Выбрать главу

Huelga decir que Denver era el último que habría soportado ver reflejados sus propios defectos en sus retoños, le costó mucho dinero sacar a Gerald del asunto de Oxford y estaba deseando dejar a su otro hijo a mi cuidado. Y así, cuando contaba diecisiete años de edad, Peter se vino conmigo por decisión propia. Era maduro para su edad y muy razonable, y yo lo traté como a un hombre de mundo. Lo dejé a cargo de alguien de confianza en París, recomendándole que mantuviera sus asuntos sobre una sólida base comercial y procurase ponerles término con buena voluntad por ambas partes y generosidad por la suya. Mi confianza en él quedó plenamente justificada. Creo que ninguna mujer ha tenido jamás motivo de queja del trato de Peter, y al menos dos de sus antiguas amantes se han casado con miembros de la realeza (una realeza un tanto oscura, he de reconocer, pero realeza al fin y al cabo). Y en eso también insisto en atribuirme el mérito que me corresponde; por bueno que sea el material con el que se tiene que trabajar, no se puede dejar al azar la educación en sociedad de un joven.

El Peter de aquella época era realmente encantador, muy franco, modesto y educado, ingenioso y alegra. En 1909 se fue con una beca a estudiar historia a Balliol, y he de confesar que allí se puso insoportable. Tenía el mundo a sus pies, y empezó a darse aires. Se volvió muy afectado, con ademanes excesivamente oxfordianos, y le dio por llevar monóculo y manifestar sus opiniones de manera demasiado abierta, dentro y fuera de la asociación de estudiantes, aunque en justicia he de decir que jamás nos miró por encima del hombro ni a su madre ni a mí. Estaba en el segundo curso cuando Denver se rompió la crisma cazando y Gerald heredó el título. Gerald demostró en la administración de la finca más sentido común y responsabilidad de lo que me esperaba; su peor error fue casarse con su prima Helen, una mojigata escuálida, consentida, una esnob de pies a cabeza. Peter y ella se odiaban cordialmente, pero él siempre podía refugiarse con su madre en Dower House.

Y entonces, durante el último año en Oxford, Peter se enamoró de una niña de diecisiete años y se olvidó enseguida de todo lo que le había enseñado. Trataba a esa chica como si fuera de muselina y a mí como a un viejo monstruo insensible y depravado que lo había incapacitado para acercarse a su delicada pureza. No negaré que formaban una pareja exquisita, todo blanco y oro, un príncipe y una princesa de claro de luz de luna, aunque habrían dado mejor la talla de lunáticos. Nadie se molestó en preguntarse, salvo su madre y yo, qué haría Peter al cabo de veinte años con una esposa sin cerebro ni personalidad, y él, por supuesto, estaba perdidamente enamorado. Por fortuna, los padres de Bárbara llegaron a la conclusión de que era demasiado joven para casarse, así que Peter terminó los estudios con el temple de un sir Eglamore que vence su primer dragón, puso el título a los pies de su dama como si fuera la cabeza del dragón y se sometió virtuosamente a un período de prueba.

Entonces estalló la guerra. Naturalmente, el muy tonto estaba loco por casarse antes de ir al frente, pero sus escrúpulos y su honradez lo derritieron como cera en manos de otras personas. Le hicieron comprender que si volvía mutilado sería una injusticia para la chica. Yo no tuve nada que ver; me alegré de las consecuencias, pero no soportaba los medios.

Le fue muy bien en Francia; era un buen oficial y los soldados le tenían cariño. Y después, ¿qué creen que ocurrió? Al volver de permiso en 1916, con el grado de capitán, resultó que la chica se había casado con un calavera recalcitrante, el comandante Nosecuántos, a quien había estado atendiendo en el hospital, y cuyo lema con las mujeres era «a por ellas rápido y luego a tratarlas mal». Fue terrible, porque la chica no había tenido valor para contárselo a Peter. Se casaron deprisa y corriendo cuando se enteraron de que Peter volvía, y al desembarcar lo único que recibió fue una carta que anunciaba el hecho consumado y le recordaba que había sido él quien la había liberado de su compromiso.

En honor de Peter, he de decir que vino inmediatamente a verme y reconoció que había sido un imbécil. «De acuerdo. Ya has aprendido la lección -dije yo-. No vayas a hacer el imbécil en el otro sentido.» Así que volvió a su trabajo, estoy seguro de que con la intención de lograr que lo mataran, pero lo único que consiguió fuer que lo ascendieran a comandante y una condecoración por una temeraria acción de espionaje tras las líneas alemanas. En 1918 lo hirieron y lo encerraron en un agujero cerca de Caudry, lo que le produjo una grave crisis nerviosa que se prolongó, de manera intermitente, durante dos años. Después se instaló en un piso de Piccadilly, con Bunter (que había sido sargento a sus órdenes y estaba y sigue estando a su servicio), y empezó a recuperarse.

No tengo inconveniente en reconocer que yo estaba preparado para casi cualquier cosa. Peter había perdido su encantadora franqueza, no confiaba en nadie, ni siquiera en su madre ni en mí, había adoptado una actitud de impenetrable frivolidad y una pose de diletante y, en definitiva, de auténtico payaso. Como tenía dinero, podía hacer lo que le viniera en gana, y yo disfrutaba burlonamente al observar los esfuerzos femeninos del Londres de la posguerra para atraerlo. «No puede ser bueno para el pobre Peter vivir como un ermitaño», me comentó con preocupación una distinguida dama bienintencionada. «Señora, si viviera así, no lo sería», repliqué yo. No; no me causaba inquietud en ese sentido, pero no podía sino considerar peligroso que un hombre con tantas aptitudes no tuviera un trabajo con el que distraerse, y así se lo hice saber.

En 1921 aconteció el robo de las esmeraldas de Attenbury. El asunto no llegó a la prensa, pero se formó un gran revuelo, incluso en aquella época de enormes revuelos. El juicio contra el ladrón fue una sucesión de escándalos, el más terrible de los cuales se produjo cuando lord Peter Wimsey se presentó como principal testigo de la acusación.

Eso le dio una verdadera mala fama. No creo que la investigación le hubiera supuesto grandes dificultades a un agente secreto experimentado, pero un «sabueso de la aristocracia» era una auténtica novedad. Denver se puso furioso; personalmente, no me importaba qué hiciera Peter, siempre y cuando hiciera algo. Me parecía que estaba más contento desde que trabajaba, y me agradaba el hombre de Scotland Yard que había conocido en el transcurso de la investigación. Charles Parker es un tipo tranquilo, sensato y distinguido, y buen amigo cuñado de Peter. Posee la valiosa cualidad de apreciar a las personas sin pretender cambiarlas.

El único problema con el nuevo pasatiempo de Peter consistía en que tenía que ser algo más que un pasatiempo si había de ser un pasatiempo propio de un caballero. No se puede ahorcar asesinos por puro entretenimiento. Su intelecto lo impulsaba hacia un lado, sus nervios hacia otro, y lo que yo me temía es que acabaran por empujarlo al abismo. Al final de cada caso, otra vez a vueltas con las antiguas pesadillas y la neurosis de guerra. Y de pronto, a Denver -precisamente a Denver, el mayor de los imbéciles, cuando más diatribas lanzaba contra las degradantes actividades policiales de Peter-, se le ocurre caer bajo la acusación de asesinato y se enfrenta a un juicio en la Cámara de los Lores, en medio de un auténtico despliegue de fuegos de artificio publicitarios al lado de los cuales las actividades de Peter parecían petardos mojados.