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– Por supuesto que no. Le he dicho que esta noche ni me he acercado a su habitación.

– Pues ha mentido.

Harriet estaba demasiado enfadada para sentir miedo, aunque se le pasó por la cabeza que si aquella mujer furibunda de cara blanca la agredía, resultaría difícil pedir ayuda en aquella escalera aislada, y pensó en el collar de perro.

– Sé que es mentira porque hay un trozo de marfil en la alfombra, debajo de su mesa, y otro pegado a la suela de su zapatilla derecha. Lo he visto al subir las escaleras.

Estaba preparada para cualquier cosa, pero para su sorpresa, la señorita Hillyard se tambaleó, se sentó bruscamente y dijo:

– ¡Dios mío!

– Si no tiene nada que ver con el destrozo de esas piezas de ajedrez ni con ninguna de las fechorías que se han cometido en este college, más le vale explicar esos trozos de marfil -añadió Harriet.

¿Seré una estúpida por enseñar así mis cartas?, pensó. Pero si no, ¿qué pasaría con las pruebas?

Desconcertada, la señorita Hillyard se quitó una zapatilla y miró la esquirla blanca que colgaba del tacón, clavada en un montoncito de grava húmeda.

– Démela -dijo Harriet, y se la arrebató.

Se esperaba una negativa rotunda, pero la señorita Hillyard dijo con voz débiclass="underline"

– Es una prueba… incontrovertible…

Con lúgubre alegría, Harriet dio gracias al cielo por el método de la mente académica; al menos, no había que discutir sobre lo que eran o no eran pruebas.

– Sí he entrado en su habitación. Iba a decirle lo que acabo de decirle ahora, pero usted no estaba. Y al ver todo aquello en el suelo, pensé… tuve miedo de que usted pensara…

– Lo pensé.

– ¿Qué pensó él?

– ¿Lord Peter? No lo sé, probablemente ahora pensará algo.

– No tiene pruebas de que fuera yo -replicó la señorita Hillyard con súbito brío-. Solo de que estuve en su habitación. Cuando llegué ya estaba así. Lo vi y me acerqué a echar un vistazo. Puede decirle a su amante que lo vi y que me alegro de haberlo visto, pero él le dirá que eso no prueba que lo hiciera yo.

– Mire, señorita Hillyard -dijo Harriet, dividida entre la ira, la sospecha y una especie de lástima despreciable-. Tiene que entender, de una vez por todas, que no es mi amante. ¿De verdad cree que si lo fuera, vendríamos -al legar a este punto se apoderó de ella el sentido del ridículo y le costó trabajo dominar la voz-, vendríamos a Shrewsbury a hacer locuras con las consiguientes incomodidades? Aunque yo no sintiera ningún respeto por el college, ¿qué sentido tendría? Con todo el mundo y todo el tiempo a nuestra disposición, ¿por qué demonios íbamos a venir aquí a hacer el tonto? Sería absurdo. Y si realmente estaba usted en el patio hace un momento, tendrá que saber que los amantes no se tratan así. Al menos, si supiera algo del asunto, eso lo sabría -añadió con mala intención-. Somos viejos amigos, y yo le debo mucho…

– No diga estupideces -repuso la tutora con desprecio-. Sabe que está enamorada de ese hombre.

– ¡Dios santo! -exclamó Harriet, comprendiendo de repente-. Si yo no lo estoy, ya sé quién sí lo está.

– ¡No tiene ningún derecho a decir eso!

– Pero de todos modos es verdad -repuso Harriet-. ¡Maldita sea! Supongo que no servirá de nada que le diga que lo siento muchísimo. (¿Dinamita en una fábrica de pólvora? Sí, desde luego, señorita Edwards; usted lo vio venir antes que nadie. Biológicamente interesante.) Estas cosas son endiabladas. («Es una complicación de mil demonios», había dicho Peter. Él lo había visto venir, claro. Demasiada experiencia para no haberlo comprendido. Probablemente le había pasado montones de veces… con montones de mujeres en toda Europa. ¡Ay, Dios! ¿Y sería una acusación hecha al azar o la señorita Hillyard había hurgado en el pasado y desenterrado cantantes vienesas?)

– ¡Márchese, por lo que más quiera! -gritó la señorita Hillyard.

– Sí, será lo mejor.

Harriet no sabía cómo enfrentarse a la situación. Ya no podía sentir indignación ni enfado. No estaba asustada. No estaba celosa. Solo sentía lástima, y era incapaz de expresar simpatía sin que resultar insultante. Se dio cuenta de que aún llevaba en la mano la zapatilla de la señorita Hillyard. ¿Debía devolverla? Era una prueba… de algo. Pero ¿de qué? Le dio la impresión de que la historia de la Poltergeist se había replegado tras el horizonte, dejando tras ella el atormentado caparazón de una mujer que miraba al vacío bajo la cruel dureza de la luz eléctrica. Recogió el trozo de marfil que había bajo la mesa, la diminuta punta de lanza de un peón rojo.

Bueno, las pruebas son las pruebas, independientemente de los sentimientos personales. Peter… Recordó que Peter había dicho que la llamaría desde el Mitre. Bajó con la zapatilla en la mano, y al llegar al patio nuevo se topó con la señora Padgett, que iba a buscarla.

Desviaron la llamada a la cabina del Queen Elizabeth.

– No es tan malo como creía -dijo Peter-. Solo el gran jefe, que quiere celebrar una reunión en su domicilio. Va a ser una especie de placentera tarde de domingo en el agreste Warwickshire. Quizá después toque Londres o Roma, pero esperemos que no. De todos modos, bastará con que esté allí a las once y media, así que me pasaré a verte alrededor de las nueve.

– Por favor. Ha ocurrido algo. No preocupante, pero sí triste. No puedo contártelo por teléfono.

Peter volvió a prometer que iría a verla y le dio las buenas noches. Tras guardar cuidadosamente la zapatilla y el trozo de marfil, Harriet fue a ver a la administradora, y la acomodaron en una cama de la enfermería.

Capítulo 21

Allí espero hasta que cayó el manto de la noche,

más no vio aparecer a ser viviente alguno.

Y ahora las tristes sombras ocultan el mundo

de la vista mortal, y lo arropan en la oscuridad,

mas ella no rinde sus agotados brazos, por temor

a un secreto peligro, ni deja que el sueño

oprima sus fatigados ojos con la carga

de la naturaleza, sino que se retira exhausta

y sus bien afiladas armas adereza.

EDMUND SPENCER

Harriet dejó recado en la conserjería de que esperaría a lord Peter Wimsey en el jardín de las profesoras. Había desayunado temprano, para evitar a la señorita Hillyard, que pasó por el patio nuevo como una sombra iracunda mientras ella hablaba con Padgett.

Había conocido a Peter en unos momentos en que la brutalidad de las circunstancias la había despojado a golpes de toda sensación física, y por esa coincidencia lo percibía desde el principio como un espíritu y un cerebro situados en un cuerpo. Jamás, ni siquiera en aquellos momentos de vértigo en el río, lo había considerado un animal macho ni sopesado la promesa implícita en los ojos velados, la boca alargada y flexible, las manos de extraña vitalidad. Ni, puesto que él siempre le había pedido pero nunca exigido, había notado dominación alguna, salvo la del intelecto. Pero en aquel momento, mientras Peter avanzaba hacia ella por el sendero bordeado de flores, lo vio con ojos nuevos, los ojos de las mujeres que lo habían visto antes de conocerlo, lo vio, como ellas, dinámicamente. La señorita Hillyard, la señorita Edwards, la señorita De Vine, incluso la decana, habían reconocido lo mismo, cada cual a su manera: seis siglos de actitud posesiva, sometida al yugo de la urbanidad. También ella, al verla tan impudente y fuera de control en el sobrino de Peter, lo había comprendido de inmediato, y la sorprendía que hubiera estado ciega a esa actitud en el hombre de más edad y que aún se defendiera tan denodadamente contra ella. Y pensó si sería casualidad que hubiera cerrado los ojos hasta que fuera demasiado tarde para que el comprenderlo resultara desastroso.

Se quedó inmóvil donde estaba hasta que Peter se detuvo ante ella.

– ¿Y bien? -dijo Peter alegremente-. ¿Cómo estáis, mi señora? «¿Exánime, cariño?»…Sí, veo que algo ha ocurrido. ¿Qué, domina?