Preferentemente, me colocaba en la proa o sobre el puente. El agua era muy verde. Alrededor del barco navegaban formas imprecisas. No estaba tranquilo, ignorando qué clase de monstruos podía ocultar este océano. El Conquistador — así se llamaba nuestro barco— estaba armado con una ametralladora de 20 mm. y otra de 7 mm. Pero me sentí aliviado cuando penetramos en el estuario del Dordoña.
Remontamos el río a pequeña velocidad. Buena la hicimos. A pesar de la débil corriente, nos quedamos estancados por dos veces en el estuario, con marea baja, por suerte. Con excepción de Miguel, Martina y yo mismo, ningún miembro de la tripulación conocía otra fauna teluriana que las hidras. Su admiración no tenía límites. Una noche, un tigrosauro consiguió saltar sobre el puente desde la orilla, hiriendo a dos hombres, antes de ser derribado por una ráfaga de ametralladora. Cuando llegamos a unos kilómetros de la confluencia del Dron, de las hierbas secas de la orilla salieron dos Sswis a toda velocidad. Minutos más tarde se elevaron tres columnas de humo; era la señal convenida con Vzlik.
Nos aguardaba solo en el extremo de la lengua de tierra. Cien metros atrás estaban, formando un grupo triangular, unos cincuenta Sswis de su raza.
— Salud — dijo con su voz silbante.
— Salud, Vzlik — respondí.
El Conquistador se inmovilizó, sin lanzar anclas de todas maneras, pues una traición siempre era posible.
— Sube a bordo — continué.
Se lanzó al agua y trepó por la escalerilla de cuerdas.
En aquel momento, el mecánico lanzó un vistazo por el ojo de buey de la sala de máquinas.
— Entonces, ¿es con estos ciudadanos que vamos a vivir? — dijo.
Vzlik se volvió y repuso:
— Ya verás como no son malos.
Me sería imposible describir el estupor que se pintó en la cara del mecánico.
—¡Cuernos! ¡pero si habla francés!
Su admiración me sorprendió. Después recordé que la mayor parte de los habitantes del pueblo solamente habían entrevisto al Sswis, quien durante su estancia estuvo conmigo casi siempre de expedición.
Miguel y Martina nos alcanzaron.
— Y bien, Vzlik — dijo ella—, ¿cuál es la respuesta a nuestras proposiciones?
— Hemos escogido la paz. Os cedemos en plena propiedad el Monte-Señal, que nosotros llamamos Nssa, y el territorio comprendido entre el Vecera, el Dordoña y el Dron, hasta los Montes Desconocidos, a los que llamamos Bsser, salvo el derecho de paso permanente para nosotros. En contrapartida, vosotros debéis comprometeros a suministrarnos hierro, en cantidad suficiente para nuestras armas, y a prestarnos ayuda contra los Sswis negros — los «Sslwips»—, los tigrosauros y los Goliats. Disfrutaréis de derecho de paso sobre nuestro territorio, como asimismo para perforarlo; en cambio os será prohibida la caza, a no mediar acuerdo con el Consejo de las tribus.
— Aceptamos — dije—. En cuando al hierro, necesitaremos tiempo para fabricarlo.
— Lo sabemos. He explicado a los Sswis cómo lo explotáis. El Consejo de los jefes quisiera veros.
— De acuerdo, vamos.
Se botó al agua un piraucho. Yo bajé con Miguel y Vzlik. Martina se quedó sobre el puente, y, discretamente, se acercó a la ametralladora.
— Be quiet but careful (permanece tranquila, pero alerta) — le dije en mal inglés, para que Vzlik no pudiera enterarse.
Con cuatro golpes de remo llegamos a la orilla. Doce Sswis se habían adelantado, y nos observaban Para nuestros ojos terrestres se parecían extraordinariamente, y si Vzlik se hubiese mezclado entre ellos hubiésemos sido incapaces de reconocerlo. Después nos hemos habituado a su aspecto, y ahora les distinguimos con facilidad, aunque, a decir verdad, son mucho menos diferentes entre sí que nosotros.
Vzlik, en cuatro palabras, les comunicó nuestra aceptación de sus condiciones. Contestaron, dándonos la bienvenida, en términos concisos, muy distintos del florido lenguaje que las novelas de aventuras de mi infancia atribuían a los salvajes terrestres. Entonces entregué a cada uno, en prenda de amistad, un excelente cuchillo de acero, semejante al que Vzlik poseía. Sus palabras de agradecimiento demostraron que el regalo les había gustado, pero su rostro permaneció impasible.
Volvimos al barco con Vzlik, y lentamente comenzamos a remontar la corriente. Llegamos a la gran curva del Isla — así había bautizado al nuevo río—, más allá del cual la navegación no es posible, por la existencia de rápidas corrientes. Era una gran extensión de agua, de una anchura superior a los doscientos metros. En la orilla norte se abría una pequeña rada, como un puerto. Decidí efectuar allí el desembarco.
Al caer la noche lanzamos el ancla. Dedicamos la jornada del día siguiente a derribar árboles, destinados a la construcción de un desembarcadero. Se terminó ocho días después. Instalamos los raíles y se inició la delicada maniobra de colocación de la grúa. Aunque estaba desmontada, era muy pesada. Al filo del mediodía nos sobrevino un trágico accidente: un joven obrero de veinticinco años, León Bellieres, fue aplastado por un andamio. Como teníamos prisa, lo enterramos en seguida. Y el puerto, en su memoria, se llamó «Puerto León».
Montada la grúa, el trabajo fue más fácil. Penosamente, desembarcamos la pequeña locomotora y los tres vagones. Lo demás fue muy sencillo.
El Conquistador retornó bajo el mando de Miguel. Quedamos allí sesenta, y comenzamos la edificación de un fortín de madera para estar al abrigo de los trigosauros, como también de una posible traición de los Sswis. Una emisora de radio nos mantenía en contacto con el Consejo. Después edificamos unos almacenes, recubiertos con placa de duraluminio. Allí abarrotamos todo el material que habíamos llevado. Entre tanto un equipo había comenzado los trabajos de la vía férrea, de cincuenta kilómetros de longitud, que debía conducir a Cobalt-City.
Estábamos en el kilómetro 4, y habíamos empleando ya toda la reserva de raíles, cuando llegó el Conquistador con un nuevo cargamento, veintitrés días más tarde. Transportaba grandes cantidades de carburante, raíles, provisiones y una pequeña excavadora. Llevaba cincuenta hombres de refuerzo. Al tercer viaje desembarcaron las primeras mujeres con los niños. En el pueblo la situación había mejorado un poco, pero las hidras continuaban apareciendo todos los días. En viajes siguientes nos mandaron ganado bovino y lanar, a los que encerramos en un terreno vallado, sembrado de hierbas terrestres. Todas las noches los conducíamos dentro del fortín, pues merodeaban los tigrosauros, y antes de que perdieran la afición a visitarnos hubo que matar a cinco o seis.
Conforme iba llegando la gente se construían nuevas cabañas. Cada familia disponía de dos habitaciones, durmiendo en común los solteros, que por cierto disminuían notablemente. Puerto-León iba tomando el aspecto de una población al estilo del Oeste americano, sin los «saloons» y los revólveres. La moral había aumentado: todos estaban contentos de haberse librado de la amenaza de las hidras. La vía férrea se iba prolongando. Alcanzó el kilómetro 20, después el 30 y el 40. En la extremidad del tendido, un pequeño pueblo interino se iba desplegando. Y llegó al valle, donde debía edificarse nuestra capital. En el pueblo «terrestre» no quedaban más que cincuenta hombres, encargados de desmontar la fábrica, bajo la dirección de los ingenieros. Mi tío y Menard estaban decididos a permanecer hasta el último barco: por el momento no había forma de desmontar el Observatorio. Quedaría cerrado con el mayor cuidado, en espera de que nuestros medios fueran más potentes. De todas maneras, debían seguirnos una lente de 50 cm. y un telescopio de 1 m. 80 cm. Transportar el gran reflector de 5,50 metros estaba por encima de nuestras fuerzas.