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– ¡Estupendo! -exclamó Harriet-. Yo ya he marcado a mis ganadoras. Por cierto, señorita Hillyard, ¿cómo está nuestra joven amiga Cattermole?

Le dio la impresión de que todas en la sala esperaban la respuesta conteniendo la respiración. La señorita Hillyard contestó con cierta brusquedad que la señorita Cattermole parecía haber recuperado el ánimo, gracias, según le había dado a entender la joven, a los buenos consejos de la señorita Vane. Añadió que Harriet era muy amable al interesarse por las estudiantes de historia, con tantas preocupaciones como tenía. Harriet contestó distraídamente, y le dio la impresión de que todas volvían a respirar.

Un poco más tarde cogió una canoa con la decana y le sorprendió ver a la señorita Cattermole y al señor Pomfret compartiendo una batea. Había recibido una contrita carta del señor Pomfret, y saludó alegremente con la mano al pasar los dos botes como muestra de que la paz se había restablecido. Si hubiera sabido que el señor Pomfret y la señorita Cattermole habían establecido un vínculo de simpatía por el afecto hacia ella, quizá habría especulado sobre lo que les puede ocurrir a los amantes rechazados que confían sus pesares a personas de buena voluntad, pero no se le pasó por la cabeza, porque estaba pensando en qué habría ocurrido exactamente aquella mañana en el Mitre, y sus pensamientos se perdieron en el Jardín Botánico hasta que la decana le indicó con severidad que estaba remando de una forma irregular y demasiado pausada.

Fue la señorita Shaw quien provocó involuntariamente un altercado.

– Qué bufanda tan bonita -le dijo a la señorita Hillyard.

Las profesoras se habían reunido, como de costumbre antes del comedor, a la puerta de la sala del profesorado, pero la noche estaba nublada y fría y se agradecía una bufanda como complemento del vestido.

– Sí -dijo la señorita Hillyard-. Desgraciadamente no es mío. Alguien se la dejó anoche en el jardín de las profesoras y yo la rescaté. La he traído para ver si alguien la reconoce, pero lo cierto es que esta noche me viene muy bien.

– No sé de quién podrá ser -dijo la señorita Lydgate acariciándola con admiración-. Parece de hombre -añadió.

Harriet, que no había prestado demasiada atención, se dio la vuelta con remordimientos de conciencia.

– ¡Dios mío! -exclamó-. Es mía. Bueno, de Peter. No sabía dónde me la había dejado.

Era la misma bufanda que habían utilizado el viernes para la demostración de técnicas de estrangulamiento y que habían llevado a Shrewsbury inadvertidamente junto con el ajedrez y el collar de perro. La señorita Hillyard se puso roja como la grana y se la quitó como si se estuviera asfixiando.

– Perdone, señorita Vane -dijo, ofreciéndosela a Harriet.

– Es igual, ahora no la necesito, pero me alegro de saber dónde está. Si la hubiera perdido, habría tenido problemas.

– ¿Sería usted tan amable de recoger su prenda? -dijo la señorita Hillyard.

Harriet, que llevaba otra bufanda, le dijo:

– Gracias, pero ¿seguro que no…?

– ¡No! -exclamó la señorita Hillyard, tirando con rabia la bufanda a la escalera.

– ¡Madre mía! -dijo la decana, recogiéndola-. Parece que nadie quiere esta bufanda tan bonita. Pues me la voy a poner yo. Hace una noche espantosa, y no sé por qué no nos vamos adentro.

Se enrolló la bufanda alrededor del cuello, y como afortunadamente la rectora llegó en aquel momento, entraron a cenar.

Tras haber pasado como una hora con la señorita Lydgate revisando las pruebas, que casi habían llegado a la fase de enviarlas a la imprenta, Harriet se dirigió al edificio Tudor atravesando el patio viejo, a las diez menos cuarto. En la escalera se encontró con la señorita Hillyard, que salía en aquel momento.

– ¿Me buscaba? -preguntó Harriet con un tono un tanto agresivo.

– No. Por supuesto que no -replicó la señorita Hillyard precipitadamente, y a Harriet se le antojó que había algo furtivo y malicioso en sus ojos, pero la noche era oscura para mediados de mayo y no podía estar segura.

– ¡Ah! Pensaba que a lo mejor sí.

– Pues no -insistió la señorita Hillyard. -Y cuando Harriet pasó a su lado, se volvió y añadió, casi como si le estuvieran arrancando las palabras a la fuerza-: ¿A trabajar, con la inspiración de sus preciosas piezas de ajedrez?

– Más o menos -contestó Harriet, riendo.

– Espero que pase una agradable velada -dijo la señorita Hillyard.

Harriet subió y abrió la puerta de su habitación.

La urna de cristal estaba hecha añicos y el suelo cubierto de trozos de cristal roto y pedazos de marfil rojo y blanco pisoteados y destrozados.

Durante unos cinco minutos Harriet fue presa de esa rabia y esa estupefacción que no se pueden ni expresar ni controlar. Si se le hubiera pasado por la cabeza, en aquel momento habría sido incluso comprensiva con la Poltergeist y sus fechorías. Si hubiera podido dar una paliza o estrangular a alguien, lo habría hecho de buen grado. Por suerte, tras la abrumadora furia inicial, las palabrotas la calmaron. Cuando vio que podía dominar su voz, cerró con llave la puerta de la habitación y bajó al teléfono.

Aun así, al principio habló con tal incoherencia que Peter apenas pudo entenderla. Cuando al fin la entendió, adoptó una actitud desesperadamente fría y se limitó a preguntar si había tocado algo o se lo había contado a alguien. Cuando Harriet contestó que no, replicó alegremente que estaría allí al cabo de unos minutos.

Harriet salió y rabió como loca por el patio viejo hasta que lo oyó llamar al timbre (las verjas estaban cerradas) y únicamente gracias a un último vestigio de autocontrol logró no abalanzarse sobre él y dar rienda suelta a su indignación delante de Padgett, pero lo esperó en el centro del patio.

– ¡Peter… Peter!

– Bueno, esto me da esperanzas -dijo Peter-. Tenía miedo de que hubiéramos cortado estas exhibiciones de una vez por todas.

– ¡Pero es mi ajedrez! Sería capaz de matarla.

– Vamos, querida, es repugnante que les haya tocado a tus piezas de ajedrez, pero no saques las cosas de quicio. Podrías haber sido tú.

– Ojalá. Podría haberle devuelto el golpe.

– Eres como Termagante. Vamos a echar un vistazo al desaguisado.

– Es horrible, Peter como una matanza. Es… da mucho miedo… Las han destrozado con tanta saña…

Al ver la habitación, Wimsey adoptó una expresión grave.

– Sí -dijo, arrodillándose entre los despojos-. Una maldad ciega, brutal. No solo las han roto, sino que las han reducido a polvo. Aquí ha intervenido un tacón, además del atizador: se ven las marcas en la alfombra. Te odia, Harriet. No me había dado cuenta. Pensaba que solamente te tenía miedo…«¿Queda alguien de la casa de Saúl?»…¡Mira! Un pobre guerrero escondido detrás del cubo del carbón, resto de un poderoso ejército.

Levantó el solitario peón rojo, sonriendo, y se puso precipitadamente de pie.

– Vamos, querida, no llores. ¿Qué diablos importa?