Выбрать главу

– En primer lugar, porque tengo veinte años más que usted -repuso Wimsey con gentileza-. En segundo lugar, porque usted es quince centímetros más alto que yo, y en tercer lugar, porque no quiero hacerle daño.

– ¿Ah, sí? Pues a ver, gallina.

El señor Pomfret lanzó un impetuoso puñetazo contra la cabeza del Peter, que lo paró aferrándolo por la muñeca.

– Como no se tranquilice, va a romper algo -dijo su señoría-. Mire, caballero. Haga el favor de llevarse a casa a su eufórico amigo. ¿Cómo demonios puede estar borracho a estas horas?

El amigo ofreció una confusa explicación sobre un almuerzo y la consiguiente borrachera. Peter negó con la cabeza.

– Una ginebra detrás de otra, maldita sea -dijo Peter con tristeza-. En fin, caballero. Será mejor que pida disculpas a la señora y se largue.

Conteniéndose y a punto de estallar en llanto, el señor Pomfret dijo entre dientes que lamentaba haber armado tanto jaleo.

– Pero ¿por qué se ha burlado de mí? -le preguntó a Harriet en tono de reproche.

– No se ha burlado de usted, señor Pomfret. Está usted muy equivocado.

– ¡Al diablo con los mayores! -exclamó el señor Pomfret.

– No empiece otra vez -le pidió Peter con amabilidad. Al levantarse, sus ojos quedaron a la altura de la barbilla del señor Pomfret-. Si desea continuar con la conversación, me encontrará mañana por la mañana en el Mitre. Salga usted, por favor.

– Vamos, Reggie -dijo el amigo.

El anticuario, que había vuelto a la tarea de empaquetar tras asegurarse de que no hacía falta llamar a la policía ni a los supervisores de la universidad, dio un brinco para abrir la puerta y dijo amablemente: «Buenas tardes, caballeros», como si no hubiera ocurrido nada fuera de lo normal.

– De mí no se burla nadie, maldita sea -dijo el señor Pomfret en la puerta, intentando volver a montar un espectáculo.

– Venga, muchacho, que nadie se está burlando de ti -dijo su amigo-. ¡Vamos! Ya te has divertido lo suficiente esta tarde.

Pusieron tierra de por medio.

– ¡Vaya, vaya! -dijo Peter.

– Es que los jóvenes son alegres -dijo el anticuario-. Lamento que el paquete sea tan voluminoso, señor. He puesto el tablero aparte.

– Métalos en el coche. Irá todo bien -dijo Peter.

Una vez cumplido el encargo, el anticuario, encantado de despejar la tienda, empezó a echar el cierre, puesto que ya era más que hora de cerrar.

– Siento lo de mi amigo -dijo Harriet.

– Parece que se lo ha tomado a mal. ¿Por qué demonios se ha enfadado tanto por el simple hecho de que yo sea mayor?

– ¡Pobrecito! Debió de pensar que yo te había contado lo que pasó entre él, el supervisor y yo. Supongo que debería contártelo.

Peter la escuchó y se rió con cierto remordimiento.

– Perdona, pero es que esas cosas te hacen un daño terrible a su edad. Voy a enviarle una nota para aclarar las cosas. ¡Oye, por cierto!

– ¿Qué?

– Que no nos hemos tomado esa cerveza. Vente conmigo al Mitre a preparar un bálsamo para los sentimientos heridos.

Peter escribió la epístola con un par de jarras de cerveza en la mesa.

Hotel Mitre, Oxford

A la atención del señor don Reginald Pomfret.

Señor:

La señorita Vane me ha dado a entender que en el transcurso de nuestra conversación de esta tarde lamentablemente utilicé una expresión que se podría haber interpretado erróneamente como una alusión a sus asuntos personales. Permítame asegurarle que dichas palabras fueron fruto de una completa ignorancia, y que nada más lejos de mi intención que ofenderlo. Si bien condeno enérgicamente su conducta, deseo expresar mi más sincero pesar por cualquier trastorno que inadvertidamente hubiera podido causarle, y le ruego que me siga considerando su seguro servidor.

PETER DEATH BRENDON WIMSEY

– ¿Es suficientemente pomposo?

– Es estupendo -dijo Harriet-. Ni una palabra fuera de su sitio y todos tus apellidos. Como diría tu sobrino, «el tío Peter en plan estirado». Lo único que falta son el emblema y el lacre. ¿Por qué no escribirle al pobre chico una nota amable, simpática?

– No quiere amabilidad -replicó su señoría sonriendo burlonamente-. Lo que quiere es desagravio. -Pulsó el timbre y ordenó al camarero que viniera Bunter con el lacre-. Tienes razón sobre los efectos beneficiosos de un sello rojo… pensará que es un duelo. Bunter, tráeme el sello. Pensándolo bien, no es mala idea. ¿Le doy a elegir entre espada o pistola al amanecer en Port Meadow?

– A mi me parece que ya va siendo hora de que crezcas -dijo Harriet.

– ¿Tú crees? -replicó Peter, dirigiéndose al sobre-. Nunca he desafiado a nadie. Sería divertido. A mí me han desafiado tres veces y me he batido dos. La tercera vez se metió la policía de por medio, supongo que porque a mi adversario no le gustaba el arma que yo había elegido… Gracias, Bunter… Es que una bala puede ir a cualquier parte, pero el acero casi siempre llega a alguna parte.

– Peter, creo que eres un presumido -dijo Harriet, mirándolo con severidad.

– Yo también lo creo -replicó él, colocando con precisión el pesado anillo sobre el lacre-. Todo gallo cacarea en su propio estercolero -añadió con una sonrisa entre enfurruñada y despectiva-. Detesto que se me echen encima esos estudiantes gigantescos y que me hagan notar la edad que tengo.

Capítulo 20

Pues, por decirlo en pocas palabras, la envidia no es sino tristitia de bonis alienis, pesar por el bien de otros, ya sea presente, pasado o futuro, y gaudium de adversis, júbilo por sus males… Es una enfermedad muy común, y casi natural en nosotros, como sostiene Tácito, envidiar la prosperidad de otros

ROBERT BURTON

Se dice que el amor y la tos no pueden ocultarse, como tampoco resulta fácil ocultar treinta y dos piezas de ajedrez, a menos que seas tan inhumano como para dejarlas envueltas en sus vendajes de momia y sepultadas entre los seis lados de un sarcófago de madera. ¿Qué sentido tiene conseguir el deseo más ferviente si no se puede tocar y regodearse con él, enseñárselo a los amigos y cosechar una envidia y una admiración de antología? Cualesquiera que fueran las incómodas conclusiones que pudieran deducirse de quien había hecho el regalo, y al fin y al cabo, eso no era asunto de nadie, Harriet sabía que o lo exhibía o estallaba en solitario de puro deleite.

En consecuencia, se armó de valor, llevó su ejército resueltamente a la sala del profesorado después del comedor y lo desplegó sobre la mesa, con la diligente ayuda de las profesoras.

– Pero ¿dónde va a guardarlo? – preguntó la decana, después de que todo el mundo hubiera prodigado elogios y exclamaciones ante la delicadeza de la talla y hubiera girado y examinado por tuno las esferas concéntricas-. No puede dejarlas en la caja. Fíjese en esas lanzas tan pequeñas y frágiles y en los tocados de los reyes. Habría que ponerlas en una urna de cristal

– Ya lo sé -dijo Harriet-. Siempre me empeño en cosas imposibles. Tendré que envolverlas de nuevo.

– Pero entonces no podrá contemplarlas -dijo la señorita Chilperic-. Desde luego, si fueran mías, no sería capaz de perderlas de vista ni un minuto

– Si quiere una urna de cristal, puede llevársela del aula de ciencias -dijo la señorita Edwards.

– Justo lo que le hace falta, pero ¿qué pasaría con los términos del legado? -intervino la señorita Lydgate.

– ¡Al cuerno con el legado! -exclamó la decana-. ¿O es que no podemos llevarnos prestada una cosa un par de semanas? Podemos poner juntas esas espantosas muestras geológicas y llevar una de las cajas pequeñas a su habitación.

– Por supuesto. Ya me encargo yo -dijo la señorita Edwards.