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Estaban en el patio viejo, y las ancestrales hayas, la más venerable de las instituciones de Shrewsbury, dibujaban sobre ellas vetas de sombras cambiantes, más engañosas que la oscuridad.

– Pero hay que tomar alguna decisión -dijo Harriet-. Y entre un deseo y otro, ¿cómo saber qué cosas son de una importancia abrumadora?

– Solo se puede saber cuando ya nos han abrumado -contestó la señorita De Vine.

Las sombras de damero resbalaron sobre ellas, como los eslabones de una cadena de plata. Uno tras otro, los relojes de todas las torres de Oxford dieron los cuartos, en una cascada de amistosa desavenencia. La señorita De Vine se despidió de Harriet a la puerta del edificio Burleigh y desapareció bajo el pasadizo del comedor a grandes zancadas, ligeramente encorvada.

Qué mujer tan extraña, pensó Harriet, y sagaz e inteligente. La tragedia de Harriet había surgido por «convencerse de sentir lo que debería sentir» hacía un hombre cuyos sentimientos tampoco habían superado la prueba de la sinceridad. Y la consiguiente inestabilidad de sus objetivos había surgido de la decisión de no volver a confundir el propósito de sentir con el sentimiento mismo. «Solo sabemos qué cosas son de una importancia abrumadora cuando ya nos han abrumado.» ¿Acaso había algo que se hubiera mantenido firme en medio de sus indecisiones? Bueno, sí; había perseverado en su trabajo, a pesar de que podría haber tenido razones de peso para haberlo abandonado y haberse dedicado a otra cosa. Aunque aquella noche había fundamentado los motivos para esa lealtad en concreto, nunca había sentido la necesidad de convencerse a sí misma. Había escrito lo que se sentía llamada a escribir y, aunque empezaba a pensar que quizá podría hacerlo mejor, no le cabía duda de que eso en sí mismo era lo más conveniente para ella. Era algo que la había abrumado sin su conocimiento, sin que se diera cuenta, y eso era prueba de su dominio.

Paseó unos minutos por el patio, demasiado inquieta para irse a dormir. Y de pronto le llamó la atención una hoja de papel que revoloteaba indolente sobre el cuidado césped. La recogió mecánicamente y, al ver que no estaba en blanco, se la llevó al edificio Burleigh para examinarla. Era un papel normal y corriente, y lo único que tenía era un dibujo pueril a lápiz. No era precisamente un dibujo bonito; desde luego, no lo que esperas encontrarte en el patio de un college. Era algo feo, sádico. Representaba una figura desnuda de contornos exageradamente femeninos infligiendo humillantes y atroces ultrajes a una persona de sexo indeterminado con toga y birrete. No podía ser obra de nadie en su sano juicio; era un garabato cruel, sucio, demencial.

Harriet lo contempló un rato con asco, mientras se planteaba una serie de preguntas. Después se lo llevó al piso de arriba, al primer retrete que encontró, lo tiró y lo hizo desaparecer. Tal era la suerte que debían correr semejantes cosas, y punto, pero de todos modos, pensó que ojalá no lo hubiera visto.

Capítulo 3

Bien hacen quienes, si no pueden resistirse al amor, lo mantienen a raya y lo desligan por completo de los asuntos y hechos serios de la vida, pues una vez coincide con los negocios, atribulará la suerte de los hombres y les impedirá ser fieles a sus propósitos.

FRANCIS BACON

Como siempre aseguraban las profesoras, el domingo era invariablemente el mejor día de las celebraciones de fin de curso. La cena oficial y los discursos ya habían quedado atrás; las antiguas alumnas residentes en Oxford y las visitas, con tantas ocupaciones que solo disponían de una noche, ya se habían marchado; la gente empezaba a irse cada cual por su lado y se podía hablar tranquilamente con las amigas sin que te arrastrara una pandilla de pelmas.

Harriet hizo la visita oficial a la rectora, que ofrecía una pequeña recepción con jerez y galletas, y después fue a ver a la señorita Lydgate, en el patio nuevo. La habitación de la tutora de inglés estaba engalanada con las pruebas de su obra, de próxima aparición sobre los elementos prosódicos del verso inglés desde Beowulf hasta Bridges. Como la señorita Lydgate había perfeccionado o más bien, puesto que una obra de erudición jamás alcanza una perfección inamovible, se encontraba en pleno proceso de perfeccionamiento de una teoría de la prosodia completamente nueva que exigía un sistema original y complicado de notación que suponía doce variedades de tipos de imprenta, y como la letra de la señorita Lydgate resultaba difícil de leer y la autora tenía escasa experiencia con los impresores, en aquel momento había cinco revisiones sucesivas en galeradas, en diferentes etapas de elaboración, además de dos pliegos en pruebas en páginas y un apéndice mecanografiado, pero aún quedaba por escribir la importante introducción que proporcionaba la clave de la argumentación. Hasta que una parte del libro no llegaba a la situación de pruebas en página no se convencía la señorita Lydgate de la necesidad de traspasar párrafos largos de un capítulo a otro; naturalmente, cada cambio de este tipo exigía un costoso retoque de las pruebas en página y eliminar las partes correspondientes de los cinco juegos de revisiones, de modo que en el transcurso de la necesaria remisión, las alumnas y colegas de la señorita Lydgate se la encontraban liada en una especie de capullo de papel buscando desesperadamente su pluma entre aquel caos.

– Lo peor es que, en cuanto al lado práctico de la producción de un libro, mi ignorancia es absoluta -dijo la señorita Lydgate, rascándose la cabeza ante las corteses preguntas de Harriet sobre su obra obra magna-. Me resulta todo muy confuso y no se me da bien explicar las cosas a los impresores. La señorita De Vine me resultaría de gran ayuda en esto, porque tiene una mente muy ordenada. Es realmente pedagógico ver su manuscrito, y por supuesto, su trabajo es muchísimo más complicado que el mío… con tantos detalles sobre las finanzas de la época isabelina y demás, todo maravillosamente ordenado y con una argumentación clarísima. Y sabe colocar las notas a pie de página como es debido, para que encajen en el texto. A mí me resulta muy difícil, y aunque la señorita Harper tiene la amabilidad de mecanografiármelo todo, la verdad es que sabe más de anglosajón que de tipografía. Supongo que recordará a la señorita Harper. Es dos años más joven que usted; se licenció en inglés y vive en Woodstock Road.

Harriet dijo que las notas a pie de página siempre eran tediosas y le preguntó si podía ver algo de su libro.

– Bueno, si realmente le interesa… -contestó la señorita Lydgate-. Pero no quisiera aburrirla. -Sacó un par de pliegos paginados de un cajón atestado de papeles-. No vaya a pincharse con ese manuscrito que está prendido con un alfiler. Desgraciadamente, está lleno de notas en los márgenes y de interlineaciones, pero es que de repente me di cuenta de que podía mejorar considerablemente el sistema de notación y he tenido que cambiarlo por completo. Supongo que en la imprenta se van a enfadar conmigo -añadió con aire triste.

Harriet coincidía con ella en su fuero interno, pero para animarla le dijo que, sin duda, la Oxford University Press estaba acostumbrada a descifrar los manuscritos de los investigadores.

– A veces me planteo si realmente soy investigadora -dijo la señorita Lydgate-. Lo tengo todo muy claro en la cabeza, pero a la hora de ponerlo sobre el papel, me armo un lío. ¿Qué hace usted con las tramas de sus novelas? Debe de costar mucho trabajo retener en la memoria las horas, las coartadas y todo eso.

– Yo también me lío -reconoció Harriet-. Todavía no conseguido desarrollar una trama sin cometer al menos seis errores garrafales. Por suerte, nueve de cada diez lectores también se lían, así que no importa. El décimo lector me escribe una carta, y yo le prometo corregir el error en la siguiente edición, pero nunca lo hago. Al fin y al cabo, mis libros solo sirven para entretenerse. No son como las obras de investigación.