—¿Se conoce la extensión de la catástrofe?
— No, hay que aguardar. Primeramente ocupémonos del pueblo y algunas granjas vecinas. Después, si acaso, podemos ir más lejos.
La calle principal era intransitable, a causa de las casas derruidas. Las otras calles, perpendiculares, en cambio se conservaban prácticamente intactas. Los mayores daños culminaban en la Plaza Mayor, donde la alcaldía y la iglesia no eran más que un montón de escombros. Mientras llegábamos, estaban liberando el cuerpo del alcalde. Entre los que prestaban auxilio observé a un grupo, cuya acción era la mejor coordinada. Al instante un hombre se separó de ellos y vino hacia nosotros.
—¡Refuerzos, al fin! — dijo alegremente—. ¡Con lo que nos hacían falta!
Era joven, vestido con un mono azul, más bajo que yo, de robusta complexión; debía poseer una fuerza poco común. Bajo sus cabellos negros, unos ojos grises, agudos, brillaban en un rostro de rasgos acusados. La simpatía que entonces sentí por él debía transformarse más tarde en amistad.
—¿Dónde están los heridos? — preguntó Massacre.
— En el salón de fiestas. ¿Es usted médico? ¡Su colega no va a dolerse de que le eche usted una mano!
— Soy cirujano.
— Es una suerte. ¡Eh! Juan Pedro, acompaña al doctor a la enfermería.
— Voy con usted — dijo Martina—. Le ayudaré.
Miguel y yo nos juntamos a los que despejaban el terreno. El joven a que antes me referí hablaba con animación a los ingenieros. Después volvió con nosotros.
— Fue difícil convencerles de que su primer trabajo debía consistir en suministrarnos, si era posible, agua y electricidad. ¡Querían trabajar en los escombros! Si ahora no utilizan sus conocimientos, ¿cuándo lo harán? Por cierto, ¿cuál es vuestra profesión?
— Geólogo.
— Astrónomo.
— Perfectamente, esto puede sernos muy útil más tarde. De momento hay cosas más urgentes. ¡A, trabajar!
— Más tarde, ¿por qué?
— Imagino que sabéis que no estamos ya en la Tierra. ¡No es necesario estar doctorado para darse cuenta! No deja de ser divertido. Ayer eran ellos que me daban las órdenes; hoy, en cambio, soy yo quien fija la tarea a los ingenieros.
—¿Cómo te llamas? — preguntó Miguel.
— Luis Mauriere, contramaestre de la fábrica. ¿Y vosotros?
— Este es Miguel Sauvage; yo, Juan Bournat.
— Entonces tú eres familia del viejo. ¡Es un buen elemento!
Mientras estábamos hablando comenzamos a despejar los escombros de una casa. Se nos unieron dos obreros.
— Atención — dijo Miguel—. Oigo algo.
Bajo el montón de ruinas se percibían débiles llamadas.
— Dime, Pedro — preguntó Luis a uno de los obreros—. ¿Quién ocupaba esta casa?
— Madre Ferrier y su hija, una bonita chavala de dieciséis años. Aguarda; un día fui a su casa. Aquí tenían la cocina. ¡Ellas deben estar en esta otra habitación!
Nos indicaba una pared mitad destruida. Miguel se inclinó, gritando a través de los intersticios:
—¡Animo! Venimos a buscaros.
Todos escuchábamos con ansiedad.
—¡Rápido! ¡Rápido! — contestó una voz joven y angustiada.
A toda prisa, pero metódicamente, escarbamos un túnel entre los destrozos, apuntalándolo con los objetos más inverosímiles: una escoba, una caja de herramientas y un receptor de radio. Media hora más tarde las llamadas cesaron. Continuamos, redoblando nuestros esfuerzos, aceptando el riesgo, y pudimos al fin salvar a tiempo a Rosa Ferrier. Su madre había muerto. Hablo con detalle de este salvamento, entre tantos otros realizados aquel día, con éxito o sin él, porque Rosa, aunque involuntariamente, debería personificar más tarde el papel de Helena de Esparta y ofrecer el pretexto de la primera guerra en Telus.
La llevamos a la enfermería y luego nos sentamos a tomar un bocado, porque estábamos hambrientos. El Sol azul alcanzaba su cénit cuando mi reloj marcaba las 7 h. 17 m. Se había levantado a las 0 h. El día azul tenía, pues, aproximadamente, 14 h. 30 m.
Trabajamos toda la tarde de un tirón. Por la noche, cuando el Sol azul se escondió detrás del horizonte, y el Sol rojizo, minúsculo, nació en el este, no quedaba ningún herido bajo las ruinas. En total su número ascendía a 81. Entre ellos se contaban 21 muertos.
Alrededor del pozo, seco por cierto, se levantó un pintoresco campamento. Trapos tendidos sobre unas estacas hicieron las veces de tiendas de campaña para aquellos que habían quedado sin techo. Luis mandó montar una para los obreros que habían participado en el salvamento.
Nos sentamos delante de una tienda y tomamos una cena fría a base de carne y pan, regado con vino tinto, que me pareció el mejor de mi vida. Después me llegué hasta la enfermería, con la esperanza vana de ver a Martina: dormía. Massacre estaba satisfecho; pocos casos graves. Había ordenado el descenso en camilla de Breffort y mi hermano. Los dos marchaban bien.
— Excúsame, me caigo de sueño — dijo el cirujano—, y mañana tengo una operación, que en las condiciones presentes será delicada.
Volví a la tienda y no tardé en amodorrarme yo también, encima de una gruesa cama de paja. Me desperté a causa del zumbido de un motor. Era «de noche» todavía, es decir, este semidía púrpura que conocéis por el nombre de «noche roja». El coche se detuvo detrás de una casa dormida. Di la vuelta y vi a mi tío. Había bajado con Vandal para conocer las novedades.
—¿Qué tal? pregunté.
— Nada. La cúpula está inmovilizada por falta de electricidad. He pasado por la fábrica. Estranges me ha dicho que por algún tiempo no podremos disponer de corriente. La presa no nos ha seguido. Cambiando de tema, puedo ya anunciarte que nos encontramos en un planeta que gira sobre sí mismo en 29 horas, y cuyo eje está muy poco, o nada, inclinado con relación al plano de su órbita.
—¿Cómo lo sabes?
— Muy sencillo: el día azul ha durado 14 h. 30 m. El Sol rojo ha invertido 7 h. 15 m. para alcanzar el cénit, Por tanto, la duración total del día bisolar es de 29 horas. Por otra parte, los días y las «noches» son iguales, y con certeza no estamos en el ecuador; más bien alrededor del grado 45 de latitud Norte. Por consiguiente, yo deduzco que el eje del planeta está muy poco inclinado, a menos que hayamos caído justamente en el equinoccio. El Sol rojo es exterior a nuestra órbita y gira probablemente como nosotros alrededor del Sol azul Este es un momento en que los dos soles y nosotros mismos estarnos en situaciones opuestas. Pasado el tiempo necesario, no deberemos extrañarnos de ser iluminados simultáneamente, a veces, por los dos o por ninguno. Entonces habrá noches negras o, mejor dicho, con luna.
—¿Con luna?
—¡Mira el cielo!
Levanté la vista. Pálidas, en un cielo rosa, había dos; una algo mayor que nuestra vieja luna terrestre, la otra aproximadamente igual.
— Hace un instante había otra más — continuó mi tío—. Es la menor de las tres y ya está escondida.
—¿Cuánto nos queda de «noche»?
— Apenas una hora. En la fábrica hemos visto algunos granjeros de los alrededores. Hay pocas víctimas. Pero más lejos…
— Será menester ir a verlos — dije—. Voy a tomar tu coche con Miguel y Luis Mauriere. Tenemos que saber la extensión de nuestro territorio.
— Vengo con vosotros.
— No, tío. Tienes un pie torcido, podemos tener avería o vernos obligados a andar. Daremos una vuelta ultrarrápida. Otro día…
— De acuerdo; ayúdame a bajar y llévame a la enfermería. ¿Viene usted conmigo, Vandal?
— Me hubiera gustado participar en esta excursión — dijo el biólogo—. Imagino que la parte terrestre no será muy extensa y que tenéis la intención de seguir su contorno.
— Mientras encontremos caminos practicables. Bien, venga con nosotros. Puede que nos tropecemos con fauna inédita. Esta salida corre el riesgo, por otra parte, de no ser demasiado reposada, en cuyo caso su experiencia de Nueva Guinea puede sernos muy útil.