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Al abandonar el comedor en aquel estado de exaltación, a Harriet la invitaron a tomar café con la decana. Aceptó, tras comprobar que Mary Stokes tenía que acostarse por prescripción facultativa y que, por consiguiente, no podía solicitar su compañía. Atravesó el patio nuevo y llamó a la puerta de las habitaciones de la señorita Martin. En el salón estaban Betty Armstrong, Phoebe Tucker, la señorita De Vine, la señorita Stevens, la administradora, otra profesora que atendía al nombre de Barton y dos antiguas alumnas mayores que ella. La decana, que estaba sirviendo el café, la recibió alegremente.

– ¡Vamos! Hay café de verdad. ¿No se puede hacer nada con el café del comedor, Steve?

– Sí, si se hace una colecta -contestó la administradora-. No sé si habrá calculado la cantidad que se necesita para comprar café de calidad para doscientas personas.

– Ya lo sé -replicó la decana-. Resulta humillante disponer de tan poco dinero. Supongo que debería dejárselo caer a Flackett. ¿Se acuerdan de Flackett, la rica, que siempre fue un poco rara? Estaba en el mismo curso que usted, señorita Fortescue. No ha parado de darme la lata intentando regalar al college un acuario de peces tropicales. Dice que animaría el aula de ciencias.

– Si animara algunas clases, vendría bien -replicó la señorita Fortescue-. La evolución constitucional de la señorita Hillyard resultaba un tanto horripilante en nuestra época.

– ¡Sí, por Dios! ¡La dichosa evolución constitucional! Pues todavía sigue con lo mismo. Empieza todos los años con unos treinta alumnos y acaba con dos o tres hombres negros muy aplicados que anotan solemnemente cada una de sus palabras. Siempre las mismas clases, y no creo que los peces contribuyeran a nada. De todos modos le dije: «Es usted muy amable, señorita Flackett, pero no creo que a los peces les sentara bien. Supondría poner un sistema de calefacción nuevo, ¿no?, y más trabajo para los jardineros». Se quedo muy desilusionada, la pobre, y le dije que iba a consultar con la administradora.

– De acuerdo -dijo la señorita Stevens-. Ya me encargo yo de Flackett, para que haga una donación a los fondos para el café.

– Es muchísimo más útil que los peces tropicales -remachó la decana-. Mucho me temo que de aquí salen algunos bichos raros. Sin embargo, estoy convencida de que Flackett está muy documentada sobre la vida de la duela. ¿Le apetece a alguien un Benedictine con el café? Vamos, señorita Vane. El alcohol suelta la lengua, y queremos que nos hable de sus últimos libros.

Harriet tuvo la delicadeza de hacer un breve resumen del argumento de la novela que estaba preparando.

– Señorita Vane, disculpe mi franqueza -dijo la señorita Barton inclinándose hacia delante con expresión seria-, pero tras su terrible experiencia, me extraña que escriba esa clase de libros.

La decana parecía un tanto asombrada.

– Es que, para empezar, los escritores no pueden elegir hasta que ganan dinero. Si te has hecho un nombre con cierta clase de libros y te pasas a otra, las ventas pueden disminuir, y esa es la cruda realidad. -Guardó silencio unos segundos-. Sé lo que piensa… que cualquiera con verdadera sensibilidad preferiría ganarse la vida fregando suelos, pero yo fregaría suelos muy mal, mientras que escribo novelas policíacas bastante bien. No sé por qué una verdadera sensibilidad tendría que impedirme hacer mi verdadero trabajo.

– Tiene razón -intervino la señorita De Vine.

– Pero sin duda pensará que hay que tomarse en serio los crímenes terribles y el sufrimiento de los sospechosos inocentes, y no convertirlos en un juego intelectual -insistió la señorita Barton.

– Me los tomo en serio en la vida real. Todo el mundo tiene que hacerlo, pero ¿diría usted que alguien que haya sufrido una experiencia sexual trágica, por ejemplo, no debería escribir una comedia de salón?

– Pero es distinto -replicó la señorita Barton, frunciendo el entrecejo-. El amor tiene un lado más ligero, pero el asesinato no. -Quizá no, en el sentido del lado cómico, pero la investigación tiene un lado puramente intelectual.

– Investigó un caso real, ¿verdad? ¿Qué le pareció?

– Muy interesante.

– Y a la luz de lo que averiguó, ¿le gustó la idea de enviar a un hombre al banquillo de los acusados y al patíbulo?

– No me parece justo preguntarle eso a la señorita Vane -dijo la decana y añadió, dirigiéndose a Harriet con tono de disculpa-: A la señorita Barton le interesan los aspectos sociológicos del crimen y ansía la reforma del código penal.

– Así es -dijo la señorita Barton-. Nuestra actitud ante este asunto me parece salvaje, brutal. He conocido a muchos asesinos al ir de visita a las prisiones, y la mayoría son personas inofensivas, estúpidas, unos pobrecillos, cuando no con problemas claramente patológicos.

– A lo mejor pensaría de otra manera si hubiera conocido a las víctimas -replicó Harriet-. En muchos casos son incluso más estúpidas e inofensivas que los asesinos, pero no aparecen en público. Ni siquiera el jurado tiene que ver el cadáver si no quiere, pero yo vi el cadáver en el caso de Wilvercombe. Lo encontré y fue más espantoso de lo que pueda imaginarse.

– Estoy segura de que en eso tiene razón -terció la decana-.Yo no pude con la descripción que hacían en los periódicos.

– Y no se ve a los asesinos en pleno asesinato -añadió Harriet dirigiéndose a la señorita Barton-. Se los ve cuando los cogen y los encarcelan, y entonces dan pena, pero el hombre del caso de Wilvercombe era una bestia astuta y avariciosa, dispuesto a continuar con aquello si no le hubieran parado los pies.

– Ese es un argumento irrebatible para pararles los pies, independientemente de lo que después haga la ley con ellos -dijo Phoebe.

– De todos modos, ¿no es un poco despiadado atrapar asesinos como ejercicio intelectual? -dijo la señorita Stevens-. Está muy bien para la policía. Al fin y al cabo, es su obligación.

– Según la ley, es la obligación de todo ciudadano… aunque la mayoría de las personas no lo sepa.

– Y ese tal Wimsey, para quien parece ser un pasatiempo… ¿lo considera una obligación o un ejercicio intelectual? -preguntó la señorita Barton.

– No lo sé -replicó Harriet-. Pero a mí me vino muy bien que tuviera ese pasatiempo. En mi caso, la policía se equivocó. No les culpo, pero se equivocaron, y me alegro de no haber quedado en sus manos.

– A eso le llamo yo hablar con absoluta generosidad -dijo la decana-. Si alguien me acusara a mí de haber hecho algo que no había hecho, echaría espumarajos por la boca.

– Pero mi trabajo consiste en sopesar las pruebas -replicó Harriet-, y no tengo más remedio que comprender la solidez de los argumentos de la policía. Es cuestión de sumar a más b, solo que en ese caso había un factor desconocido.

– Como eso que está surgiendo en la nueva física -intervino la decana-. La constante de Planck, o como se llame.

– Desde luego, ocurra lo que ocurra, e independientemente de lo que la gente sienta, lo importante es esclarecer los hechos -dijo la señorita De Vine.

– Sí, esa es la cuestión -replicó Harriet-. Es decir, el hecho es que yo no cometí el asesinato, de modo que mis sentimientos son irrelevantes. Si lo hubiera cometido, probablemente me habría considerado plenamente justificada y profundamente indignada por cómo me trataron. Así las cosas, sigo pensando que infligir la agonía del envenenamiento a cualquier persona es imperdonable. El problema concreto por el que me vi metida en eso es tan accidental como que te caiga una teja en la cabeza.