien esta nebulosa se ha desplazado, en cuyo caso, dado que anteayer estaba en su sitio, habría alcanzado una velocidad físicamente imposible: o bien — y ésta es mi opinión al igual que la de mis colegas de Monte Palomar— su luz ha sido desviada por algo que anteayer no estaba allí. Y no solamente la suya, sino la de las estrellas situadas en la misma dirección, la de Neptuno y quizá también… Existe una hipótesis, no del todo absurda; tú sabes, o mejor dicho, tú ignoras que la luz es desviada por los campos de gravitación intensa. Todo ocurre como si una enorme masa hubiera hecho su aparición entre nosotros y Andrómeda, en el interior del sistema solar. ¡Y esta masa es invisible! Parece una locura, un imposible, pero es cierto. — Bernardo me explicaba que a la vuelta de su última expedición…
—¿Le has visto? ¿Cuándo?
— Ayer.
—¿Qué día regresó?
— Anteayer por la noche, precisamente después de atravesar la órbita de Neptuno. Y me dijo que se habían desviado al regresar. — ¿Cuánto? ¿Y cómo?
— No se lo pregunté. Su visita fue una exhalación. Vendrá por aquí este verano.
—¡Este verano! ¡Conque este verano! Prepara un telegrama ordenándole que venga inmediatamente con sus compañeros y el diario de a bordo. El hijo del jardinero lo llevará a Telégrafos. ¡Esto puede ser la solución del enigma! ¡Este verano, tiene gracia! ¡Vamos, muévete! ¿Aún estás por aquí?
Me eclipsé y redacté el telegrama, que Benito llevó corriendo, al pueblo. Nunca sabré si Bernardo lo recibió.
Después me fui a la casa de mi tío, donde encontré a los invitados. Primero a Vandal, de quien yo había sido alumno cuando preparaba mi licenciatura: alto y encorvado, de plateada cabellera, aun cuando apenas contaba con cuarenta y cinco años. Me presentó a su amigo Massacre, pequeño y moreno, de gestos elocuentes, y a Breffort, de buena planta, huesudo y taciturno.
Puntualmente, a las siete y veinte, llegaron mi tío y su comitiva. Y a las siete y media estábamos en la mesa.
Exceptuando a mi tío y a Menard, visiblemente preocupado, todos estábamos alegres incluso Breffort, que nos explicó con ironía las dificultades que tuvo para evitar un matrimonio realmente honorífico, pero poco agradable, con Ona, la hija de un jefe de la Tierra de Fuego. Por mi parte, estaba fascinado a causa de Martina. Cuando estaba seria, su bello rostro reposaba como un mármol frío, pero cuando sonreía, sus ojos centelleaban, sacudía su abundante cabellera inclinando ligeramente la cabeza y, en verdad, que estaba aún más guapa.
No gocé mucho tiempo de su compañía aquella noche. A las 8.15 horas, mi tío se levantó y le hizo una seña. Salieron con Menard y, a través de la ventana, vi cómo se dirigían hacia el observatorio.
II — EL CATACLISMO
Pasamos a la terraza para tomar el cate. El atardecer era suave. El sol poniente enrojecía las elevadas montañas, sobre el Este. Miguel hablaba del descrédito en que habían caído los estudios de astronomía planetaria desde que, según su expresión, la misión Pablo Bernadac había iniciado la marcha «sobre el propio terreno». Después Vandal nos puso al corriente de los últimos hallazgos en biología. Se hizo de noche. Una media luna brillaba encima de las montañas, las estrellas centelleaban.
El relente nocturno nos forzó a entrar en el salón. Las luces estaban apagadas. Yo estaba sentado frente a la ventana, al lado de Miguel. Todos los detalles de este atardecer los tengo grabados, a pesar de los años, en mi memoria. Veía la cúpula del observatorio destacando a contra luz, flanqueada de pequeñas torres, albergue de las lentes accesorias. La conversación se había escindido en apartes, y yo hablaba con Miguel. Sin saber por qué, me sentía feliz y ligero. Tenía la impresión de pesar muy poco y estaba tan cómodo en mi sillón como un buen nadador en el agua.
En el observatorio, se iluminó una pequeña ventana, se apagó, volvió a iluminarse.
— El jefe necesita de mí —dijo Miguel—. Voy para allá.
Consultó su reloj fosforescente.
—¿Qué hora es? — le pregunté.
— Las 11.36 horas.
Se levantó y, ante su estupefacción y la nuestra, este sencillo gesto le proyectó contra el muro, a unos tres metros largos.
—¡Pero… si no peso nada!
Yo me levanté también y, a pesar de mis precauciones, me fui de cabeza contra la pared.
—¡Estamos apañados!
Aquello fue un concierto de exclamaciones de sorpresa. Durante unos instantes, revoloteamos por la sala como polvo barrido por el viento. Todos percibimos la misma sensación angustiosa, un vacío interior, un vértigo, la pérdida casi total del sentido del equilibrio. Agarrándome a los muebles, llegué hasta la ventana. ¡Parecía una pesadilla!
Las estrellas bailaban una zarabanda desenfrenada, como cuando se reflejan sobre una agitada ola. Palpitaban, se agigantaban, se apagaban, reaparecían, se deslizaban de un lugar para otro.
—¡Mirad! — grité.
— Es el fin del mundo — gimió Massacre.
— Realmente parece el fin — me susurró Miguel. Y noté cómo sus dedos se incrustaban en mi espalda.
Bajé los ojos, fatigados por el baile estelar.
—¡Las montañas!
¡Las cimas de las montañas desaparecían! Las más próximas estaban aún intactas, pero las del fondo a la izquierda habían sido cortadas limpiamente, como el tajo de un cuchillo en el queso. ¡Y aquello se precipitaba sobre nosotros!
—¡Mi hermana! — gritó Miguel con una voz ronca, y se abalanzó hacia la puerta.
Le vi trepar torpemente, a grandes zancadas de más de diez metros cada una, por el sendero del observatorio. Con el cerebro vacío, más allá del mismo miedo, yo registraba el progreso del fenómeno. Era como una gran navaja que se nos echaba encima, una navaja invisible, debajo de la cual todo desaparecía. ¡Aquello duró, quizás, veinte segundos! Oía las exclamaciones apagadas de mis compañeros. Vi a Miguel arrojarse dentro del Observatorio. ¡De repente, éste desapareció! Tuve tiempo justo para ver cómo unos centenares de metros más abajo, la montaña cortada a pico mostraba sus estratos como en un diagrama geológico, iluminada por una extraña y lívida luz, una luz de Otro Mundo. Instantes después, con un ruido ensordecedor, el cataclismo nos alcanzó. La casa osciló, me agarré a un mueble. La ventana estalló, como empujada desde el interior por una rodilla gigantesca. Fui aspirado hacia fuera, arrastrado por un viento de una potencia inconcebible, agitado con mis compañeros, rodando por la pendiente, chocando con las piedras y los arbustos, trastornado, medio asfixiado, sangrando copiosamente por la nariz. Al cabo de unos pocos segundos, aquello terminó. Me encontré 500 m. más abajo, en medio de cuerpos esparcidos, de restos de muebles, vidrios y tejas. El observatorio había reaparecido y parecía intacto. Era de día, un curioso día correcto, ocre. Levanté la vista, observé un astro solar, rojizo, lejano. Me zumbaban los oídos, tenía hinchada la rodilla izquierda y los ojos inyectados. El aire olía de una manera especial.