El jueves destacó por una pelea violenta, prolongada y completamente inexplicable entre la señorita Hillyard y la señorita Chilperic, que tuvo lugar en el jardín de las profesoras tras la comida. Después nadie fue capaz de recordar cómo ni por qué había comenzado. Alguien había revuelto un montón de libros y papeles en una de las mesas de la biblioteca, con el resultado de que una aspirante a entrar en la facultad de historia había llegado a una clase contando que le habían quitado unas notas, o que las había perdido. La señorita Hillyard, que llevaba todo el día de un humor de perros, se tomó el asunto muy a pecho, y después de pasarse la cena con cara larga, estalló indignada contra todo el mundo (no antes de que se hubiera marchado la rectora).
– Lo que no acabo de entender es por qué mis alumnas tienen que pagar por los descuidos de las demás -dijo.
La señorita Burrows replicó que no creía que sufrieran más que las demás. La señorita Hillyard adujo varios ejemplos que se remontaban a los últimos tres trimestres en lo que a varias alumnas de historia le habían interrumpido en sus estudios de una forma que parecía deliberada.
– Y teniendo en cuenta que historia es una de las especialidades más extensas y no precisamente la menos importante… -añadió.
La señorita Chilperic apuntó, y sin equivocarse, que precisamente aquel año había habido más alumnas de inglés que ningún otro año.
– Claro, faltaría más -replicó enfadada la señorita Hillyard-. A lo mejor hay dos o tres más este año… Sí, supongo que sí, pero no veo la necesidad de otra tutora de inglés, cuando yo tengo que enfrentarme sola a tantas…
Fue entonces cuando el motivo de la riña empezó a perderse en una auténtica tormenta de personalismos, en el transcurso de la cual la señorita Chilperic fue acusada de insolencia, altanería, desinterés por su trabajo, torpeza y el deseo de llamar la atención. La pobre señorita Chilperic se quedó atónita ante semejante catarata de insultos. Y la verdad es que nadie sabía qué hacer, salvo, quizá la señorita Edwards, que seguía tejiendo su suéter de hilo tranquilamente, a pesar de los pesares. Al final la agresión verbal pasó de la señorita Chilperic a su prometido, cuya beca fue sometida a mordaces críticas.
La señorita Chilperic se puso en pie, temblando.
– Señorita Hillyard, creo que debe de estar usted fuera de sus casillas -dijo-. Puede decir lo que quiera de mí, pero no voy a consentir que insulte a Jacob Peppercorn [3]. -se trabucó un poco al pronunciar tan desafortunado apellido, y la señorita Hillyard se rió sin la menor consideración-. El señor Peppercorn es un investigador extraordinario, e insisto en que… -añadió con una vocecita como de cordero a punto de ir al matadero.
– Me alegro de que diga eso -la interrumpió la señorita Hillyard-. Yo en su lugar, arreglaría las cosas con él.
– ¡Pero qué quiere usted decir! -exclamó la señorita Chilperic.
– A lo mejor la señorita Vane se lo puede explicar -replicó la señorita Hillyard, y salió de la habitación sin más.
– ¡Pero por Dios! ¿A qué se refiere? -dijo la señorita Chilperic, dirigiéndose a Harriet.
– No tengo ni la menor idea -repuso Harriet.
– No lo sé, pero me lo puedo imaginar -dijo la señorita Edwards-. Si se pone dinamita en un polvorín, no es de extrañar que se produzcan explosiones. -Mientras Harriet le daba vueltas en la cabeza a aquellas palabras, intentando relacionarlas con algo, la señorita Edwards añadió-: Si no se llega al fondo de estos problemas en el plazo de unos cuantos días, va a ocurrir algo realmente terrible. Si ahora estamos así, ¿qué será de nosotras al final del trimestre? Tendrían que haber llamado a la policía desde el principio, y si yo hubiera estado aquí, lo habría dicho. No me importaría vérmelas con un agente de policía estúpido, para variar.
Y también ella se levantó y salió muy digna, mientras las demás profesoras se quedaban boquiabiertas.
Capítulo 19
¡Oh, fornido Sansón, Sansón el de fuertes músculos! Con la espada te aventajo, cual tú me aventajas con puertas a tu espalda. También yo estoy enamorado
WILLIAM SHAKESPEARE
Cuánta razón tenía Harriet con lo de Wilfrid. Se había pasado casi cuatro días enteros cambiando y humanizando a Wilfrid, y aquel día, tras una mañana angustiosa con él, llegó a la deprimente conclusión de que tenía que volver a escribirlo todo desde el principio. La atormentada humanidad de Wilfrid destacaba frente a la eficiente vacuidad de los demás personajes como una herida abierta. Además, al reducir las motivaciones de Wilfrid a lo psicológicamente verosímil, se había desprendido una gran parte de la trama, dejando un hueco por el que se podrían entrever nuevas marañas de excitante intriga. Miró distraídamente el escaparate de la tienda de antigüedades. Wilfrid empezaba a parecerse a una de las codiciadas piezas de ajedrez. Si indagabas en su interior, descubrías una esfera delicadamente tallada de sensibilidades, y al darle vueltas entre los dedos, encontrabas otra dentro, y dentro de esta, otra más.
Detrás de la mesa donde estaban las piezas de ajedrez había un aparador jacobeo de roble negro, y de repente los rasgos de un rostro se delinearon pálidamente sobre el fondo oscuro, como el fantasma de Pepper.
– ¿Qué miras? -preguntó Peter por encima del hombro de Harriet-. ¿Las jarras de cerveza, los jarros de peltre o el dudoso arcón con asas?
– Las piezas de ajedrez -contestó Harriet-. He caído en sus garras, sin saber por qué. No me servirían de nada, pero es como un hechizo.
– «La razón que nadie conoce, que sea suficiente. Lo que contemplamos está censurado por nuestros ojos» Ser poseído es una excelente razón para poseer.
– ¿Cuánto crees que pedirán por ellas?
– Si están todas y son auténticas, entre cuarenta y ochenta libras.
– Es demasiado. ¿Cuándo has vuelto?
– Justo antes de la hora de comer. Ahora iba a verte. ¿Vas a algún sitio concreto?
– No… Estaba paseando. ¿Has descubierto algo útil?
– He recorrido Inglaterra en busca de un hombre llamado Arthur Robinson. ¿Te suena de algo ese nombre?
– De nada.
– Ni a mí. Lo abordé con una reconfortante falta de prejuicios. ¿Alguna novedad en el college?
– Pues sí. La otra noche pasó algo muy raro, y no acabo de entenderlo.
– ¿Vienes a dar un paseo y me lo cuentas? He traído el coche, y hace una tarde muy agradable.
Harriet miró a su alrededor y vio el Daimler estacionado junto al bordillo.
– Me encantaría.
– Nos entretendremos por los caminos y tomaremos té en alguna parte -añadió Peter, muy convencional, mientras ayudaba a subir a Harriet.
– ¡Qué original, Peter!
– ¿Verdad? -Avanzaron decorosamente por la abarrotada calle mayor-. La palabra té tiene algo hipnótico. Te estoy pidiendo que disfrutes de las maravillas del campo inglés, que me cuentes tus aventuras y escuches las mías, que planeemos una campaña de la que dependen el bienestar y el prestigio de doscientas personas, que me honres con tu sola presencia y me concedas la ilusión del Paraíso… y hablo como si el objeto supremo de todo deseo fuera un cacharro lleno de agua hervida y un plato de pastelitos sintéticos en Ye Olde Worlde Tudor Tea-Shoppe.
– Si nos entretenemos hasta que abran, podemos tomar pan con queso y cerveza en el bar del pueblo -dijo Harriet.
– Eso sí que es buena idea.
Los manantiales cristalinos, cuyo sabor ilumina
los ojos refinados con eterna visión,
como plata contrastada discurren por el Paraíso