– Pido disculpas por haber sacado el tema a colación -dijo la señorita Barton-. Es usted muy amable al hablar con tal franqueza.
– No me importa… Ya no. No habría sido igual justo después de que ocurriera, pero aquella atrocidad de Wilvercombe arrojó nueva luz sobre el asunto, lo mostró desde el otro lado.
– Dígame una cosa -intervino la decana-. Lord Peter… ¿cómo es?
– ¿Se refiere a su aspecto, o a trabajar con él?
– Bueno, su aspecto es más o menos conocido. Rubio y del barrio de Mayfair. Me refiero a hablar con él.
– Es muy divertido. Casi siempre es él quien lleva la conversación.
– Un poco de vida y alegría cuando estás desanimada, ¿no? -Yo lo vi una vez en un concurso canino -terció inesperadamente la señorita Armstrong-. Estaba haciendo una imitación perfecta de un majadero redomado.
– Pues o estaba terriblemente aburrido o investigando algo -replicó Harriet, riendo-. Conozco esa actitud frívola, y es sobre todo para disimular… pero no siempre se sabe qué.
– Eso debe de ocultar algo, porque salta a la vista que es muy inteligente -dijo la señorita Barton-. Pero ¿es solamente inteligencia o verdadera sensibilidad?
– Yo no lo acusaría de falta de sensibilidad -contestó Harriet, mirando pensativa su taza de café vacía-. Lo he visto muy afectado, por ejemplo, por la condena de un criminal muy simpático, pero a pesar de esos modales tan engañosos, en realidad es muy reservado.
– Quizá sea tímido -apuntó amablemente Phoebe Tucker-. Les suele pasar a quienes hablan mucho. Creo que son dignos de lástima.
– ¿Tímido? -replicó Harriet-. No lo creo. Quizá nervioso… esa dichosa palabra sirve para muchas cosas, pero no creo que sea precisamente digno de lástima.
– ¿Por qué habría que tenerle lástima? -dijo la señorita Barton-. En este mundo tan lastimoso, no veo por qué habría que compadecer a un joven que tiene todo lo que puede desear.
– Debe de ser una persona extraordinaria si lo tiene -intervino la señorita De Vine con una seriedad que sus ojos desmentían.
– Y además, no es tan joven -dijo Harriet-. Tiene cuarenta y cinco años. -(La misma edad que la señorita Barton.)
– A mí me parece una impertinencia compadecerse de las personas -dijo la decana.
– Vamos a ver -dijo Harriet-. A nadie le gusta que lo compadezcan. A la mayoría nos gusta la autocompasión, pero eso otra cosa.
– Cáustico, pero absolutamente cierto -terció la señorita Vine.
– Pero lo que a mí me gustaría saber -añadió la señorita Barton, negándose a cambiar de conversación- es si ese caballero diletante hace algo, aparte de dedicarse a sus pasatiempos, investigar crímenes, coleccionar libros y, según tengo entendido, jugar al críquet en su tiempo libre.
Harriet, que se felicitaba por no haber perdido los estribos hasta entonces, se irritó.
– No lo sé -espetó-. Pero ¿acaso importa? ¿Por qué tendría que hacer algo más? Buscar asesinos no es un trabajo ni fácil ni cómodo. Requiere un montón de tiempo y de energías, y puedes acabar muerto o herido con mucha facilidad. Yo diría que lo hace por diversión, pero sea como sea, lo hace. Debe de haber muchísimas personas con las mismas razones que yo para estarle agradecidas. No se puede decir que eso no sea nada.
– Estoy completamente de acuerdo -dijo la decana-. Pienso que tendríamos que estar muy agradecidas a las personas que hacen el trabajo sucio por nada, cualesquiera que sean sus motivaciones.
La señorita Fortescue celebró aquella frase.
– El domingo pasado se me atascaron las tuberías de desagüe de la casita de campo donde paso los fines de semana. Un vecino muy simpático me las desatascó. Se ensució muchísimo, y yo me deshice en excusas, pero él me dijo que no tenía por qué agradecérselo, porque era muy curioso y le encantaban las tuberías de desagüe. A lo mejor no me dijo la verdad, pero si lo hizo, yo desde luego no tengo motivo de queja.
– Y hablando de desagües… -dijo la administradora.
La conversación adquirió un tono menos personal y más anecdótico (porque no hay reunión en la que no se pueda iniciar una animada conversación sobre los desagües), y la señorita Barton se retiró a dormir al cabo de poco tiempo. La decana suspiró con alivio.
– Espero que no les haya importado demasiado -dijo-. La señorita Barton es tremendamente descarada y estaba dispuesta a despacharse a gusto. Es una excelente persona, pero con poco sentido del humor. No acepta nada que no se haga por los motivos más nobles.
Harriet se disculpó por haber hablado con tanta vehemencia.
– A mí me parece que se lo ha tomado usted muy bien, y que ese tal lord Peter parece una persona de lo más interesante, pero no entiendo por qué se ve usted en la obligación de hablar de él, el pobre.
– Desde mi punto de vista, en esta universidad hablamos demasiado -terció la administradora-. Discutimos sobre esto, lo otro y lo de más allá, en lugar de hacer lo que hay que hacer.
– Pero ¿no deberíamos preguntar qué cosas queremos hacer? -objetó la decana.
Harriet sonrió a Betty Armstrong al ver que empezaba la disputa académica de siempre. Antes de que hubieran pasado diez minutos, alguien pronunció la palabra «valores», y al cabo de una hora seguían con lo mismo. Por último la administradora se descolgó con una cita:
– «Dios hizo los números enteros. Todo lo demás es obra del hombre».
– ¡Venga, por Dios! -exclamó la decana-. No nos metamos con las matemáticas, ni con la física. No soporto ninguna de las dos cosas.
– ¿Y quién mencionó la constante de Planck hace un ratito?
– Sí, yo, y bien que lo siento. Me parece algo repugnante.
El enérgico tono de la decana hizo reír a todo el mundo, cuando sonaban las doce finalizó la reunión.
– Aún no vivo en el college -le dijo la señorita De Vine a Harriet-. ¿Puedo acompañarla hasta su habitación?
Harriet asintió, preguntándose qué tendría que decirle la señorita De Vine. Salieron juntas al patio nuevo. La luna estaba muy alta y pintaba los edificios con frías pinceladas de plata y negro cuya austeridad parecía recriminar el brillo amarillo de las ventanas iluminadas, tras las cuales se habían vuelto a reunir viejas amigas que seguían divirtiéndose, hablando y riendo.
– Casi parece que estemos en época de clases -dijo Harriet.
– Sí. -La señorita De Vine sonrió de una forma extraña-. Si escucháramos con atención tras esas ventanas, nos daríamos cuenta de que son las de mediana edad las que están haciendo ruido. Las mayores ya se han acostado, pensando si se habrán conservado tan mal como sus coetáneas. Se han llevado unos cuantos sustos, y les duelen los pies, mientras que las más jóvenes charlan con toda seriedad sobre la vida y sus responsabilidades, pero las de cuarenta fingen ser estudiantes de nuevo, y les cuesta bastante trabajo. Señorita Vane…, la admiro por haber hablado como lo ha hecho esta noche. La imparcialidad es una virtud poco común, y a pocas personas les gusta, ni en ellas mismas ni en los demás. Si encuentra a alguien que la aprecie a pesar de eso, o precisamente por eso, será un aprecio muy valioso, porque será totalmente sincero y porque con esa persona jamás necesitará ser sino sincera.
– Sí, probablemente tiene toda la razón, pero ¿por qué lo dice? -preguntó Harriet.
– No tengo el menor deseo de ofenderla, créame, pero supongo que conoce a muchas personas a quienes les desconcierta la diferencia entre lo que siente usted y lo que ellas se imaginan que debería sentir. Hacerles el menor caso tiene consecuencias fatídicas.
– Sí, pero yo soy una de ellas -replicó Harriet-. Yo me siento desconcertada muchas veces, porque nunca sé qué siento.
– No creo que eso tenga mucha importancia, siempre y cuando no intente una convencerse de sentir lo que debería sentir.