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– Es usted muy amable por decir eso -dijo Harriet-. Yo tampoco me tengo en muy alta estima, puede creerme.

– Es muy probable. He observado que las personas que tienen oportunidades siempre parecen elegir las menos acertadas, pero no es asunto mía. Buenos días.

Se fue tan bruscamente como había llegado. Harriet echó un vistazo al libro que tenía sobre las rodillas y descubrió que estaba leyendo Anatomía de la melancolía.

Fleat Haraclitus an rideat Democritus? Para hablar de estos síntomas ¿qué hacer? ¿Reír con Demócrito o llorar con Heráclito? Son tan ridículos y absurdos por un lado, tan lamentables y trágicos por otro…

Harriet sacó el coche aquella tarde y llevó a la señorita Lydgate y a la decana a merendar en el campo, en las inmediaciones de Hinksey. Cuando volvió, a tiempo para la cena, encontró un recado urgente en la conserjería, en el que le pedían que llamara a lord Saint-George al House en cuanto regresara. La voz del muchacho parecía agitada cuando contestó.

– ¡Oye, es que no puedo localizar al tío Peter! ¡Se ha esfumado otra vez, maldita sea! He visto a la fantasma esta tarde, y creo que deberías tener cuidado.

– ¿Dónde la has visto? ¿Cuándo?

– A eso de las dos y media, paseando por el puente de Magdalen, a plena luz del día. Yo había estado comiendo con unos amigos cerca de Iffley, y nos acercábamos al Magdalen a dejar a uno de ellos cuando la vi. Iba hablando para sus adentros, rarísima, apretando las manos con los ojos en blanco. Ella también me vio. Y es inconfundible. Iba conduciendo un amigo mío, e intenté avisarlo, pero íbamos a dar la vuelta detrás de un autobús y no me entendió. De todos modos, cuando nos paramos delante de la verja del Magdalen, salí corriendo y retrocedí, pero no la encontré. Como si se hubiera esfumado. Seguro que sabía que iba detrás de ella y se largó. Me dio miedo, pensando que esa mujer era capaz de cualquier cosa. Así que llamé a tu college y me dijeron que habías salido, y después llamé a al Mitre y tampoco sirvió de nada, así que llevo aquí toda la tarde mordiéndome los puños. Primero pensé en dejar una nota, pero después pensé que sería mejor que te lo contara. Qué fiel soy ¿no? No he ido a una cena por hablar contigo.

– Eres amabilísimo -repuso Harriet-. ¿Cómo iba vestida la fantasma?

– Pues con uno de esos vestidos azul oscuro con ramilletes y sombrero con ala, eso que llevan la mayoría de vuestras profesoras por la tarde. Nada Chillón, ni elegante. Corriente. Lo que reconocí fueron los ojos. Se me puso la carne de gallina, en serio. Esa mujer es un peligro, te lo juro.

– Has hecho bien en avisarme -dijo Harriet-. Voy a intentar averiguar quién podría ser. Y tomaré precauciones.

– Sí, por favor -dijo lord Saint-George. O sea, el tío Peter está asustadísimo, como loco. Ya sé que es medio imbécil y un nervioso, y he hecho todo lo posible por «aliviar el pecho del atribulado» y esas cosas, pero estoy empezando a pensar que ha encontrado una excusa. Por lo que más quieras, tía Harriet, haz algo. No puedo consentir que se carguen delante de mis narices a un tío tan valioso como el mío. Es que parece el señor de Burleigh, ya sabes, «de arriba abajo y de abajo arriba» y demás… y tanta responsabilidad me desquicia.

– Oye ¿por qué no vienes a cenar al college mañana a ver si reconoces a esa señora? Esta noche no serviría de nada, porque hay mucha gente que no viene a cenar los domingos.

– ¡Estupendo! -exclamó el vizconde-. Me parece una idea fenomenal. Le voy a sacar un regalo de cumpleaños estupendo al tío Peter si le resuelvo este problema. Hasta luego, y cuídate mucho.

– Tendría que habérseme ocurrido antes -dijo Harriet, contándole esta noticia a la decana-, pero no podía imaginarme que reconocería a esa mujer tras haberla visto solo una vez.

La decana, para quien la historia de lord Saint-George y su encuentro fantasmal era una novedad, parecía escéptica.

– Personalmente, no me comprometería a reconocer a nadie habiéndolo visto a oscuras y una sola vez, y desde luego, no me fiaría de un joven tarambana como ese. La única persona que conozco aquí que tenga un pañuelo azul marino con ramilletes es la señorita Lydgate, ¡y me niego en redondo a creérmelo! pero de todos modos, invite a cenar al joven. Me encantan las emociones, y ese muchacho es aún más decorativo que el otro.

Harriet comprendió que las cosas estaban a punto de desembocar en algo complicado. «Toma precauciones.». Menuda imbécil parecería yendo por ahí con un collar de perro alrededor del cuello, y además no le serviría para defenderse de atizadores y cosas por el estilo… El viento debía de soplar desde el suroeste, porque al atravesar el patio viejo llegó nítidamente a sus oídos el estruendo de la campana Tom al dar las ciento una campanadas.

«No más tarde de las nueve y media», había dicho la señorita Ward. Si el peligro había dejado de merodear a medianoche, aún le quedaban unas horas por delante.

Subió a su habitación y cerró la puerta con llave antes de abrir un cajón y sacar la pesada correa de cuero y cobre. En l descripción de aquella mujer cruzando el puente de Magdalen con los ojos en blanco y «apretando» las manos había algo muy desagradable. Noto la presión de Peter en su cuello como una tira de hierro, y lo oyó diciendo serenamente, como si leyera un libro de testo: «Ese es el punto peligroso. La compresión de los vasos sanguíneos ahí provoca la inconsciencia casi al instante. Y entonces, se acabó».

Y con la presión momentánea de los pulgares de Peter, se le habían inundado los ojos de fuego.

Se dio la vuelta sobresaltada al oír un ruido en el picaporte. Probablemente estaba abierta la ventana del corredor y entraba el viento. Se estaba poniendo absurdamente nerviosa.

La dureza de la hebilla se le resistió. («¿Acaso es tu sirviente un perro, para que haga esto?») Al verse en el espejo, se rió. «Un aspecto como de cala que por sí mismo es una provocación a la violencia.» A la difuminada luz nocturna, su propio rostro la sorprendió, suavizado y sobresaltado, lívido, con los ojos extrañamente grandes bajo las espesas cejas negras y los labios entreabiertos. Era como la cabeza de una persona a la que hubieran guillotinado: la tira oscura la separaba del cuerpo como el acero del verdugo.

Pensó si su amante la habría visto así durante aquel tórrido año de infelicidad, cuando ella intentaba creer que la entrega llevaba a la felicidad. Pobre Philip, atormentado por su propia vanidad, que nunca la había querido hasta que mató sus sentimientos por él y sin embargo la arrastraba peligrosamente en su caída hacía el abismo de la muerte. No fue tanto a Philip a quien se sometió como a una teoría de la vida. Los jóvenes siempre son teóricos; solo los de mediana edad pueden comprender los límites de los principios. Doblegarse ante uno mismo y antes los propios fines puede ser peligroso, pero someterse a los fines de otros es reducirse a polvo y ceniza. Sin embargo, los hay aún más desgraciados, quienes envidian la salobre ceniza de esas «manzanas del mar Muerto».

¿Podría existir jamás una alianza entre el intelecto y la carne? Era esa manía de hacer preguntas y analizarlo todo lo que esterilizaba y anquilosaba las pasiones. Quizá la experiencia tuviera una fórmula para superar esa dificultad, mantienes el cerebro amargado, atormentado, a un lado de la pared, y al otro el cuerpo hermoso y lánguido, sin permitirles que se reúnan jamás. De modo que si eres así, podrías discutir sobre lealtades en una sala del profesorado de Oxford y refrescarte con cantantes vienesas, por ejemplo, presentando una superficie de aguas tranquilas por los dos lados de tu ser. Fácil para un hombre y posible incluso para una mujer, si evitas accidentes absurdos como que te juzguen por asesinato; pero intentar forzar un compromiso entre dos personas incompatibles es una locura; no se debería hacer ni prestarse a ello. Si Peter quería hacer el experimento, que no contara con la connivencia de Harriet. Seis siglos de sangre posesiva no obedecerían a cuarenta y cinco años escasos de intelecto hipersensibilizado. Que el animal macho tomara a la hembra y se contentara; al cerebro activo puede dejársele perfectamente «hablando», como el protagonista de Hombre y superhombre. En un largo monólogo, por supuesto, pues el animal hembra solo puede escuchar, sin intervenir. De otro modo, tendríamos la pareja de Vidas privadas, que rodaban por el suelo y se daban de golpes cuando no estaban haciendo el amor porque, evidentemente, no tenían recursos convencionales. Un panorama de desolador aburrimiento en cualquier caso.