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– Gracias. Sería estupendo -dijo Harriet.

– ¿No se muere de ganas de jugar con su nuevo juguete? ¿Juega lord Peter al ajedrez? -preguntó la señorita Allison.

– No lo sé -contestó Harriet-. Yo no juego muy bien. Simplemente me enamoré de estas piezas.

– Pues vamos a jugar una partida -dijo la señorita De Vine con amabilidad-. Son tan bonitas que sería una lástima que nadie las usara.

– Pero me imagino que me va a dar una paliza.

– ¡Vamos, juegue! Piense en lo mucho que deben de estar deseando un poquito de vida y movimiento tras tanto tiempo en un escaparate -dijo la señorita Shaw con sentimentalismo.

– Le cedo un peón -ofreció la señorita De Vine.

Aun con esa ventaja. Harriet sufrió tres humillantes derrotas en rápida sucesión: en primer lugar, porque jugaba mal; en segundo lugar, porque le costaba trabajo recordar las piezas, y en tercer lugar, porque era tal la angustia de desprenderse de golpe de un guerrero con todas su armas, un corcel rampante y un juego completo de bolas de marfil, que apenas podía arriesgar un peón. Observando con absoluta serenidad incluso la desaparición de un alfil con grandes mostachos o de un elefante cargado de combatientes, la señorita De Vine acorraló muy pronto al rey de Harriet entre sus defensores. Y a la jugadoras más débil no le facilitó el juego el encontrarse sometida a la desdeñosa mirada de la señorita Hillyard, quien, tras haber proclamado a los cuatro vientos que el ajedrez era el entretenimiento más aburrido del mundo, no se fue a continuar con su trabajo; por el contrario, se quedó como fascinada ante el tablero y, algo aún peor, jugueteando con las piezas comidas, con la consiguiente preocupación de Harriet por si se le caía alguna.

Además, una vez concluidas las partidas y cuando la señorita Edwards había anunciado que habían limpiado una urna de cristal y que la habían llevado a la habitación de Harriet, la señorita Hillyard se empeñó en ayudar a llevar las piezas de ajedrez, para lo cual eligió el rey y la reina blancos, cuyos tocados tenían delicados ornamentos ondulados a modo de antenas, que fácilmente podían sufrir desperfectos. Incluso después de que la decana se diera cuenta de que se podían transportar las piezas más protegidas poniéndolas de pie en su caja, la señorita Hillyard se unió al grupo que las escoltaba para cruzar el patio y ayudó muy servicial a colocar la urna de cristal en el lugar adecuado frente a la cama, «de modo que puede verla si se despierta por las noches, observó.

Dio la casualidad de que al día siguiente era el cumpleaños de la decana. Harriet salió poco después del desayuno para comprarle un obsequio floral en el mercado, y al salir a High Street con la intención de pedir hora en la peluquería, se encontró con la inesperada recompensa de ver dos espaldas masculinas que salían del Mitre y se dirigían hacia el este, al parecer en perfecta armonía. La del hombre más bajo y más delgado la habría reconocido entre un millón de espaldas, y tampoco resultaba fácil confundir la imponente anchura y altura de la del señor Reginald Pomfret. Ambos fumaban en pipa, circunstancia por la que Harriet llegó a la conclusión de que el destino de su paseo difícilmente podría ser Port Meadow con pistolas o espadas. Iban paseando parsimoniosamente, lo propio después de desayunar, y Harriet se cuidó muy mucho de no acercarse a ellos. Esperaba que lo que lord Saint-George denominaba «el famoso encanto de la familia» se estuviera aplicando con buen fin; se sentía demasiado mayor para disfrutar de la sensación de que se pelearan por ella; los tres hacían el ridículo. A lo mejor diez años antes se habría sentido halagada, pero le daba la impresión de que el deseo de poder era algo que se iba perdiendo con la edad. Lo que se necesitaba era paz y liberarse de la presión de ciertos personajes demasiado coléricos y nerviosos, pensó en el aire viciado de perfumes de la peluquería. Pidió hora para la tarde y continuó su camino. Al pasar junto a Queen's College, Peter bajaba las escaleras, él solo.

– ¡Hola! ¿Y esos emblemas florales? -preguntó.

Harriet se lo explicó.

– ¡Pero vaya por Dios, con lo bien que me cae la decana! – Libró del peso de las rosas a Harriet-. Yo también quiero llevarle un regalo.

Trénzale una lozana guirnalda de azur colombina,

adorna la diadema con dulces eglantinas,

con delicadas rosas de Jericó blanquirrojas,

sutiles prímulas de Jerusalén y estrelicias

»Aunque no sé qué son las prímulas de Jerusalén, y a lo mejor no es la temporada.

Harriet volvió con él al mercado.

– Tu joven amigo ha venido a verme -añadió Peter.

– Si ya lo he visto. Y ¿«le clavaste una mirada ausente y con tu noble cuna le diste muerte?»

– ¿A mi pariente en decimosexto grado por parte del padre de mi madre? No; es buen chico, y lo que realmente conquista su corazón son los campos de deporte de Eton. Me contó todas sus penas y le ofrecí toda mi compresión, al tiempo que insistía en que hay mejores maneras de matar el dolor que ahogándose en un barril de vino de malvasía; pero, ¡oh, Dios!, «retrasa el universo y devuélveme el ayer». Anoche llevaba una cogorza prodigiosa, desayunó antes de salir y ha vuelto a desayunar conmigo en el Mitre. Lo que envidio no es el corazón de los jóvenes, sino su cabeza y su estómago.

– ¿Te has enterado de algo más sobre Arthur Robinson?

– Solamente que se casó con una joven llamada Charlotte Ann Clarke, y que tuvo con ella una hija, Beatrice Maud. Eso fue fácil, porque sabemos dónde vivía hace ocho años y pude consultar el registro civil de la localidad, pero todavía siguen investigando para averiguar cuándo murió, suponiendo que esté muerto, o cuándo nació el segundo hijo, que, si es que llegó a nacer, podría indicarnos adónde se fue después del incidente de York. Desgraciadamente, das una patada y te salen miles de Robinson, y su nombre, Arthur tampoco es raro, y si se cambió de apellidos, es posible que no aparezca ninguna inscripción. Otra de mis investigadoras ha ido a la antigua pensión de Robinson, donde, si lo recuerdas, cometió la imprudencia de casarse con la hija de la casera, pero los Clarke se han trasladado, y nos va a costar trabajo encontrarlos. Otra posibilidad sería indagar entre las agencias de empleo para profesores y las escuelas privadas de poca categoría, porque es probable que… No me estás escuchando.

– Claro que sí -replicó Harriet distraída-. Su esposa se llamaba Charlotte y lo estás buscando en un centro de enseñanza privado. -Al entrar en el mercado se derramó sobre ellos una fragancia profunda y húmeda, y Harriet se sintió invadida por una extraña sensación de bienestar-. Me encanta este olor… es como el invernadero de los cactus en el Jardín Botánico.

Su acompañante abrió la boca, a punto de hablar, la miró, y como si pensara que iba a malograr su buena fortuna, dejó que el nombre de Robinson se le marchitara en los labios.

– Mandragorae dederuni odorem.

– ¿Qué dices, Peter?

– No, nada. «Las palabras de Mercurio son duras tras los cánticos de Apolo.» -Le puso delicadamente una mano sobre el brazo-. Vamos a entrevistarnos con el dispensador de fragancias.

Y una vez despachados a su destino claveles y rosas, en esta ocasión con recadero, parecía natural acercarse al Jardín Botánico, ya que se había mencionado su nombre, y puesto que, como observa Bacon, un jardín es el más puro de los placeres humanos y el mayor alivio para el espíritu, e incluso los ignorantes incapaces de distinguir entre Leptosiphon hybridus y Kauljussia amelloides que preferirían haraganear a romperse la espalda plantando y escardando podrían entablar amena conversación con él, sobre todo si conocieran los antiguos nombres de las flores y tuvieran cierto conocimiento de los líricos menores de la época isabelina.