La rectora miró a la señorita Hillyard, después a la señora Goodwin y de nuevo a Peter.
– Sí -dijo-. Creo que fue muy acertado.
– Al día siguiente le pregunté a la señorita De Vine el nombre del hombre en cuestión, del que ya sabíamos que era guapo y estaba casado -prosiguió Peter-. Se llamaba Arthur Robinson, y con esta información me propuse averiguar qué había sido de él. Mi teoría consistía en que X era la esposa o alguien de la familia de Robinson, que había venido aquí cuando se anunció el nombramiento de la señorita De Vine, con la intención de vengarse de ella, del college y de las universitarias en general, y que casi seguro, era una persona que mantenía una estrecha relación con la familia Jukes. Esta teoría quedó reforzada por el descubrimiento de que había dado información perjudicial para Jukes mediante una carta anónima similar a las que circulaban por aquí.
»Pues bien, lo primero que ocurrió después de mi llegada fue la irrupción de X en el aula de ciencias. La idea de que X se arriesgara a ser descubierta al preparar las cartas de una forma tan abierta y peligrosa era a todas luces absurda. Era todo un montaje, destinado a inducirnos a error y posiblemente a establecer una coartada. Había preparado los mensajes en otro sitio y los había colocado adrede; de hecho, no quedaban suficientes letras en la caja para terminar el comunicado que había empezado para la señorita Vane. La habitación elegida se ve perfectamente desde el ala de las criadas, y la luz del techo estaba llamativamente encendida, aunque había un flexo que funcionaba perfectamente. Fue Annie quien le dijo a Carrie que se fijara en la luz de la ventana, y Annie la única que aseguró haber visto a X, y mientras que quedó establecida una coartada para ambas, Annie era la única que cumplía las condiciones requeridas por X.
– Pero Carrie oyó a X en la habitación -objetó la decana.
– Sí, claro -repuso Wimsey, sonriendo-. Y Annie la mandó a buscarla a usted mientras ella quitaba las cuerdas con que había apagado la luz y tiraba la pizarra desde el otro lado de la puerta. ¿Recuerda que le comenté que había limpiado a fondo el polvo de la parte superior de la puerta para que no se notaran las marcas de las cuerdas?
– Pero las huellas del alféizar de la ventana del cuarto oscuro… -dijo la decana.
– Auténticas. Salió por allí la primera vez, dejando las puertas cerradas con llave por dentro para hacerlo más convincente. Después entró en el ala de las criadas por la despensa, avisó a Carrie y se la llevó a que viera la escenita… Por cierto, creo que alguna de las criadas podía tener sus sospechas. Quizá encontrase la puerta de la habitación de Annie misteriosamente cerrada en varias ocasiones, o se topara con ella en el pasadizo a horas intempestivas. En cualquier caso, saltaba a la vista que había llegado el momento de establecer una coartada. Me atrevía a aventurar que a partir de entonces cesarían las correrías nocturnas, y así fue. Y supongo que no encontraremos la otra llave de la despensa.
– Muy bien, pero no tiene pruebas -dijo la señorita Edwards.
– No. Me fluí para recabarlas. Entretanto, X, si es que no le gusta cómo la he identificado, llegó a la conclusión de que la señorita Vane era peligrosa y le tendió una trampa para atraparla. No le salió bien, porque con mucha sensatez, la señorita Vane telefoneó al college para confirmar el misteriosos recado que había recibido en Somerville. Dieron ese recado desde una cabina de teléfonos de la calle el miércoles por la noche, a las once menos diez. Justo antes de las once, Annie volvió de su día libre y oyó a Padgett hablando con la señorita Vane por teléfono. No se enteró de la conversación pero probablemente oyó el nombre.
»Aunque esa tentativa fracasó, yo estaba seguro de que volvería a intentar algo, contra la señorita De Vine o contra la criada suspicaz… o contra las tres y las advertí. Lo siguiente que ocurrió fue que destruyeron las piezas de ajedrez de la señorita Vane, algo inesperado. Parecía más una cuestión de odio personal que de miedo. Hasta ese momento la señorita Vane había recibido un trato casi tan cariñoso como si hubiera sido una mujer femenina. ¿Se le ocurre algo que pudiera haber dado esa impresión a X, señorita Vane?
– No lo sé -contestó Harriet confusa-. Le pregunté por las niñas y hablé con Beatie… ¡Dios mío, sí, Beatie!… cuando las conocí. Y recuerdo que en una ocasión le di la razón cortésmente a Annie y le dije que el matrimonio podía ser algo bueno si encontrabas a la persona adecuada.
– Una frase muy diplomática, si bien falta de principios. ¿Y el atento señor Jones, del Jesús? Si trae jóvenes al college por la noche y los esconde en la capilla…
– ¡Cielo santo! -exclamó la señorita Pyke.
– … es normal que se la considere una mujer femenina. De todos modos, no tiene mayor importancia. Me temo que esa impresión quedó borrada por completo cuando declaró públicamente que las relaciones personales deben relegarse ante los deberes públicos.
– Pero ¿qué le pasó a Arthur Robinson? -preguntó la señorita Edwards con impaciencia.
– Estaba casado con una mujer llamada Chyarlotte Ann Clarke, que era la hija de su casera. A su primera hija, que nació hace ocho años, le impusieron el nombre de Batrice. Después del incidente de York, cambió su apellido por el de Wilson y encontró un puesto de maestro en una pequeña escuela privada de primaria, donde no les importaba contratar a alguien que había sido despojado de su título universitario, con tal de no tener que pagarle mucho. Su segunda hija, que nació poco después, se llamaba Carola. Me temo que los Wilson no llevaron una vida fácil. Perdió el primer trabajo (lamento decir que por la bebida), encontró otro, volvió a meterse en líos y hace tres años se voló la tapa de los sesos. Salieron fotografías en los periódicos locales. Aquí están. Un hombre rubio, guapo, de unos treinta y ocho años, inseguro, atractivo, parecido a mi sobrino. Y esta es la fotografía de la viuda.
– Tiene usted razón -dijo la rectora-. Es Annie Wilson.
– Sí. Si leen el informe de la investigación judicial, verán que dejo una carta en la que decía que lo habían acosado hasta la muerte… una carta un tanto incoherente, con una cita en latín, que tradujo el juez de instrucción.
– ¡Santo cielo! -exclamó la señorita Pyke-. Tristius haud illis monstrum…
– Ita. Al fin y al cabo, lo escribió un hombre, de modo que en ese sentido la señorita Hillyard estaba en lo cierto. Al verse obligada a hacer algo para mantener a sus hijas y a sí misma, Annie se puso a servir.
– Me dieron muy buenas referencias de ella -dijo la administradora.
– No me cabe duda; ¿por qué no? Debió de seguirle la pista a la señorita De Vine, y cuando la Navidad pasada se anunció el nombramiento, solicitó trabajo aquí. Probablemente sabía que al ser una pobre viuda con dos hijas pequeñas, atendería su petición…
– ¿y qué decía yo? -exclamó la señorita Hillyard-. Siempre he dicho que este absurdo sentimentalismo con las mujeres casadas acabaría con la disciplina de este colegio. No están, ni pueden estar, centradas en su trabajo.
– ¡Dios mío! ¡Pobrecilla! -dijo la señorita Lydgate-. ¡Venga a darle vueltas en la cabeza a esa afrenta de una forma tan desequilibrada! Si lo hubiéramos sabido, sin duda podríamos haber hecho algo para que viera el asunto con una perspectiva más racional. Señorita De Vine, ¿nunca se le ocurrió averiguar qué le había ocurrido a ese desdichado Robinson?