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– Me encantaban, y me las habías regalado tú -dijo Harriet.

Peter negó con la cabeza.

– Lástima que no sea al revés. «Me las habías regalado tú y me encantaban» estaría bien, pero «Me encantaban y me las habías regalado tú» es algo irreparable. No podrán ocupar su lugar ni cincuenta mil huevos del ave roc. «La virgen ha desaparecido y yo he desaparecido; ha desaparecido, y ¿qué voy a hacer yo?» Pero no tienes por qué llorar sobre la cómoda cuando aquí tienes mi pecho a tu disposición, ¿no?

– Perdona. Estoy quedando como una tonta.

– Ya te había dicho que el amor es el peor de los males. Treinta y dos piezas de ajedrez hechas migas. «Y todos los poderosos reyes y las bellas reinas de este mundo no eran sino un lecho de flores…»

– Podría haber tenido el detalle de ocuparme de ese ajedrez.

– No digas bobadas -replicó Peter, con la boca pegada al cabello de Harriet-. No hables con tanta dulzura o yo también me voy a poner tonto. A ver ¿Cuándo ha ocurrido?

– Entre la cena y las diez menos cuarto.

– ¿Ha faltado alguien al comedor? Porque tuvo que hacer un poco de ruido. Después de la cena, tenía que haber alumnas por aquí, que a lo mejor oyeron el cristal al romperse o se fijaron en alguien raro rondando.

– Podía haber alumnas por aquí durante toda la cena… Muchas veces se toman un huevo cocido en su habitación. Y… ¡Dios santo! Claro que había alguien raro… dijo algo sobre el ajedrez. Y anoche también dijo algo extraño.

– ¿Quién?

– La señorita Hillyard.

– ¡Otra vez!

Mientras Harriet le contaba la historia, Peter paseaba inquieto por la habitación, evitando pisar el cristal y el marfil rotos del suelo con la precisión automática de un gato, y al final se detuvo ante la ventana, de espaldas a Harriet. Ella había corrido las cortinas cuando subieron a la habitación, y la mirada de Peter al observarlas solamente parecía expresar preocupación.

– ¡Maldita sea! -exclamó Peter. Eso complica las cosas. -Aún con el peón rojo en la mano, se dio la vuelta y lo colocó con gran precisión justo en el centro de la repisa de la chimenea-. Sí. Bueno, supongo que tendrás que averiguar…

Llamaron a la puerta, y Harriet fue a abrirla.

– Perdona, señora, pero es que Padgett me ha mandado a la sala del profesorado para ver si estaba allí lord Peter Wimsey, y como pensaba que usted podría saber…

– Está aquí, Annie. Es para ti, Peter.

– ¿Sí? -dijo Peter al llegar a la puerta.

– Si tiene la amabilidad, señor… Han llamado del Mitre para decir que hay un recado del Ministerio de Asuntos Exteriores y que si tendría usted la bondad de llamar inmediatamente.

– ¿Cómo? ¡Dios, claro, tenía que pasar! Muy bien, gracias, Annie. Ah, un momento. ¿Fue usted quien vio a… esto… a la persona que estaba haciendo fechorías en el aula?

– Sí, señor, pero no la reconocería.

– No, claro, pero la vio, y a lo mejor ella no sabe que usted no podría reconocerla. Yo en su lugar, andaría con cuidado por el college después de oscurecer. No quiero asustarla, pero ¿ve lo que ha pasado con el ajedrez de la señorita Vane?

– Sí, lo veo, señor. Qué lástima ¿no?

– Y más lástima sería si a usted le ocurriera algo desagradable. No se inquiete, pero si yo fuera usted, siempre iría acompañada cuando saliera después de la caída del sol. Y lo mismo le aconsejaría a la criada que estaba con usted.

– ¿A Carrie?

– Es por simple precaución, ¿comprende? Buenas noches, Annie.

– Buenas noches, señor. Y gracias.

– Voy a tener que insistir en lo de los collares de perro -dijo Peter-. Nunca sabes si es mejor advertir a la gente o no. Algunas personas se ponen histéricas, pero Annie parece bastante equilibrada. Mira, Harriet, todo esto es tedioso. Si me llaman otra vez a Roma, tendré que ir. Yo cerraría esa puerta con llave. Si es Roma, le diré a Bunter que traiga las notas que tengo en el Mitre y a las detectives de la señorita Climpson que te informen a ti directamente. De todos modos, te llamaré esta noche en cuanto sepa de qué va todo esto. Si no es Roma, volveré por la mañana. Mientras tanto, no dejes entrar a nadie en tu habitación. Yo la cerraría con llave y esta noche dormiría en otro sitio.

– Creía que no esperabas más sobresaltos nocturnos.

– Y no los espero, pero no quiero que nadie pise ese suelo. -Se detuvo al llegar a la escalera para examinar la suela de sus zapatos-. No se me han pegado trozos. ¿Y a ti?

Harriet se apoyó primero en una pierna y luego en la otra.

– Esta vez no. Y la primera vez no pisé los destrozos. Me quedé en la puerta echando pestes.

– Buena chica. Los senderos del patio están un poco húmedos y a lo mejor ha quedado algo. Además ahora está lloviendo un poco. Te vas a mojar.

– No importa. ¡Ah, Peter! Tengo esa bufanda blanca tuya.

– Quédatela hasta que vuelva… mañana, con un poco de suerte, o si no, sabe Dios cuándo. ¡Maldita sea! Sabía que algo iba a pasar. -Se quedó inmóvil bajo las hayas-. Harriet, no dejes que te borren del mapa en cuanto yo vuelva la espalda… si puedes evitarlo, o sea, no se te da muy bien cuidar de los objetos de valor.

– ¿Que tenga el detalle de preocuparme un poco? De acuerdo, Peter. Esta vez haré lo que pueda. Palabra de honor.

Le tendió la mano y él se la besó. Una vez más creyó ver a alguien moviéndose en la oscuridad, como en la última ocasión en la que habían pasado los dos juntos por los patios umbríos, pero no se atrevió a entretener más a Peter y no dijo nada. Padgett abrió la verja para su señoría, y al darse la vuelta, Harriet se vio frente a frente con la señorita Hillyard.

– Me gustaría hablar con usted, señorita Vane.

– Por supuesto. A mí también me gustaría hablar con usted.

Sin añadir palabra, la señorita Hillyard se dirigió a sus habitaciones delante de Harriet, que la siguió por la escalera y entró en el salón. La tutora tenía la cara muy blanca cuando cerró la puerta y dijo, sin pedirle a Harriet que se sentara:

– Señorita Vane, ¿cuál es la relación entre ese hombre y usted?

– ¿Qué quiere decir?

Lo sabe usted perfectamente. Si no hay nadie que hable con usted sobre su conducta, tendré que hacerlo yo. Trae usted a ese hombre, sabiendo perfectamente la fama que tiene…

– Sé qué fama tiene como detective.

– Me refiero a su reputación moral. Sabe tan bien como yo que es conocido en toda Europa. Mantiene a montones de mujeres…

– ¿A todas a la vez o sucesivamente?

– De nada sirve ponerse impertinente. Supongo que a una mujer con su pasado, esas cosas le parecen simplemente graciosas, pero debe intentar comportarse con un poco más de decencia. Lo mira usted de una forma vergonzosa. Finge ser una simple conocida suya y se dirige a él por su título en público y por su nombre de pila en privado. Lo lleva de noche a su habitación…

– Oiga, señorita Hillyard, no puedo consentir…

– Los he visto. Dos veces. Él ha estado aquí esta noche. Le ha dejado que le besara las manos y que le hiciera el amor…

– Así que era usted, espiando bajo las hayas.

– ¿Cómo se atreve a pronunciar semejante palabra?

– ¿Y cómo se atreve usted a decir semejante cosa?

– No es asunto mío cómo actúe usted en Bloomsbury, pero si trae a sus amantes aquí…

– Sabe muy bien que no es mi amante. Y también sabe muy bien a qué ha venido a mi habitación esta noche.

– Me lo imagino.

– Y sé muy bien por qué ha ido usted.

– ¿Que yo he ido a su habitación? No sé qué quiere decir.

– Claro que sí. Y sabe que él ha venido a ver el destrozo que ha hecho en mi habitación.

– Yo no he entrado en su habitación.

– ¿No ha entrado en mi habitación y ha destrozado las piezas de ajedrez?

La señorita Hillyard parpadeó.