Se volvió hacia la rectora.
– ¿No saben lo que hacer? Las he oído quejarse del desempleo… pero son ustedes, son las mujeres como ustedes las que les quitan el trabajo a los hombres y les destrozan el corazón y la vida. No me extraña que no puedan tener un hombre a su lado y que detesten a las mujeres que sí pueden. Que Dios libre a los hombres de caer en sus manos, eso es lo que yo digo. Serían capaces de matar a sus marido, si es que los tuvieran, por un libro viejo o un trozo de papel… Yo quería a mi marido, y ustedes lo destrozaron. Aunque hubiera sido un ladrón o un asesino, yo habría seguido queriéndolo y lo habría defendido. Él no quería robar ese viejo papel… solo lo guardó. No suponía nada para nadie. No habría ayudado a ningún hombre, mujer o niño en el mundo… no le habría servido de nada ni a un gato, pero ustedes lo mataron por eso.
Peter se había levantado y estaba detrás de la señorita De Vine, con la mano en su muñeca. Ella movió la cabeza. Inflexible, implacable, pensó Harriet; eso no le alteraría el pulso lo más mínimo. El resto del claustro parecía simplemente atónito.
– ¡No, claro! -exclamó Annie, reflejando los pensamientos de Harriet-. Ella no siente nada. Ninguna siente nada. Son todas iguales… unas sinvergüenzas. Lo único que les importa es su pellejo y su asquerosa reputación. Las he asustado a todas, ¿eh? ¡Dios! ¡Lo que me he reído al ver cómo se miraban! Ni siquiera se fiaban las unas de las otras. No son capaces de ponerse de acuerdo en nada, salvo en odiar a las mujeres decentes y a sus hombres. Ojalá les hubiera cortado el cuello a todas, pero les habría hecho un favor. Lo que querría es verlas muertas de hambre, como nosotros. Querría verlas a todas arrastradas por el barro. Las querría ver… que se burlaran de ustedes, que las degradaran, como hicieron con nosotros. Les vendría bien aprender a fregar suelos para ganarse la vida, como he hecho yo, y a usar las manos para algo, y a llamar «señora» a un hatajo de guarras… Pero por lo menos les metí el miedo en el cuerpo. Ni siquiera han sido capaces de averiguar quién hacía todo eso… para eso les sirven sus maravillosas cabezas. En sus libros no hay nada sobre la vida, el matrimonio y los hijos, ¿verdad?, nada sobre las personas desesperadas, el amor, el odio, nada que sea humano. Son todas unas ignorantes, unas estúpidas y unas inútiles. Son una pandilla de imbéciles, incapaces de hacer nada solas. Incluso ustedes, viejas brujas, han tenido que buscar a un hombre para que les hiciera el trabajo.
»Usted lo trajo aquí. -Se inclinó sobre Harriet con ojos furibundos, como si hubiera querido abalanzarse sobre ella y despedazarla-. Y usted es la más hipócrita y asquerosa de todas. Sé quién es usted. Tuvo un amante una vez, y murió. Lo mandó a paseo por que era usted demasiado orgullosa para casarse con él. Usted era su querida y le chupó la sangre, y no lo valoraba lo suficiente como para dejar que hiciera de usted una mujer honrada. Se murió por que usted no lo cuidó. Supongo que usted diría que lo quería, pero no sabe qué significa el amor. Significa estar con tu hombre a las duras y a las maduras y pasar penalidades, pero usted usa a los hombres y los tira cuando ha acabado con ellos. Acuden a usted como moscas a la miel, y se caen y mueren. ¿Qué piensa hacer con ese de ahí? Lo busca cuando lo necesita para que le haga el trabajo sucio, y cuando haya acabado con él lo echará a patadas, porque no quiere cocinarle ni arreglarle la ropa ni darle hijos como una mujer decente. Va a usarlo, como una herramienta más, para machacarme a mí. Le gustaría verme en prisión y a mis hijas en un asilo, porque no tiene agallas para hacer el trabajo que le corresponde en el mundo. Todas ustedes juntas no tienen lo que hay que tener para que un hombre se fije en ustedes. Y usted…
Peter había vuelto a su sitio y estaba sentado, con la cabeza entre las manos. Annie fue hasta allí y lo sacudió con furia por los hombros, y cuando Peter alzó la mirada, Annie le escupió en la cara.
– ¡Usted, cerdo traidor! ¿Rata asquerosa! Son los hombres como usted los que hacen así a las mujeres. Lo único que sabe hacer es hablar. ¿Qué sabrá usted de la vida, con su título, su dinero, su ropa y sus coches? Jamás ha hecho un trabajo honrado. Puede comprar a todas las mujeres que quiera. Si por usted fuera, las esposas y madres podrían morirse de asco, mientras usted habla sobre el deber y el honor. Nadie se sacrificaría por usted… ¿por qué iban a hacerlo? Esa mujer lo está dejando en ridículo y usted ni se da cuenta. Si se casa con usted por su dinero, quedará todavía más en ridículo, y merecido se lo tiene. Para lo único que sirve es para tener las manos bien blancas y para engendrar los hijos de otros hombres… ¿Qué piensan hacer todas ustedes? ¿Salir corriendo a llorarle al magistrado porque las he dejado en ridículo a todas? No se atreven. Tienen miedo de dar la cara. Tienen miedo por su querido college y por ustedes, pero yo no tengo miedo. Lo único que he hecho es defender la carne de mi carne y la sangre de mi sangre. ¡Imbéciles! ¡Puedo reírme, de todas ustedes! No se atreverán a ponerme la mano encima. Yo tenía marido y lo quería… y ustedes tenían celos de mí y lo mataron. ¡Dios mío! Lo mataron entre todos, y no volvimos a tener un solo momento de felicidad.
De repente estalló en llanto, entre grotesca y digna de lástima, con la cofia descolocada y retorciendo el delantal con las manos.
– ¡Por Dios bendito! -murmuró desesperadamente la decana-. ¿No podemos hacer algo?
La señorita Barton se levantó.
– Vamos, Annie -dijo con decisión-. Lo sentimos mucho por usted, pero no puede actuar como una histérica. ¿Qué pensarían las niñas si la vieran? Lo mejor será que se acueste y se tome una aspirina. Administradora, ¿podría ayudarme a llevármela, por favor?
Como electrizada, la señorita Stevens se levantó, cogió a Annie por el otro brazo y salieron las tres juntas. La rectora se volvió hacia Peter, que estaba de pie enjugándose mecánicamente la cara con el pañuelo, sin mirar a nadie.
– Le pido disculpas por haber permitido esta escena. Debería haberlo comprendido. Tenía usted toda la razón.
– ¡Por supuesto que tenía razón! -exclamó Harriet. La cabeza estaba a punto de estallarle, como una máquina de vapor-. Siempre tiene razón. Dijo que era peligroso preocuparse por nadie. Dijo que el amor es una bestia demoníaca. Tú eres honrado, ¿verdad, Peter? Redomadamente honrado… ¡Dios! Déjenme salir. Voy a vomitar.
Tropezó contra Peter, que le abrió la puerta y tuvo que llevarla con mano firme hasta la puerta del lavabo. Cuando volvió, la rectora se había puesto de pie, y con ella las profesoras. Parecían aturdidas por la impresión de ver tantos sentimientos al desnudo en público.
– Por supuesto, señorita De Vine – estaba diciendo la rectora-, a nadie en su sano juicio se le ocurriría culparla a usted.
– Gracias rectora -repuso la señorita De Vine-. A nadie, salvo quizá a mí.
– Lord Peter -dijo la rectora un poco más tarde, cuando todas se habían calmado un poco-, creo que a todas nos gustaría decirle…
– No, por favor -replicó él-. No tiene ninguna importancia.
La rectora salió y las demás la siguieron, como plañideras en un funeral, y solo quedó la señorita De Vine, sentada bajo la ventana. Peter cerró la puerta y se acercó a ella, pasándose el pañuelo por la boca. Al darse cuenta, lo tiró a la papelera.
– Yo sí me echo la culpa -dijo la señorita De Vine, dirigiéndose no tanto a Peter como a sí misma-. Con amargura. No por mi forma de actuar, que era inevitable, sino por las consecuencias. Nada de lo que pueda decirme me hará sentirme más responsable de lo que ya me siento.
– No tengo nada que decirle -replicó Peter-. Al igual que usted y la totalidad del claustro, admito que los principios y las consecuencias van unidos.
– Eso no sirve de nada -dijo la profesora sin rodeos-. Habría que pensar en las demás personas. La señorita Lydgate habría hecho lo mismo que yo, pero se habría molestado en averiguar qué había sido de ese desdichado y de su esposa.