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Después emprendimos la limpieza de los tejados. Metódicamente, comenzamos por la plaza del pozo, que estuvo lista una hora después. Atacamos, entonces, la calle principal. Apenas hicimos los primeros disparos, todas las hidras se levantaron, como obedeciendo a una señal. Inmediatamente, aquello fue un alud de hombres y mujeres saliendo de las casas, armados de lanzagranadas. En los dos minutos siguientes, al menos se elevaron ciento cincuenta de ellas. El cielo estaba repleto de manchas verdes — las hidras— y negras — la explosión de las granadas—. Reagrupadas como una nube, muy alta, las hidras huyeron.

— He comprobado un hecho curioso — dijo Luis. Desde que llegaron las hidras, oía con mucha dificultad tus mensajes. Una algarabía formidable.

— Es curioso, yo observé algo similar, cuando estábamos rodeados por las pequeñas hidras obscuras — dije—. ¿Será que estos animales emiten ondas hertzianas? Esto podría explicar su extraordinaria precisión de movimientos. Habrá que hablar con Vandal.

El consejo se reunió la misma noche. Por causa de la muerte del señor cura y Charnier no éramos más que siete. Di cuenta de la misión y presenté a Vzlik, en presencia de los otros miembros de la expedición, que estaban allí a título consultivo. Luis nos puso entonces al corriente de los problemas que se habían planteado en nuestra ausencia, de los cuales el más grave era la nueva técnica de las hidras. Llegaban de noche y se emboscaban por entre la maleza, atacando a los paseantes. No se podía salir más que en grupos armados.

— Por radio tú nos has propuesto — añadió— emigrar hacia la región del Monte-Señal. No deseo nada mejor. Pero, ¿cómo? Si hay que hacer el trayecto en camión, nuestra reserva de combustible no será suficiente, y si hay que hacerlo a pie están las hidras y los Sswis… ¡Y debiéramos, además, abandonar nuestro material! Incluso con los camiones, no sé de qué forma podríamos transportar las locomotoras, las máquinas, utensilios, etcétera. — No es así cómo había proyectado la cosa. — ¿Cómo, entonces? ¿Quizá en avión? — No, en barco.

—¿Y de dónde lo sacarás este barco? — He pensado que Estranges podría hacernos los planos. No le pido un superdestructor de 30 nudos de velocidad. No, un carguero pequeño conviene mejor a nuestra empresa. Estamos cerca del mar. Por otra parte, hemos seguido el Dordoña desde un punto situado a doscientos kilómetros de Cobalt-City hasta su desembocadura. Es perfectamente navegable. Cada vez que pude verificar una sonda encontré más de diez metros. El mar parece tranquilo. A fin de cuentas, no sería más que un viaje de setecientos kilómetros escasos por mar y doscientos cincuenta por el río.

—¿Y cómo marchará este barco? — preguntó mi tío.

— Con un gran Diesel de la fábrica o una máquina de vapor. ¡Si tuviésemos material de sondeo para ver si el petróleo es profundo!

— Esto lo tenemos — dijo Estranges—. Todo el que haga falta, El material que se empleó en los sondeos de la segunda presa que debía construirse quedó depositado en la fábrica. Cuando se produjo el cataclismo, acababa de recibir una carta advirtiéndome que vendrían a llevárselo.

—¡Esto tiene más gracia que lo del Robinsón suizo! ¿Hasta qué profundidad se puede llegar con vuestras máquinas?

— Llegaron hasta 600 ó 700 metros.

—¡Caramba! ¡Esto es mucho para una presa!

— Tengo la impresión de que la compañía que los efectuó buscaba algo más. En fin, no podemos quejarnos. Además, tengo entre los obreros a tres hombres que, en otro tiempo, trabajaron en los petróleos de Aquitania.

— Mejor que mejor. A partir de mañana todos al trabajo. ¿Todo el mundo está de acuerdo en que abandonemos este lugar?

— Solicito una votación — dijo María Presles—. Comprendo que es difícil permanecer aquí, pero ir a un país con esta gente… — Designó el Sswis, que escuchaba silencioso.

— Me imagino que podremos entendernos con ellos — intervino Miguel—. Pero es mejor que votemos.

El resultado del escrutinio fue de dos votos en contra — María Presles y el maestro— y cinco votos a favor.

— Sabe usted, tío, no le garantizo que podamos trasladar el Observatorio — dijo—. Al menos inmediatamente.

— Lo sé, lo sé. Pero si nos quedamos aquí vamos a perecer todos.

CUARTA PARTE — LAS CIUDADES

I — EL ÉXODO

Unos días después partí en el «tanque», seguido por tres camiones cargados de material. Otro llevaba el carburante que tenía que accionar el motor de la perforadora. Nos pusimos inmediatamente al trabajo. Como había imaginado, la bolsa de petróleo no era muy profunda; la encontramos a 83 metros. Llenamos, no sin dificultad, un camión cisterna. En el pueblo se había instalado una rudimentaria refinería, que nos proporcionó un combustible de suficiente calidad. Permanecí ausente dos meses y medio. Vzlik, que había venido conmigo, hacía grandes progresos de francés, y yo hablaba con él como con un compatriota. Como explorador, me fue muy útil. Su resistencia era extraordinaria, y a toda marcha sobrepasada los 90 km. por hora. Todas las noches me ponía en contacto con el Consejo por radio. Los planos del barco estaban terminados e iniciada la ejecución de las piezas. En el pueblo llevaban una vida de infierno. Las incursiones de hidras eran continuas, difíciles de rechazar, y perdimos diecisiete hombres y una gran cantidad de ganado. Asimismo, teníamos noticias y cartas por medio de los conductores de los camiones-cisternas, los cuales maldecían todas las veces que era menester regresar a la zona terrestre.

Al cabo de un tiempo volví al pueblo con Vzlik, dejando la explotación bajo la dirección de un contramaestre. Muchas cosas habían cambiado durante mi ausencia. En los campos de labranza, como una orla, se habían construido refugios ligeros, pero sólidos, con el fin de llevar a término las faenas de la cosecha, sin demasiado riesgo. La fábrica producía grandes cantidades de raíles. No eran laminados— no teníamos laminadores de raíles—, sino moldeados. Eran algo primarios, pero bastaban. Una nueva vía conducía hasta la costa. Allí se alzaba el astillero naval. La quilla del navío estaba ya en su lugar. Tendría 47 metros de largo por 8 de ancho. Estranges opinaba que podría marchar a 7 u 8 nudos. Cerca se habían construido los depósitos de carburante; por el momento teníamos 40.000 litros. En medio de una actividad febril, pasaron ocho meses. La botadura, terminado el casco del navío, tuvo lugar en buenas condiciones. Hubo que terminar las instalaciones interiores y construir un dique de carga. Realizamos las primeras pruebas cuando tocaba a su término el segundo año de nuestra estancia en Telus. Se sostenía bien, pero marchaba con lentitud, pues no pasaba de los seis nudos de velocidad de crucero.

Miguel y Breffort realizaron una rápida incursión a la región del cobalto, llevándose semillas de plantas gramíneas terrestres, con el fin de que nuestro ganado, al llegar, encontrase pastos convenientes. Se llevaron también a Vzlik, encargado de negociar con su tribu. Debía aguardarnos en la confluencia del Dron y del Dordoña. Antes de partir nos hizo una interesante revelación: un río profundo, aunque estrecho, que se unía al Dron, pasaba a treinta kilómetros escasos del emplazamiento que habíamos escogido. Miguel comprobó que era navegable hasta cincuenta kilómetros del mismo.

Construimos también una barcaza remolcable. Veintinueve meses terrestres, después de nuestra llegada, el primer convoy tomó la ruta del Sur. El barco transportaba a setenta y cinco hombres, armas, útiles, placas de aluminio, acero y raíles. Yo lo dirigí, ayudado por Miguel y Martina. La barcaza llevaba una locomotora, una grúa desmontable y carburante. Navegamos con prudencia, y la mayor parte del tiempo con la sonda. A veces hubo que alejarse de la costa. El mar estaba en calma.