Выбрать главу

Ciudad torreada, ramosa entre torres,

embelesada entre el eco del cuco y

el enjambre de campanas, preñada de rocas,

de ríos rodeada, allá abajo el lirio moteado.

– Harriet -dijo Peter-. Quiero que me perdones por estos últimos cinco años.

– Creo que debería ser al revés -replicó Harriet.

– Yo creo que no. Cuando recuerdo como nos conocimos…

– Peter, no pienses en esa época espantosa. Sentía asco de mí misma, estaba harta. No sabía lo que hacía.

– Y elegí ese momento, cuando debería haber pensado únicamente en ti, para abalanzarme sobre ti, para exigirte cosas, como un estúpido engreído… como si solo tuviera que pedir algo para que me lo dieran. Harriet te pido que creas que, por mucho que metiera la pata, no era más que vanidad y una paciencia infantil por salirme con la mía.

Harriet movió la cabeza, sin saber que decir.

– Te encontré cuando había perdido toda esperanza -añadió Peter, un poco más tranquilo-, cuando pensaba que ninguna mujer podía significar nada para mi aparte de un intercambio de placer. Y sentía tal terror a perderte antes de tenerte que te solté todos mis temores y mi codicia como si, Dios me perdone, tú no tuvieras nada mejor en lo que pensar que en mi y en mi soberbia. Como si fuera importante, como si la sola palabra «amor» fuera la peor de las insolencias que pudiera ofrecerte un hombre.

– No, Peter, eso no.

– Harriet… me demostraste lo que pensabas de mí cuando me dijiste que estabas dispuesta a vivir conmigo pero no a casarte.

– Por favor. Me avergüenzo de eso.

– No tanto como yo. Si supieras cómo he intentado olvidarlo… Me decía a mi mismo que solamente tenías miedo a las consecuencias sociales del matrimonio, me consolaba intentando convencerme de que eso demostraba que me querías un poco. Me reafirmé en ese engaño durante meses, hasta que tuve que admitir la humillante verdad que debería haber sabido desde el principio: que estabas harta de que te diera la lata, que te habrías echado en mis brazos como quien le echa un hueso a un perro para que deje de aullar.

– Peter, eso no es verdad. Era de mí de quien estaba harta. ¿Cómo iba a pagarte con moneda falsa por casarme?

– Al menos tuve la decencia de comprender que no podía aceptarlo como liquidación de una deuda, pero nunca me he atrevido a decirte lo que ese rechazo significó para mí, cuando al fin comprendí cómo era realmente… Harriet, no tengo mucho que decir en favor de la religión, ni siquiera de la moralidad, pero sí reconozco una especie de código de conducta. Sé que el peor de los pecados, o quizá el único pecado, que puede cometer la pasión es la tristeza. Debe acostarse con la risa o preparar su lecho en el infierno… no caben medias tintas… No me malinterpretes. La he comprado, con frecuencia… pero jamás ha sido una venta forzosa ni a costa de «formidable sacrificio». Por lo que más quieras, no pienses que me debes nada. Si no puedo conseguir lo auténtico, me conformo con la imitación, pero no acepto rendiciones ni crucifixiones… Si has llegado a tenerme cierto aprecio, dime que jamás volverías a hacerme esa oferta.

– Por nada del mundo. Ni ahora ni nunca. No es solo que haya encontrado unos valores por mí misma, sino que cuando te hice esa oferta, no significaba nada para mí… y ahora sí significaría algo.

– Si has encontrado tus propios valores, es con mucho lo mejor…Harriet, he tardado mucho en aprender la lección. He tenido que derribar, ladrillo a ladrillo, las barreras que había construido con mi estupidez y mi egoísmo. Si en todos estos años he logrado volver al punto en el que debería haber empezado, ¿me lo dirás y me darás permiso para comenzar de nuevo? En un par de ocasiones durante estos últimos días he tenido la sensación de que quizá pensabas que este nefasto intervalo podría borrarse y olvidarse.

– No, eso no, pero sí que podría alegrarme de recordarlo.

– Gracias. Es mucho más de lo que me esperaba y de lo que me merezco.

– Peter, no es justo que te deje hablar así. Soy yo quien tendría que disculparse. Si no te debo nada más, si te debo mi dignidad y te debo la vida…

– ¡Ah! -replicó Peter, sonriendo-. Pero te la he devuelto dejando que la arriesgaras. Esa ha sido la última patada a mi vanidad.

– Peter, he sido capaz de valorarlo. ¿No puedo sentirme agradecida por ello?

– No quiero agradecimiento…

– Pero ¿no lo aceptas, ahora que quiero ofrecértelo?

– Si es lo que sientes, yo no tengo ningún derecho a rechazarlo. Con eso quedamos en paz, Harriet. Tú ya me has dado mucho más de lo que te imaginas. Estás libre, para siempre, al menos con respecto a mí. Ayer tuviste ocasión de ver hasta dónde se puede llegar con las exigencias… aunque no tenía intención de que lo vieras de una forma tan brutal, pero si las circunstancias me obligaron a ser un poco más honrado de lo que tenía intención de ser, sin embargo tenía intención de ser honrado hasta cierto punto.

– Sí -dijo Harriet pensativamente-. No te imagino haciendo trampas para sostener una tesis.

– ¿De qué serviría? ¿Qué habría sacado yo en limpio dejándote que imaginaras una mentira? Intenté ofrecerte la luna con toda la altanería del mundo, y descubrí que lo único que puedo darte es Oxford, que ya era tuya. ¡Mira! «Corre por ella y cuéntaselo a las torres.» «Se me ha concedido el humilde privilegio de limpiar y lustrar tu propiedad y aquí te la presento, en bandeja de plata. Entra en tu patrimonio», y como se dice en otro sitio, «que ningún asombro te amedrente».

– Pero querido Peter… -dijo Harriet. Volvió la espalda a la ciudad resplandeciente, apoyándose en el pretil y mirando a Peter-. ¡Caray!

– No te preocupes -dijo Peter-. No pasa nada. Por cierto, parece que la semana que viene me toca otra vez Roma, pero no me marcharé de Oxford hasta el lunes. El domingo hay un concierto del Balliol. ¿Quieres venir conmigo? Pasaremos otra nochecita de fiesta, y confortaremos nuestras almas con el concierto para dos violines de Bach. Si tienes paciencia conmigo hasta entonces. Al fin y al cabo, voy a largarme y a dejarte…

– Con Wilfrid y compañía -dijo Harriet, casi con rabia.

– ¿Wilfrid? -repitió Peter, sin saber qué decir, perdido.

– Sí. Estoy reescribiendo a Wilfrid.

– Ah, por Dios, claro. Ese tipo de escrúpulos malsanos. ¿Qué tal le va?

– Creo que mejor. Ya es casi humano. Creo que debería dedicarte el libro. «A Peter, que hizo de Wilfrid lo que es»… o algo parecido. No te rías. Estoy trabajando de verdad en Wilfrid.

Por alguna razón, que Harriet le asegurase aquello con tanta vehemencia lo conmovió como ninguna otra cosa.

– Querida mía… si algo que yo he dicho… si has dejado que me acercase tanto a tu vida y tu trabajo… Bueno, creo que debería irme, no vaya a ser que haga alguna tontería… Tendré el honor de pasar a la posteridad en la vuelta de los pantalones de Wilfrid… ¿Vendrás el domingo? Voy a cenar con el director, pero tú y yo nos veremos al pie de la escalera… Hasta entonces.