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Yo me había acostado tarde, aclarando mis notas y dibujando rudimentarios planos geológicos en mi gabinete de trabajo, que ocupaba la planta baja de nuestra pequeña casa. Antes de subir a dormir fui hasta el aparato de radio y llamé al contramaestre de guardia de los pozos de petróleo para darle instrucciones. Después olvidé cerrar el receptor. Martina me despertó al cabo de media hora.

—¡Escucha, están hablando abajo!

— Debe ser fuera.

Fui hasta la ventana y la abrí. Todo estaba obscuro y la calle desierta. El pueblo dormía y todas las luces estaban apagadas. Solamente el faro de la torre de guardia barría el espacio, iluminando las casas.

—¡Has debido soñar! — dije, y me acosté de nuevo.

—¡Se oye otra vez!

Puse atención, y, en efecto, pude oír vagamente unas voces. Luego, por un hábito terrestre:

— Debí dejar la radio abierta — dije medio dormido. E inmediatamente—: ¡Santo cielo! ¿Quién puede hablar a estas horas?

Bajé de un salto. El receptor, encendido, estaba mudo. Por la ventana veía la noche, claveteada de estrellas. Las luces se habían ocultado. De súbito saltó una voz del aparato:

«Here is W. A. calling New-Washington… Here is W. A. calling New-Washington…» (Aquí W. A. llamando a New-Washington.) Hubo un silencio. «Here is W. A….»

El sonido era muy claro. La estación emisora debía estar muy próxima.

—¡Escucha! — dijo de nuevo Martina. Yo estaba inmóvil, casi sin respiración. Se oía un ligero ronquido de motor.

—¿Un avión?

Me precipité hacia la ventana. Un punto luminoso se desplazaba por las estrellas. Volví al aparato de radio, maniobré febrilmente con las manecillas, buscando la longitud de onda receptiva del avión.

«W. A. Who are you?» — dije en mi pobre inglés. Al fin encontré la longitud de onda correcta.

«W. A. Who are you? Here New-France!» (W. A. W. A. ¿Quiénes sois? Aquí Nueva Francia.)

Pude oír una exclamación ahogada, y una voz me respondió, en un francés excelente:

— Aquí W. A., avión americano. ¿Dónde estáis?

— Debajo de vosotros. Enciendo una lámpara exterior.

El avión nos sobrevolaba.

— Veo vuestra luz. Nos es imposible aterrizar de noche. Volveremos más tarde. ¿Cuántos sois?

— Unos cuatro mil. Todos franceses. ¿Y vosotros?

— En el avión, siete. En New-Washington, once mil, americanos, franceses canadienses y noruegos. Conservad vuestra longitud de onda. Volveremos a llamaros.

—¿Cuándo despegasteis?

— Hace diez horas. Estamos explorando. Por la mañana volveremos. Ahora vamos hacia el Sur. Cesad las llamadas, pero situad a un hombre de guardia a la escucha. Vamos a llamar a New Washington. Estamos muy contentos de saber que no estamos solos. Hasta pronto…

Después repitió la sintonía: Here is W. A. Siguió una larga conversación, que apenas comprendí. Anunciaban nuestro descubrimiento.

No pudimos aguantarnos. Fuimos a despertar a mi hermano, que habitaba, con Luis y Breffort, una casa a cien metros de la nuestra, y después a mi tío, Miguel, Menard y todos los dirigentes. Finalmente la efervescencia cundió en todas partes, y la noticia por teléfono llegó a Puerto-León, con la orden de activar la construcción del Temerario. Al fin amaneció. Hicimos los preparativos para recibir dignamente a los aviadores. Balizamos un vasto prado, de duro suelo, con una flecha blanca indicando la dirección del viento. Después volví a la emisora. Martina había cuidado de la vigilancia.

—¿Nada?

— Nada.

—¡No obstante, no lo hemos soñado! Aguardamos durante dos horas, rodeados de una multitud que se apretujaba sobre mi mesa de trabajo, mueble «tabú», de tal forma que incluso Martina habitualmente no la tocaba. En el Ayuntamiento, donde había la otra radio, el mismo espectáculo. De repente:

—¡W. A. llama a Nueva Francia! ¡W. A. llama a Nueva Francia!

— Aquí Nueva Francia, escucho…

— Estamos volando por encima de tierra ecuatorial. Dos de los cuatro motores nos fallan. No podemos volver. Nos es imposible comunicar con New-Washington. Os oímos muy mal. Para el caso de que perezcamos, he aquí la posición de New-Washington con relación a la vuestra: Latitud 41°, 32, Norte. Longitud 62°, 12, Oeste.

—¿Y vuestra posición actual?

— Con relación a la vuestra, unos 8 grados latitud Norte y 12 grados de longitud.

—¿Estáis armados?

— Sí. Ametralladoras de a bordo y fusiles.

— Probad de aterrizar. Venimos en vuestro socorro. Para llegar hasta allí tardaremos — calculé rápidamente— unos veinte o veinticinco días. Unos animales que se parecen a los rinocerontes son comestibles. ¡No comáis frutos sin conocerlos!

— Racionándolos, tenemos víveres para treinta días. Vamos a aterrizar, nos falla otro motor.

—¡Desconfiad de las hidras si las veis! ¡No dejéis que se acerquen!

—¿Qué son las hidras?

— Una especie de pulpos volantes. Los reconoceréis fácilmente. ¡Disparad en seguida!

— Entendido. Descendemos hacia la llanura, entre unas montañas muy altas y el mar. ¡Hasta pronto!…

La voz calló. Aguardamos, angustiados. A más de seis kilómetros de distancia, siete hombres luchaban por su vida. Nuestra espera duró una hora; después la voz continuó:

— Lo hemos conseguido. El avión ha quedado parcialmente destruido, pero todos estamos a salvo. Desgraciadamente nos vimos obligados a vaciar casi todo el combustible y nuestros acumuladores están poco cargados. Aunque muy espaciadamente, emitiremos para orientaros.

— Ya os advertiremos al marchar. Radiaremos cada veinticuatro horas terrestres. Aquí, ahora, son las 9 h. 37. ¡Animo y hasta pronto!

Me fui inmediatamente hacia Puerto-León. El Temerario realizó las primeras pruebas aquel mismo día. Era un barco de pequeñas dimensiones, de 48 metros de largo por 5 de ancho, que desplazaba unas 140 toneladas. Dos Dieseis de la antigua fábrica, muy potentes, le permitían una velocidad máxima de 25 nudos. A 12 nudos podía recorrer más de 10.000 millas. Teniendo en cuenta nuestros limitados medios, era una obra maestra. Estaba armado con una ametralladora de 20 mm. y, dado que las municiones eran relativamente escasas, con una artillería de lanzagranadas. Estas armas habían sido perfeccionadas desde los tiempos heroicos de la batalla de las hidras. A proa y a popa, cuatro tubos pareados lanzaban hasta cinco kilómetros, con una precisión aceptable, proyectiles de 12 kilos. A babor y a estribor, cañones de menor calibre alcanzaban hasta siete kilómetros.

Verificados con rapidez los ensayos — ida y vuelta hasta la desembocadura del Dordoña— mandé embarcar víveres y municiones. Partimos al día siguiente. La tripulación se componía de doce hombres. Miguel como navegante y Birón de mecánico. De entre aquéllos, cinco habían pertenecido a la marina. Por mi parte, yo había cruzado el Mediterráneo tres veces con un pequeño velero de un amigo mío y tenía algunas rudimentarias nociones de navegación. Llevábamos una camioneta equipada — una reducción de nuestro camión-tanque— y una emisora de radio.

A pequeña velocidad, descendimos por el río. Al salir del estuario lancé una llamada. Del avión respondieron brevemente. En aquel momento el Temario comenzó a bailar; acabábamos de entrar en el océano.

Al cabo de una milla ordené poner proa al Sur. La costa era plana y poblada. Según los pocos Sswis que consiguieron regresar del territorio enemigo, se trataba de una inmensa llanura que se extendía hacia el interior, hasta una elevada cadena de montañas invisibles desde el mar.

Yo estaba en el puente con Miguel. El barco marchaba a 12 nudos, los motores rodaban con plenitud, el mar estaba tranquilo. Como no tenía otra cosa en que ocuparme, saqué un poco de agua de mar y la analicé en el pequeño laboratorio. Era muy rica en cloruros. Reduciendo momentáneamente la marcha, dispusimos una chalupa, de grosera factura, al remolque. Capturó toda una fauna, de la cual ciertos elementos recordaban a los peces terrestres y en cambio otros eran completamente distintos.