– La señorita Lydgate es una gran persona, una persona excepcional, pero no podría evitar que otras personas sufrieran por sus principios. En cierto modo, parece que para eso están los principios… Yo no pretendo ser cristiano ni nada parecido -añadió con su inseguridad de costumbre-, pero hay algo en la Biblia que a mí me parece una simple exposición de la brutalidad de los hechos, quiero decir, lo de no traer la paz sino una espada.
La señorita De Vine lo miró con curiosidad.
– ¿Cuánto va a sufrir usted por esto?
– Sabe Dios. Es problema mío. Quizá nada, pero de todos modos, estoy con usted… siempre.
Cuando Harriet salió del lavabo, encontró a la señorita De Vine sola.
– Gracias a Dios, se han ido -dijo-. Lamento haber dado un espectáculo. Ha sido… tremendo ¿no? ¿Donde está Peter?
– Se ha marchado -respondió la señorita De Vine. Vaciló unos momentos, y añadió-: Señora Vane, no tengo ningún deseo de meterme en sus asuntos como una impertinente, y páreme los pies si me excedo, pero hemos hablado mucho de que hay que enfrentarse a los hechos. ¿No va siendo hora de que usted se enfrente a los hechos con respecto a ese hombre?
– Llevo bastante tiempo enfrentándome a un hecho -respondió Harriet, contemplando el patio sin verlo-, y es que si cedo una sola vez ante Peter, me desharé.
– Eso es casi evidente -replicó la señorita De Vine secamente-. ¿Cuántas veces ha utilizado esa arma contra usted?
– Nunca -contestó Harriet, recordando los momentos en que Peter podría haberlo hecho-. Jamás.
– Entonces, ¿de qué tiene miedo? ¿De sí misma?
– ¿No ha sido esta tarde suficiente advertencia?
– Quizá. Ha tenido usted la suerte de dar con un hombre muy generoso y muy honrado. Ha hecho lo que usted le pidió sin importarle lo que iba a costarle y sin rehuir la cuestión. No ha intentado ocultar los hechos ni influir en su opinión. Al menos reconocerá eso.
– Supongo que se daría cuenta de cómo me habría sentido.
– ¿Que se dio cuenta? -dijo la señorita De Vine con cierta irritación-. Mi querida amiga, reconozca que ese hombre tiene una gran inteligencia. Es increíblemente sensible y mucho más inteligente de lo que le convendría, pero de verdad, creo que no puede usted seguir así. No va agotar su paciencia, ni a quebrantar su autocontrol ni su espíritu, pero si puede quebrantar su salud. Parece una persona al límite de su resistencia.
– Ha estado de acá para allá, trabajando mucho -replicó Harriet a la defensiva-. No resultaría agradable vivir conmigo. Tengo muy mal carácter.
– Bueno, si él quiere correr ese riesgo… Valor no parece que le falte.
– Solo conseguiría amargarle la vida.
– Muy bien. Si ha llegado a la conclusión de que usted no le llega ni a la suela de los zapatos, dígaselo y despáchelo.
– Llevo cinco años intentando despachar a Peter, pero con él no funciona.
– Si lo hubiera intentado en serio, podría haberlo despachado en cinco minutos… Perdone. Supongo que usted no lo habrá pasado muy bien, pero él tampoco puede haberlo pasado muy bien… viéndolo todo y sin poder intervenir.
– Sí. Casi preferiría que hubiera intervenido, en lugar de ser tan terriblemente inteligente. Sería un alivio que me trataran sin ninguna consideración, para variar.
– Él jamás haría una cosa así. Ese es su punto flaco. Jamás decidirá por usted. Usted tendrá que tomar sus propias decisiones. No tiene que temer perder su independencia; él siempre la obligaría a recuperarla. Si alguna vez encuentra algún reposo con él, será el reposo de un equilibrio muy delicado.
– Es lo mismo que dice él. Si estuviera en mi lugar, ¿a usted le gustaría casarse con un hombre así?
– Francamente, no -respondió la señorita De Vine-. Bajo ninguna circunstancia. El matrimonio entre dos inteligencias independientes e igualmente susceptibles me parece una insensatez demencial. Podrían hacerse un daño terrible el uno al otro.
– Lo sé, y no creo que yo soportara que me hicieran más daño.
– Entonces, le aconsejo que deje de hacer daño a los demás. Enfréntese a los hechos y exprese sus conclusiones. Ponga su mente académica a trabajar y acabe con el problema de una vez por todas.
– Creo que tiene usted razón -reconoció Harriet-. Lo haré. Y eso me recuerda que esta mañana he visto escrito PARA IMPRENTA en Historia de la prosodia, de la señorita Lydgate, de su puño y letra. Salí corriendo con el manuscrito y cogí por banda a una alumna para que lo llevara a la imprenta. Estoy casi segura de haber oído una débil voz que decía algo desde una ventana, algo sobre una nota en la página 97… pero hice como si no lo oyera.
– ¡Gracias a Dios! ¡Al menos ese trabajo académico ha dado al fin sus frutos! -dijo la señorita De Vine, riendo.
Capítulo 23
El último refugio, y el remedio más seguro, que debe aplicarse en caso extremo, cuando ningún otro recurso surta efecto, consiste en dejar que se vayan juntos para que disfruten el uno del otro: potissima cura est ut heros amasia sua potiatur, dijo Guianerio… El propio Esculapio no puede inventar mejor remedio para esta dolencia, quam ut amanti cedat amatum… que el amante satisfaga su deseo.
ROBERT BURTON
Por la mañana no hubo noticias de Peter. La rectora comunicó breve y discretamente al college que se había encontrado a la delincuente y que se había solucionado el problema. Recuperado de la impresión, todo el claustro se dedicaba tranquilamente a las actividades del trimestre. Habían vuelto a la normalidad. Siempre habían sido normales. Una vez desaparecido el espejo deformante de los recelos, eran seres humanos amables e inteligentes, que quizá no vieran más allá de sus intereses, como cualquier hombre corriente en su trabajo o cualquier mujer corriente en sus tareas domésticas, pero tan comprensibles y agradables como el pan de cada día.
Tras haberse quitado de encima las pruebas de la señorita Lydgate, y sintiéndose incapaz de enfrentarse con Wilfrid, Harriet recogió su notas sobre Le Fanu y fue a la Cámara a trabajar un poco serio.
Poco antes de mediodía, notó una mano en el hombro.
– Me han dicho que estabas aquí -dijo Peter-. ¿Tienes un momento? Podemos subir a la azotea.
Harriet dejó la pluma y lo siguió por la cámara circular con sus mesas llanas de lectores silenciosos.
– Tengo entendido que están tratando el problema médicamente -dijo Peter, empujando la puerta de vaivén que daba a la escalera de caracol.
– Ah, sí. Cuando la mente académica capta realmente una hipótesis, y a veces tarde un poco, funciona con meticulosidad y eficacia. No pasa nada por alto.
Subieron en silencio, y al fin salieron por la torrecilla a la galería de la Cámara. La lluvia del día anterior había dado paso a un sol radiante sobre una ciudad radiante. Pisando con cautela el suelo de listones para dirigirse al extremo suroeste del círculo, se sorprendieron un poco al toparse con la señorita Cattermole y el señor Pomfret, que estaban sentados juntos en un saliente de piedra y se levantaron ante su llegada, como pájaros asustados en un campanario.
– No se muevan -dijo Wimsey con gentiliza-. Hay sitio para todos.
– No importa, señor -replicó el señor Pomfret-. Ya nos íbamos, de verdad. Tengo clase a las doce.
– ¡Madre mía! -exclamó Harriet, observándolos mientras desaparecían por la torrecilla, pero a Peter ya no le interesaban ni el señor Pomfret ni sus asuntos. Estaba con los codos apoyados en el pretil, mirando Cat Street. Harriet se puso a su lado.
Al este, a tiro de piedra, se alzaban las torres gemelas de All Souls, fantásticas e irreales como un castillo de naipes, recortadas a la luz del sol, el óvalo empapado del patio de abajo brillante como una esmeralda engastada en un anillo. Detrás, negro y gris, New College, ceñudo, con alas negras revoloteando alrededor del campanario, y Queen's con su cúpula de cobre verde, y al dirigir la mirada hacia el sur, Magdalen, amarillo y esbelto, el alto lirio de torres, las facultades y la fachada almenada de la universidad; Merton, de pináculos cuadrados, semioculto tras el umbrío costado norte y la aguja rampante de Saint Mary. Y al oeste, Christ Church, enorme entre la aguja de la catedral y la torre Tom; Brasone al lado; Saint Aldate y Carfax detrás, agujas, torres y patios, todo Oxford brotando a sus pies con hojas vivas y piedra imperecedera, cercada a lo lejos por el baluarte de sus azules colinas.