La puerta volvió a hacer ruido, como recordatorio de que incluso un poquito de aburrimiento puede ser deseable en lugar de los sustos. El solitario peón rojo se burlaba de la seguridad apostado en la repisa de la chimenea… Con qué tranquilidad se había tomado Annie la advertencia de Peter. ¿Se la habría tomado en serio? ¿Estaría teniendo cuidado? Parecía tan delicada y reservada como siempre cuando llevó el café a la sala del profesorado aquella noche… quizá un poco más alegre que de costumbre. Claro, había pasado la tarde con Beatie y Carola… Es curioso, ese deseo de poseer a los hijos y dictar sus gustos, como si fueran fragmentos que se escapan de nosotros y no individuos, pensó Harriet. Aunque los gustos se inclinaran por las motocicletas… A Annie no le pasaba nada ¿Y la señorita De Vine, regresando de Londres felizmente ignorante? Harriet comprobó sobresaltada que era casi las diez menos cuarto. El tren debía de haber llegado ya. ¿Se habría acordado la rectora de avisar a la señorita De Vine? No podían dejar que durmiera en aquella habitación de la planta baja sin estar preparada; pero la rectora nunca olvidaba nada.
Sin embargo, Harriet no estaba tranquila. Desde su ventana no veía si había luces encendidas en el ala de la biblioteca. Abrió la puerta y salió (sí; la ventana del corredor estaba abierta; nadie sino el viento había hecho ruido en el picaporte). Unas cuantas figuras borrosas se movían aún por el extremo del patio cuando ella pasó junto a la pista de tenis. Todas las ventanas de la planta baja del ala de la biblioteca estaban oscuras, salvo el débil resplandor del pasadizo. Desde luego, la señorita Barton no estaba en su habitación, y la señorita De Vine no había regresado todavía. O… sí, porque en su salón estaban echadas las cortinas, aunque no brillaba ninguna luz.
Harriet entró en el edificio. La puerta de la señorita Burrows estaba abierta, y el vestíbulo a oscuras. La puerta de la señorita De Vine estaba cerrada. Llamó, pero no hubo respuesta… y de repente le pareció raro que estuvieran echadas las cortinas y que no hubiera luz. Abrió la puerta y accionó el interruptor de la pared del vestíbulo. No pasó nada. Con creciente desasosiego, llegó al salón y abrió la puerta. Y entonces, justo cuando tenía la mano hacia el interruptor la agarraron brutalmente por el cuello.
Contaba con dos ventajas: en cierto modo estaba preparada y la agresora no se esperaba el collar de perro. Notó y oyó el jadeo en la cara mientras los dedos fuertes y crueles tanteaban el cuero. Mientras se movían, le dio tiempo a recordar lo que le habían enseñado: a coger las muñecas y separarlas de golpe, pero cuando intentó ponerle la zancadilla, sus zapatos de tacón alto se escurrieron sobre el parquet…, y de repente notó que se caía, que las dos se caían juntas, y ella estaba debajo; le pareció que pasaban años enteros mientras en sus oídos derramaban una sarta de insultos repugnantes. Después el mundo se apagó entre fuego y truenos.
Rostros… nadando en confusión por entre olas chisporroteantes de dolor, hinchándose y desinflándose angustiadamente, después condensándose en uno solo…, el de la señorita Hillyard, enorme junto al suyo. Después una voz, espantosamente fuerte, resonando ininteligible como una sirena. Y de repente, con toda claridad, como el escenario iluminado de un teatro, la habitación, con la señorita De Vine, blanca como el mármol, en el sofá y la rectora inclinada sobre ella, y en medio, en el suelo, un cuenco blanco lleno de algo rojo y la decana arrodillada a su lado. La sirena volvió a ulular y oyó su propia voz, increíblemente lejana y débiclass="underline" «Dígale a Peter…». A continuación, nada.
Había alguien con dolor de cabeza, un dolor de cabeza insoportable. La brillante luz blanca podría haber sido muy agradable, si no hubiera sido por la opresiva cercanía de la persona con dolor de cabeza que, encima, gemía de una forma espantosa. No sin esfuerzo, haces de tripas corazón para averiguar qué quiere esa persona tan pesada. Con un esfuerzo como el de un hipopótamo para salir de una ciénaga, Harriet hizo de tripas corazón y descubrió que el dolor de cabeza y los gemidos eran suyos, y que la enfermera se había dado cuenta del problema e iba a echarle una mano.
– Pero ¿qué demonios…? -dijo Harriet.
– Ah, eso está mejor -dijo la enfermera-. No, no intente incorporarse. Le han dado un golpe tremendo en la cabeza, y cuanto más quieta se quede, mejor.
– Ya, comprendo -replicó Harriet-. Tengo un dolor de cabeza espeluznante. -Al pensar un poquito, localizó la peor parte del dolor de cabeza detrás de la oreja derecha. Se pasó una mano con cuidado y se encontró con una venda-. ¿Qué ha pasado?
– Eso nos gustaría saber a todos -contestó la enfermera.
– Es que no recuerdo nada -dijo Harriet.
– No importa. Tómese esto.
Como en un libro, pensó Harriet. Siempre dicen: «Tómese esto». Al fin y al cabo, la habitación no estaba tan iluminada; las persianas estaban bajadas. Eran sus ojos, extraordinariamente sensibles a la luz. Mejor cerrarlos.
El «tómese esto» debía de tener gran eficacia, porque cuando Harriet volvió a despertarse, ya no le dolía tanto la cabeza y tenía un hambre canina. Además, empezaba a recordar: el collar de perro y las luces que no se encendían… y las manos que la habían aferrado en medio de la oscuridad. Y allí, de repente, la memoria se detenía obstinadamente. No tenía ni idea del origen de semejante dolor de cabeza. Después rememoró la escena de la señorita De Vine tendida en el sofá. Preguntó por ella.
– Está en la otra habitación -dijo la enfermera-. Ha sufrido un ataque al corazón bastante grave, pero está mejor. Hizo demasiados esfuerzos, y claro, al encontrarla a usted así, se llevo un susto terrible.
Hasta última hora de la tarde, cuando entró la decana y encontró a la paciente muerta de curiosidad, no le explicaron debidamente a Harriet las peripecias de la noche anterior.
– Bueno, si se queda tranquilita, se lo cuento, porque si no, no -dijo la decana-. Y su jovencito le ha enviado un jardín entero de flores jóvenes y ha dicho que volverá esta mañana. ¡Bueno, a ver! La señorita De Vine, la pobre, llegó aquí alrededor de las diez, porque el tren se retrasó un poco, y Mullins le dio recado de que fuera a ver a la rectora inmediatamente, pero ella pensó que debía ir primero a quitarse el sombrero, así que fue deprisa y corriendo a sus habitaciones, para no hacer esperar a la doctora Baring. Y claro, lo primero que pasó fue que las luces no podían encenderse, y después la oyó a usted como gruñendo en medio de la oscuridad. Así que cuando intentó encender el flexo y le función… pues allí que estaba usted, hija mía, como una auténtica aparición para una profesora respetable, y en su propio salón. Ah, por cierto, le han puesto a usted dos puntos preciosos… Fue cosa del pico de la estantería, ¿sabe?… Así que la señorita De Vine salió corriendo para pedir ayuda, pero no había ni un alma en el edificio, así que fue disparada hasta Burleigh y varias personas salieron a ver qué pasaba y alguien fue a buscar a la rectora, después alguien fue a buscar a la enfermera, y no sé quién vino a buscarnos a la señorita Stevens, la señorita Hillyard y a mí, que estábamos tomando tranquilamente una taza de té en mi habitación, y llamamos al médico, y la señorita De Vine, entre el susto y las carreras, se nos puso amoratada, por lo del corazón… Lo hemos pasado divinamente.