– Lamento decir que no.
– ¿Y por qué tendría que habérsele ocurrido? -preguntó la señorita Hillyard.
El ruido de la carbonera había cesado hacía unos minutos. Como si el silencio hubiera desencadenado una serie de asociaciones mentales, la señorita Chilperic se volvió hacia Peter y preguntó con titubeos:
– Si la pobre Annie ha hecho realmente todas esas cosas tan espantosas, ¿cómo se quedó encerrada en la carbonera?
– ¡Ah! -exclamó Peter-. Esa carbonera ha estado a punto de hacerme perder la fe en mi teoría, sobre todo porque no recibí el informe de mis investigadores hasta ayer, pero pensándolo bien, ¿qué otra cosa podía hacer Annie? Tenía un plan para agredir a la señorita De Vine cuando volviera a Londres… Probablemente las criadas sabían en qué tren llegaría.
– Nellie sí lo sabía -dijo Harriet.
– Entonces pudo decírselo a Annie. Por una suerte extraordinaria, no perpetró la agresión contra la señorita De Vine, a quien habría cogido desprevenida y cuyo corazón no es muy fuerte, sino contra unja mujer más fuerte y más joven, que hasta cierto punto estaba preparada para ello. Aun así fue muy grave, y fácilmente podría haber resultado mortal. Me cuesta trabajo perdonarme a mi mismo por no haber hablado antes, con o sin pruebas, y haber sometido a observación a la sospechosa.
– ¡Qué tontería! -exclamó vivamente Harriet-. Si lo hubiera hecho, ella podría haber dejado el asunto durante el resto del bimestre, y aún no habríamos confirmado nada. La herida no es grave.
– No, pero podría no haber sido usted. Yo sabía que estaba usted dispuesta a correr el riesgo, pero no tenía ningún derecho a exponer a la señorita De Vine.
– La mayor responsabilidad es mía -dijo la rectora-. Debería haberla telefoneado para avisarla antes de que saliera de Londres.
– De quienquiera que sea la culpa -terció Peter-, fue la señorita Vane quien sufrió la agresión. En lugar de un estrangulamiento tranquilo, se produjo una terrible caída y gran derramamiento de sangre, parte de la cual debió de ir a parar a las manos y el vestido de la agresora, sin duda. Se encontraba en una situación complicada. Se había equivocado de persona, estaba manchada de sangre y despeinada, y la señorita De Vine o alguien más podía llegar en cualquier momento. Aunque volviera rápidamente a su habitación, podían verla (llevaba el uniforme manchado), y cuando encontraran el cuerpo, vivo o muerto, estaría perdida. Su única posibilidad consistía en fingir una agresión contra sí misma. Salió por la parte trasera de la galería, se metió en la carbonera, se encerró y procedió a disimular las manchas de sangre de la señorita Vane con la suya. A propósito, señorita Vane, si recordaba algo de la lección, debió de dejarle señales en las muñecas a Annie.
– Juro que lo hice -replicó Harriet.
– Pero al intentar escabullirte por un respiradero, te puedes hacer numerosas magulladuras. Bien. Verán, las pruebas siguen siendo indiciarias, aunque mi sobrino está dispuesto a identificar a la mujer que vio cruzando el puente de Magdalen el miércoles con la mujer que conoció en el jardín. Se puede coger un autobús para Headington al otro lado del puente de Magdalen. Mientras tanto, ¿han oído a ese hombre en la carbonera? O mucho me equivoco, o va a llegar alguien con algo parecido a pruebas concretas.
Tras unas fuertes pisadas en el corredor, llamaron a la puerta, y Padgett entró casi antes de que le dijeran que pasara. Había restos de polvo de carbón en su ropa, si bien saltaba a la vista que se había lavado apresuradamente la cara y las manos.
– Perdone, señora rectora, señorita -dijo-. Aquí tiene, comandante. Estaba en el fondo del montón de carbón. He tenido que removerlo todo.
Dejó una llave grande sobre la mesa.
– ¿Ha intentado abrir la carbonera?
– Sí, señor, pero no hacía falta. Aquí está la etiqueta que le puse ¿Ve? «Carbonera.»
– Es muy fácil encerrarte y esconder la llave. Gracias, Padgett.
– Un momento, Padgett -dijo la directora-. Quiero ver a Annie Wilson. ¿Podría ir a buscarla y traerla aquí, por favor?
– Será mejor que no -dijo Wimsey en tono más bajo.
– Por supuesto que sí -replicó la decana con acritud-. Ha presentado usted una acusación en público contra esa desgraciada mujer, y es justo que se le dé la oportunidad de defenderse. Tráigala inmediatamente, Padgett.
Peter hizo un elocuente gesto de resignación cuando salió Padgett.
– Creo que es muy necesario que se aclare este asunto por completo, e inmediatamente -dijo la administradora.
– ¿De verdad le parece acertado, rectora? -pregunto la decana.
– En este college no se acusa a nadie sin permitirle que se explique -replicó la rectora-. Sus argumentos parecen muy convincentes., lord Peter, pero las pruebas pueden estar sujetas a otra interpretación. No cabe duda de que Annie Wilson es Charlotte Ann Robinson, pero de ahí no se deduce que sea la autora de las fechorías. Reconozco que las apariencias están en su contra, pero puede haber habido falsificaciones o coincidencias. Por ejemplo, la llave: podrían haberla puesto en la carbonera en cualquier momento durante los últimos tres días.
– He bajado a ver a Jukes… -empezaba a decir Peter cuando la llegada de Annie lo interrumpió.
Pulcra y apagada como siempre, se aproximó a la directora.
– Padgett me ha dicho que deseaba verme, señora. -Después su mirada recayó sobre el periódico abierto sobre la mesa y aspiró aire con un largo silbido, mientras recorría la habitación con unos ojos que parecían los de un animal acorralado.
– Señora Robinson – dijo Peter con tranquilidad-, podemos comprender cómo llegó a sentirse agraviada, quizá justificadamente, por la persona responsable de la trágica muerte de su esposo, pero ¿cómo pudo usted consentir que sus hijas la ayudaran a preparar esas terribles notas? ¿No comprendía que si ocurría algo podrían haberlas citado como testigos ante un tribunal?
– No, claro que no -replicó Annie con presteza-. Ellas no sabían nada. Solo me ayudaban a recortar las letras. ¿Cree usted que dejaría que sufrieran? ¡Dios mío! No pueden hacer eso… no pueden… ¡Qué brutos son ustedes! Antes me mataría.
– Annie, ¿hemos de entender que admite ser la responsable de todos estos abominables incidentes? -dijo la doctora Baring-. La he llamado para que limpie su nombre de ciertas sospechas que…
– ¡Que limpie mi nombre! Ni falta que me hace, hipócritas engreídos… Atrévanse a llevarme ante un tribunal, que me voy a reír en su cara. ¿Qué harían mientras le cuento al juez que esa mujer mató a mi marido?
– La noticias me ha impresionado terriblemente -dijo la señorita De Vine-. No sabía nada hasta hace un momento, pero no tuve elección. No pude prever las consecuencias, y aunque hubiera podido…
– No le habría importado. Usted lo mató y no le importó. Usted lo asesinó. ¿Qué le había hecho él? ¿Qué daño le había hecho a nadie? Lo único que quería era vivir y ser feliz. Usted le quito el pan de la boca y nos dejó en la miseria a mis hijas y a mí. ¿Qué podía importarle a usted? Usted no tenía hijos. Usted no tenía un hombre al que cuidar. Lo sé todo de usted. Tuvo un hombre en una ocasión y lo dejó plantado porque era demasiada molestia cuidar de él, pero ¿no podía haber dejado a mi hombre en paz? Dijo una mentira sobre alguien que llevaba muerto y enterrado cientos de años, y eso no le afectaba a nadie. ¿Era más importante un trozo de papel sucio que nuestras vidas y nuestra felicidad? Usted lo destrozó y lo mató… para nada. ¿Usted cree que ese es trabajo para una mujer?
– Desgraciadamente, era mi trabajo -contestó la señorita De Vine.
– ¿Y por qué tiene que meterse en un trabajo así? El trabajo de una mujer consiste en cuidar de su marido y sus hijos. Ojalá la hubiera matado yo a usted. Ojalá pudiera matarlas a todas. Ojalá pudiera reducir a cenizas este sitio y todos los sitios como este… donde enseñan a las mujeres a quitarles el trabajo a los hombres, a robarles y a matarlos.