Выбрать главу

– Supuestamente, sí. No subió a la torre de Magdalen.

– Y seguramente tampoco andará por el college robando fusibles ni entrando y saliendo por las ventanas, en cuyo caso las horquillas la inculparían, lo cual nos remite a la teoría de Robinson, pero es fácil fingir que tienes el corazón peor de lo que está. ¿La has visto con un ataque al corazón?

– Pues ahora que lo dices, no.

– ¿Ves? Ella me dio la pista de Robinson. Yo le ofrecí la oportunidad de contar una historia, y la contó. Al día siguiente fui a verla y le pregunté el apellido. Se hizo mucho de rogar, pero me lo dijo. Es fácil arrojar sospechas sobre personas que te guardan rencor, sin necesidad de decir mentiras. Si quisiera que creyeras que alguien me la tiene jurada, podría darte una lista de enemigos tan larga como mi brazo.

– Supongo que sí. ¿Han intentado liquidarte?

– No con demasiada frecuencia. De vez en cuando me envían estupideces por correo, como crema de afeitar llena de bichos. Y en una ocasión, conocí a un caballero que tenía una píldora para curar la debilidad y la fatiga. Mantuve una larga correspondencia con él, siempre con sobres corrientes. Lo bonito de su sistema era que te hacía pagar por la píldora, lo que sigue pareciéndome un detalle magnífico. La verdad es que logró embaucarme, sólo cometió un pequeño error de cálculo al suponer que yo necesitaba la píldora, y no me extraña, porque con la lista de síntomas que le presenté, cualquiera habría pensado que necesitaba la farmacopea completa, pero un día me envió la dosis para una semana, siete píldoras, a un precio escandaloso, y yo, muy prudente fui a ver a mi amigo del Ministerio del Interior que se ocupa de los charlatanes, de los anuncios inmorales y demás, y desperté su curiosidad lo suficiente para que las analizara. «Hum. Seis de ellas no te harían ni bien ni mal, pero la otra, seguro que curaba la fatiga», me dijo. Así que, como es natural, le pregunté qué contenía. «Estricnina», me dijo. «Una dosis mortal. Si quieres echarte a rodar como un aro por toda la habitación, con la cabeza tocándote los pies, te garantizo el resultado.» Así que fuimos a buscar a ese caballero.

– ¿Lo encontrasteis?

– Sí, claro. Un viejo amigo mío. Ya lo había sentado en el banquillo por posesión de cocaína. Lo metimos en chirona, y el muy desgraciado intentó chantajearme basándose en la correspondencia que habíamos mantenido por la píldora. Jamás he conocido a un bribón que me cayera más simpático… ¿Te apetece un poquito más de sano ejercicio, o volvemos a la carretera?

Cuando pasaban por un pueblecito. Peter se fijó en una tienda de artículos de cuero y arneses y se detuvo bruscamente.

– Ya sé lo que te hace falta -dijo-. Necesitas un collar de perro. Voy a comprarte uno, con trocitos de bronce.

– ¿Un collar de perro? ¿Para qué? ¿Como símbolo de propiedad?

No lo quiera Dios. Para protegerte de las dentelladas de los tiburones. También es excelente contra los canallas y los cortadores de cuellos.

– ¡Pero hombre de Dios!

– En serio. Es demasiado duro para retorcerlo y puede torcer el filo de un cuchillo… y aunque te cuelgue con él, no te ahogará como una soga.

– No puedo andar por ahí con un collar de perro.

– Bueno, no de día, pero te dará seguridad cuando patrulles de noche. Y con un poco de práctica, podrás dormir con él. No hace falta que entres. Te he rodeado el cuello con las manos suficientes veces para saber qué tamaño necesitas.

Desapareció dentro de la tienda, y Harriet lo vio después consultando con el dueño. Salió al cabo de poco tiempo con un paquete y volvió a sentarse al volante.

– El vendedor estaba muy interesado por mi perra bull-terrier -comentó-. Es extraordinariamente valiente, pero una luchadora obstinada e imprudente. Me ha dicho que, personalmente, prefiere los galgos. Me ha dicho adónde podía llevar el collar para que le pusieran mi nombre y dirección, pero yo le he dicho que no corría prisa. Ahora que hemos salido del pueblo, te lo puedes probar.

Se acercó a un lado de la carretera con tal fin y ayudó a Harriet a abrocharse la pesada correa (un tanto satisfecho de sí mismo, según le pareció a Harriet). Era una especie de gargantilla enorme e increíblemente incómoda. Harriet buscó un espejo en el bolso y contempló el resultado.

– Muy favorecedor ¿no crees? -dijo Peter-. No veo por qué no podría marcar una nueva moda.

– Pues yo sí -replicó Harriet-. Si no te importa, quítamelo.

– ¿Te lo vas a poner?

– ¿Y si alguien lo agarra por detrás?

– Entonces déjate caer con fuerza. Caerás en blando, y con suerte, el agresor se abrirá la cabeza.

– Eres un monstruo sanguinario. Muy bien. Haré lo que quieras si me lo quitas ahora.

– Me lo has prometido -repuso Peter, y la liberó-. Este collar se merece que lo pongas en una caja de cristal -añadió mientras lo enrollaba y lo dejaba en las rodillas de Harriet.

– ¿Por qué?

– Porque es lo único que me has permitido que te regalara.

– Aparte de mi vida… aparte de mi vida… aparte de mi vida.

– ¡Maldita sea! -exclamó Peter, y clavó una colérica mirada en el parabrisas-. Debió de ser un regalo muy doloroso, porque no consientes que lo olvidemos ninguno de los dos.

– Perdóname. Peter he sido una mezquina y una bruta. Regálame algo si quieres.

– ¿Puedo? ¿Y qué quieres que te regale? Los huevos del ave roc hoy están a buen precio.

A Harriet se le quedó la mente en blanco unos segundos. Le pidiera lo que le pidiese, tenía que ser algo adecuado. Algo anodino, corriente o simplemente caro le parecería insultante. Y él comprendería en seguida si se estaba inventando un deseo para complacerlo…

– Peter… Regálame las piezas de ajedrez de marfil.

Peter parecía tan encantado que Harriet pensó que esperaba que le hiciera un feo pidiéndole algo de saldo.

– ¡Pues claro que sí! ¿Las quieres ahora?

– ¡Ahora mismo! A lo mejor se las está llevando un pobre estudiante. Cada vez que paso por la tienda voy con el miedo de que hayan desaparecido. Date prisa.

– De acuerdo. Pisaré el acelerador para no bajar de los ciento diez, salvo en el límite de los cincuenta y cinco.

– ¡Dios mío! -exclamó Harriet cuando arrancó el coche.

Le aterrorizaba la velocidad, y Peter lo sabía. Tras ocho kilómetros espeluznantes, Peter la miró de reojo, para ver cómo lo llevaba, y aflojó la presión sobre el acelerador.

– Ha sido mi canto triunfal ¿Han sido cuatro minutos espantosos?

– Merecido me lo tengo -contestó Harriet apretando los dientes-. Sigue.

– Ni loco, Seguiremos a un ritmo prudente, arriesgándonos a que se presente el maldito estudiante.

Pero las piezas de marfil seguían en el escaparate cuando llegaron. Peter las sometió a una minuciosa y monocular inspección y dijo:

– Parece que están bien.

– Son preciosas. Tienes que reconocer que cuando hago una cosa, la hago divinamente. Te he pedido treinta y dos regalos de golpe.

– Parece sacado de A través del espejo. ¿Entras o dejas que regatee yo solo?

– Pues claro que voy a entrar. ¿Por qué? ¡Ah! ¿Se me nota que estoy muy interesada?

– Demasiado interesada.

– Bueno, es igual. De todos modos voy a entrar.

La tienda estaba a oscuras y atestada por una extraña colección de objetos de primera categoría, cachivaches y trampas para incautos. No obstante, el dueño del establecimiento estaba ojo avizor y tras una refriega preliminar de superlativos, reconoció que tenía que vérselas con un cliente obstinado, experto y bien informado y se sometió con cierto entusiasmo a un prolongado asedio de la posición. A Harriet jamás se le habría ocurrido que nadie pudiera dedicar una hora y cuarenta minutos a comprar un ajedrez. Hubo que examinar minuciosamente todas y cada una de las bolas talladas de las treinta y dos piezas, con las yemas de los dedos, a simple vista y con una lupa de relojero, en busca de señales de desperfectos, reparaciones, sustituciones o factura defectuosa, y no se mencionó ninguna cantidad hasta después de una severa catequesis sobre la procedencia de las piezas y una larga conversación sobre las condiciones comerciales en China, la situación del mercado de antigüedades en general y su efecto sobre la depresión económica en Estados Unidos, y cuando al fin se mencionó esa cantidad, hubo otra discusión, en el transcurso de la cual volvieron a escudriñarse todas las piezas. Todo acabó cuando Peter accedió a adquirirlas por el precio fijado (considerablemente por encima del mínimo que él había calculado, pero por debajo, del máximo), a condición de que en él fuera incluido el tablero, y el vendedor accedió, si bien de mala gana, tras haber hecho hincapié en que el tablero era español, del siglo XVI, y que, por consiguiente, era casi pura condescendencia por parte del comprador aceptarlo como regalo.