Atravesó la galería y desapareció. Harriet se quedó contemplando el reino del intelecto, reluciente desde Merton hasta Bodley, desde Carfax hasta la torre de Magdalen, pero sus ojos estaban clavados en la delgada figura que cruzaba la plaza adoquinada, dirigiéndose hacia High Street con paso rápido, a la sombra de Saint Mary. «Todos los reinos de este mundo y toda su gloria.»
Profesores, estudiantes, invitados, todos apretados en los bancos de roble sin respaldo, los codos sobre las mesas alargadas, los ojos protegidos con la mano o vueltos con expresión inteligente hacia el estrado donde dos afamados violinistas entrelazaban la poderosa melodía del concierto en re menor. La sala estaba a rebosar; el hombro entogado de Harriet rozaba el de su compañero, y la media luna de la larga manga de este descansaba sobre su rodilla. Él estaba envuelto en la inmóvil austeridad con la que los auténticos músicos escuchan auténtica música. Harriet sabía lo suficiente de música para respetar aquella actitud distante; también sabía que el rostro arrobado del hombre enfrente de ella únicamente significaba que quería que lo tomaran por entendido en música, y que la señora de edad que llevaba el ritmo agitando los dedos era una perfecta cretina musical. Harriet sabía lo suficiente para escuchar un poco los sonidos en su cabeza y destrenzar laboriosamente las cadenas melódicas eslabón a eslabón. Estaba segura de que Peter oía el intrincado entramado en conjunto, cada parte por separado y simultáneamente, cada una independiente y equilibrada, cada una por separado pero inseparable de las demás, moviéndose por encima, por debajo, atravesando y cautivando corazón y cerebro.
Esperó hasta que hubo acabado el último movimiento y la sala abarrotada se relajó prorrumpiendo en aplausos.
– Peter, ¿qué querías decir con que cualquiera podía quedarse con la armonía si nos dejaban el contrapunto?
– Pues que la música que yo hago me gusta polifónica -respondió Peter, moviendo la cabeza-. Si crees que me refería a algo más, ya sabes a qué me refería.
– La música polifónica es muy difícil de tocar. Tienes que ser algo más que un violinista de poca monta. Tienes que ser músico.
– En este caso, dos violinistas, y los dos músicos.
– Yo no sé demasiado de música, Peter.
– Como decían en mi juventud: «Todas las chicas deberían aprender un poco de música, lo suficiente para tocar un sencillo acompañamiento». Reconozco que Bach no es asunto para un virtuoso autocrático y un acompañante sumiso, pero ¿tú quieres ser alguna de las dos cosas? Ese caballero va a cantar unas baladas. Pidamos silencio para el solista, pero a ver si termina pronto, para que podamos oír otra vez la vigorosa fuga.
Cantaron la coral final, y el público empezó a desalojar la sala. Harriet se dirigió a la salida de Broad Street, y Peter detrás, a la del patio.
– Hace una noche preciosa, demasiado bonita para desperdiciarla. No te vayas todavía. Vamos al puente de Magdalen y le das recuerdos al río de Londres desde allí.
Recorrieron Broad Street en silencio, con el leve viento agitando sus togas.
– Este sitio tiene algo que transforma tus valores -dijo Peter al fin. Hizo una pausa y añadió con cierta brusquedad-: Te he dicho muchas cosas últimamente, pero te habrás dado cuenta de que desde que vinimos a Oxford no te he pedido que te cases conmigo.
– Si -respondió Harriet, con los ojos clavados en la severa y delicada silueta del tejado de la Biblioteca Bodleiana, que apenas asomaba entre el Sheldonian y el Clarendon-. Me he dado cuenta.
– Es que tenía miedo -dijo Peter con sencillez-, porque sabía que no habría vuelta atrás con cualquier cosa que me dijeras aquí… pero voy a pedírtelo ahora, y si me dices que no, te prometo que esta vez aceptaré tu respuesta. Harriet, sabes que te quiero; ¿quieres casarte conmigo?
El semáforo parpadeó en Holeywell Corner: sí; no; espere. Cruzaron Cat Street y las sombras de New College los habían engullido antes de que Harriet pudiera hablar.
– Dime una cosa, Peter. Si te digo que no ¿te sentirás desesperadamente triste?
– ¿Desesperadamente?… Querida mía, no voy a insultarte ni a ti ni a mí con semejante palabra. Lo único que puedo decirte es que si te casas conmigo me harás muy feliz.
Pasaron bajo el arco del puente y salieron de nuevo a la pálida luz.
– ¡Peter!
Harriet se quedó inmóvil, y él se detuvo y se volvió hacia ella. Harriet le puso las manos en las solapas de la toga, mirándolo a la cara mientras buscaba la palabra que le permitiría superar el obstáculo final.
Fue Peter quien la encontró. Con un gesto de sumisión se descubrió y se quedó allí de pie, con expresión seria y el birrete colgando de la mano.
– Placetne, magistra?
– Placet.
Con fuertes pisadas y apartando la mirada, el supervisor pensó que Oxford estaba perdiendo el sentido de la dignidad. Pero ¿qué podía hacer? Si dos licenciados universitarios decidían abrazarse apasionadamente (¡y encima con las togas puestas!) en New College Lane justo debajo de las ventanas de la directora, él era incapaz de impedírselo. Se colocó con remilgo la banda blanca y prosiguió su camino, y ninguna mano le tiró de la manga de terciopelo.
Postfacio
El postfacio de esta edición de Los secretos de Oxford es una breve biografía de lord Peter Wimsey, actualizada (mayo de 1935) y entregada por su tío Paul Austin Delagardie.
Me ha pedido la señorita Sayers que rellene ciertas lagunas y corrija unos cuantos errores nimios que cometió al relatar la trayectoria vital de mi sobrino Peter, y voy a hacerlo con sumo gusto. Aparecer en letra impresa es la ambición de cualquiera, y al actuar como una especie de lacayo de la fama de mi sobrino, simplemente mostraré la modestia propia de mi avanzada edad.
La familia Wimsey es muy antigua -demasiado antigua, a decir verdad-. Lo único sensato que hizo el padre de Peter en toda su vida fue aunar su exhausto linaje con una estirpe anglofranca más vigorosa, la de los Delagardie. Aun así, mi sobrino Gerald (actual duque de Denver) no es sino un señor inglés con cabeza de chorlito, y mi sobrina Mary fue bastante frívola e insensata hasta que se casó con un policía y sentó la cabeza. Me alegro de poder decir que Peter ha salido a su madre y a mí. Cierto que es puro nervio y olfato, pero mejor eso que ser puro músculo sin cerebro como su padre y su hermano o un amasijo de sentimientos como el hijo de Gerald, Saint-George. Al menos ha heredado la inteligencia de los Delagardie, a modo de garantía contra el lamentable temperamento de los Wimsey.
Peter nació en 1890. Su madre andaba muy preocupada en aquella época por la conducta de su marido (Denver siempre había sido muy cargante, si bien el gran escándalo no estalló hasta el año del Aniversario), y su angustia quizá afectara al muchacho. Era un renacuajo paliducho, muy inquieto y travieso, demasiado despierto para su edad. No tenía la saludable belleza física de Gerald, pero desarrolló lo que podría llamarse un ingenio corporaclass="underline" más habilidad que fuerza. Era rápido con la pelota y tenía una mano fantástica con los caballos. También tenía un valor de mil demonios, esa clase de valor inteligente que ve el riesgo antes de correrlo. Sufría terribles pesadillas de pequeño. Para consternación de su padre, creció con la pasión por los libros y la música.
Sus primeros años de colegio no fueron felices. Era un niño maniático, y supongo que es natural que sus compañeros de colegio lo llamaran Tirillas y lo trataran como una especie de número cómico. Y, por pura autoprotección, podría haber aceptado esa situación y haber degenerado en un simple bufón con el beneplácito de todos, si un profesor de deportes de Eton no hubiera descubierto que era un jugador de críquet nato, extraordinario. Naturalmente, todas sus extravagancias se consideraban ingeniosas, y Gerald fue sometido a la saludable prueba de ver que su despreciado hermano menor se convertía en un personaje más importante que él. Antes de llegar a sexto curso, Peter marcaba tendencia: deportista, estudiante, arbiter elegantiarum, nec pluribus impar. El críquet tuvo mucho que ver en ello -muchos de quienes estudiaron en Eton recordarán al Gran Tiri y su gran partido contra Harrow-, pero he de atribuirme el mérito de haberlo llevado a un buen sastre, haberle enseñado a desenvolverse por la ciudad y a distinguir el buen vino. Denver se preocupaba bien poco por él; bastante tenía con sus muchos enredos, además de dedicarse a Gerald, que por aquella época hacía méritos para convertirse en un imbécil de marca mayor en Oxford. La verdad es que Peter nunca se llevó bien con su padre; criticaba implacablemente las fechorías paternas, y la compasión que sentía por su madre ejerció un efecto destructivo sobre su sentido del humor.