Aunque el tono era medio burlón, nada habría tranquilizado más a Harriet que ese solemne título académico. Contestó, como si recitara una lección:
– Cuando te marchaste anoche, la señorita Hillyard vino a buscarme al patio nuevo. Me pidió que subiera a su habitación porque quería hablar conmigo. Al subir las escaleras, vi que llevaba un trozo de marfil blanco pegado al tacón de una zapatilla. Lanzó… unas acusaciones muy desagradables; había malinterpretado la situación…
– Eso se debe y se puede solucionar. ¿Le dijiste algo sobre la zapatilla?
– Lamento decir que sí. Había otro trocito de marfil en el suelo. La acusé de haber entrado en mi habitación, y ella lo negó hasta que le enseñé la prueba. Entonces lo admitió, pero dijo que ya habían hecho el destrozo cuando ella llegó.
– ¿La creíste?
– Quizá la habría creído si… si no me hubiera mostrado un móvil.
– Ya. Muy bien. No tienes que contármelo.
Al levantar los ojos por primera vez, Harriet vio un rostro tan sombrío como el invierno y titubeó.
– Me llevé la zapatilla. Ojalá no lo hubiera hecho.
– ¿Vas a tenerle miedo a los hechos? ¿Y tú tienes una mente académica?
– Creo que no lo hice por maldad, o eso espero, pero fui muy cruel con ella.
– Afortunadamente, los hechos son los hechos, y tu estado de ánimo no los alterará lo más mínimo. Vamos; tenemos que conocer la verdad a toda costa.
Peter subió detrás de Harriet a su habitación, donde el sol matutino proyectaba un rectángulo alargado y resplandeciente sobre los despojos del suelo. Harriet sacó la zapatilla de una cómoda junto a la ventana y se la dio a Peter, que se tumbó en el suelo, entrecerrando los ojos para examinar la alfombra, donde no había pisado ninguno de los dos. Se metió la mano en el bolsillo y miró de soslayo el atribulado rostro de Harriet, sonriendo.
– «Si todas las plumas que han asido los poetas de todos los tiempos hubieran alentado el sentimiento de los pensamientos de sus amos», no habrían escrito datos tan sólidos como los que se pueden asir con un calibrador. -Midió el tacón de la zapatilla en ambas direcciones y después se fijó en la alfombra-. Estuvo aquí mirando, con los pies juntos. -El calibrador centelleó sobre el rectángulo de luz-. Y aquí está el tacón que pisoteó y redujo la belleza a polvo. Uno era de carrete y otro cubano… ¿No es así como los llaman los fabricantes de calzado? -Se acuclilló y dio un ligero golpecito con el calibrador en el tacón de la zapatilla.
– Me alegro -dijo Harriet de todo corazón-. Me alegro.
– Lo sé. La mezquindad no es una de tus habilidades, ¿verdad? -volvió a fijar la mirada en la alfombra, en esta ocasión en un punto cerca del borde.
– ¡Mira! Ahora que no le da el sol se ve bien. Aquí es donde Tacón Cubano se limpió las suelas antes de marcharse, así que quedarán pocos restos. Bueno, eso no evita rompernos la espalda buscado «el polvo de reyes y reinas» por todo el colegio. -Quitó la esquirla de marfil del tacón de carrete, sé guardó la zapatilla en un bolsillo y se puso en pie-. Habrá que devolvérsela a su dueña, junto con un certificado de buena conducta.
– Dámela. Debo devolvérsela yo.
– Ni hablar. Si alguien tiene que enfrentarse con una situación desagradable, esta vez no vas a ser tú.
– Pero, Peter… tú no…
– No, yo no. Te lo aseguro.
Harriet se quedó mirando las piezas de ajedrez rotas. Al poco salió al corredor, buscó un recogedor y un cepillo en uno de los cuartos de la limpieza y volvió a la habitación a recoger los despojos. Mientras iba a devolver los objetos de limpieza se topó con una alumna del anexo.
– Por cierto, señorita Swift, anoche no oiría usted por casualidad ruidos en mi habitación, como de cristales rotos, ¿verdad?
– No, señorita Vane. Estuve en mi habitación toda la noche, pero… un momento. La señorita Ward vino alrededor de las nueve y media para estudiar morfología conmigo y -a la chica se le dibujaron unos hoyuelos en las mejillas al reírse- y me preguntó si usted comía tofes a escondidas, porque parecía que estaba usted machacando tofes con el atizador. ¿Le ha hecho una visita la fantasma del college?
– Eso me temo -contestó Harriet-. Gracias. Ha sido de gran ayuda. Tengo que ver a la señorita Ward.
Pero lo único que pudo aportar la señorita Ward fue una hora un poco más precisa: «Seguro que no más tarde de las nueve y media».
Harriet le dio las gracias y se marchó. Se sentía como si le dolieran hasta los huesos de pura desazón, o quizá se debiera a que había dormido mal e inquieta en una cama extraña. El sol había sembrado de diamantes la hierba húmeda del patio, y la brisa zarandeaba las ramas de las hayas, desprendiendo una cascada de gotas de lluvia. Las estudiantes iban y venían. Alguien se había dejado un cojín escarlata toda la noche fuera: estaba empapado, con un aspecto lamentable; su dueña fue a recogerlo, entre risueña y asqueada, y lo tiró sobre un banco para que se secara al sol.
No hacer nada era insufrible, y aún más insufrible que le hablara ningún miembro del claustro. Harriet se parapetó en el patio viejo, porque era sensible a la mera cercanía del patio nuevo, como quien se ha puesto una vacuna es sensible a cuanto roza el punto dolorido del cuerpo. Rodeó la pista de tenis, sin intención ni objetivo concretos, y se dirigió hacia la entrada de la librería. Pensó en subir, pero al ver abierta la puerta de la señorita De Vine cambió de idea; podía llevarse un libro de allí. El pequeño vestíbulo estaba vacío, pero en el salón había una criada dándole una pasad con el trapo a la mesa. Harriet recordó que la señorita De Vine estaba en Londres y que había que avisarla en cuanto regresara.
– ¿A qué hora llega la señorita De Vine esta noche, lo sabe usted, Nellie?
– Creo que en el tren de las nueve y treinta y nueve, señorita.
Harriet asintió con la cabeza, cogió al azar un libro de las estanterías y fue a sentarse en la galería, donde había una silla de tijera. Se está haciendo tarde, pensó. Si Peter tenía que llegar a su destino a las once y media, ya era hora de que se marchara. Recordó con toda claridad la ocasión en la que tuvo que esperar en una clínica mientras una amiga se sometía a una operación, olía a éter, y en la sala de espera había un jarrón Wedgwood negro lleno de delfinios.
Leyó una página sin prestarle atención, y cuando alzó la vista al oír pisadas, se encontró con la cara de la señorita Hillyard.
– Lord Peter me ha pedido que le dé esta dirección -dijo la señorita Hillyard sin preámbulos-. Ha tenido que marcharse a toda prisa para llegar puntual a su cita.
Harriet cogió el papel y dijo:
– Gracias.
La señorita Hillyard añadió con decisión:
– Cuando hablé anoche con usted estaba en un error. No había comprendido plenamente lo difícil de su situación. Lamento haber contribuido involuntariamente a agravarla, y le pido perdón.
– No se preocupe -repuso Harriet, refugiándose en lo convencional-. Yo también lo siento. Anoche estaba muy alterada y dije cosas que no tendría que haber dicho. Este desagradable asunto está resultando muy violento.
– Desde luego que sí -dijo la señorita Hillyard con un tono más natural-. Nos ha trastornado a todas. Ojalá lleguemos a conocer la verdad. Según creo acepta usted la explicación que le di de mis movimientos anoche.
– Sin lugar a dudas. Es imperdonable que yo no verificara la información que tenía.
– Las apariencias pueden engañar -dijo la señorita Hillyard.
Se hizo un silencio.
– Bueno -dijo al fin Harriet-. Espero que podamos olvidar todo esto.
Mientras pronunciaba estas palabras, sabía que había al menos una cosa que no podría olvidarse: habría dado lo que fuera por recordarlo.
– Lo intentaré -repuso la señorita Hillyard-. Quizá tengo excesiva tendencia a juzgar con dureza asuntos sobre los que carezco de experiencia.