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– Pero usted siempre ha tenido una mentalidad académica, y supongo que su educación le habrá servido de cierta ayuda, ¿no? Yo pensaba que seguiría en la universidad.

– ¿Le decepciona que no haya sido así?

– Por supuesto que no. Me parece estupendo que nuestras alumnas salgan al mundo y hagan toda clase de cosas, siempre y cuando las hagan bien. Y he de reconocer que la mayoría de nuestras alumnas realizan un trabajo extraordinario, cada cual en su campo.

– ¿Cómo son las de ahora?

– Pues nos han venido personas muy buenas, que trabajan increíblemente bien, teniendo en cuenta la cantidad de actividades que realizan fuera al mismo tiempo -contestó la señorita Lydgate-. Solo que a veces me da miedo que hagan demasiadas cosas y no duerman lo suficiente. Entre los jóvenes, los automóviles y las fiestas, llevan una vida mucho más plena que antes de la guerra, o incluso que en su época, creo yo. Me temo que nuestra antigua rectora se quedaría terriblemente desconcertada si viera el college tal y como es hoy en día. He de reconocer que a veces me asusto un poco, e incluso la decana, que es tan tolerante, considera que un sujetador y unas bragas no son las prendas correctas para tomar el sol en el patio. No es tanto por los estudiantes, que están acostumbrados, sino porque cuando los rectores de los colleges masculinos vienen a ver a nuestra rectora no tengan que sonrojarse al pasar por el jardín. la señorita Martin ha tenido que insistir mucho en que se pongan trajes de baño como es debido, aunque dejen la espalda al descubierto, pero que sean trajes de baño destinados a ese propósito y no ropa interior.

Harriet le aseguró que le parecía lo correcto.

– Cuánto me alegro de que piense como yo -dijo la señorita Lydgate-. A nosotras, las de la anterior generación, nos resulta muy difícil mantener el equilibrio entre la tradición y el progreso… si es que se le puede llamar progreso. La autoridad como tal impone muy poco respeto hoy en día, y supongo que eso es bueno en general, pero también dificulta la tarea de dirigir cualquier institución. ¿Le apetece un café? No, de verdad… si yo siempre me tomo uno a estas horas. ¡Annie! Me parece haber oído a mi criada. ¡Annie! ¿Puede traer otra taza para la señorita Vane, por favor?

Harriet ya estaba bien servida, de comida y de bebida, pero aceptó cortésmente el refrigerio que le llevó la doncella, elegantemente uniformada. Cuando volvió a cerrarse la puerta hizo un comentario sobre la gran mejora que se había experimentado desde su época de estudiante en el personal y el servicio en Shrewsbury, y volvió a oír alabanzas sobre la nueva administradora.

– Pero mucho me temo que vamos a perder a Annie en estas escaleras -dijo la señorita Lydgate-. A la señorita Hillyard le parece demasiado independiente, y a lo mejor es un tanto distraída pero es que la pobre es viuda y tiene dos hijas, y la verdad es que no debería estar sirviendo. Según tengo entendido, su marido tenía un buen puesto, pero al pobre se le fue la cabeza o algo, murió o se pegó un tiro o algo trágico, y a ella la dejó en muy mala situación, así que aceptó el primer trabajo que le ofrecieron. Las niñas se hospedan en casa de la señora Jukes. ¿Recuerda a los Jukes, que estaban en la conserjería de Saint Cross en su época? Como ahora viven Saint Aldate, Annie puede ir a verlas los fines de semana. A ella le viene bien y a la señora Jukes le aporta un poco de dinero.

– ¿Se ha jubilado Jukes? No era muy mayor, ¿no?

– Pobre Jukes -dijo la señorita Lydgate, mientras su bondadoso rostro se ensombrecía-. Se metió en un grave aprieto y tuvimos que despedirlo. Lamento decir que no era demasiado honrado, pero le encontramos un trabajo por horas, de jardinero -añadió más animada-, donde no estará expuesto a tantas tentaciones en cuestiones de paquetes y demás. Era un hombre muy trabajador, pero apostaba en las carreras de caballos y, naturalmente, se vio en dificultades. Una desgracia para su esposa.

– Ella era buena persona -reconoció Harriet.

– Se llevó un disgusto tremendo -añadió la señorita Lydgate-. Y en justicia, hay que reconocer que Jukes también. Se vino abajo y fue un espectáculo muy triste cuando la administradora le dijo que tenía que marcharse.

– Ya. Jukes siempre tuvo mucha labia.

– Pero estoy segura de que lamentaba de verdad lo que había hecho. Explicó cómo se había metido en aquello y que lo uno le llevó a lo otro. Estábamos todas consternadas, salvo, quizá, la decana… pero es que Jukes nunca le había caído demasiado bien. Sin embargo, le dimos un pequeño préstamo a su esposa, para que pagara las deudas, y lo han devuelto religiosamente, unos cuantos chelines cada semana. Ahora que se ha enderezado, estoy segura de que seguirá enderezado, pero claro, era imposible que continuara aquí. No podías estar tranquila, y hay que tener absoluta confianza en el portero. Padgett, el que está ahora, es un personaje muy divertido, y de fiar. Que le cuente la decana alguno de sus curiosos dichos.

– Parece el paradigma de la integridad -dijo Harriet-. Por ese motivo quizá no caiga tan bien a la gente. A Jukes se le podía sobornar… si llegabas tarde o cosas de esas.

– Eso es lo que nos temíamos -dijo la señorita Lydgate-. Desde luego, es un puesto de responsabilidad para una persona de carácter poco fuerte. Le irá mucho mejor donde está ahora.

– Por lo que veo, también han perdido a Agnes.

– Sí… Bueno, en la época de usted era la jefa de criadas, y sí, se ha marchado. El trabajo empezó a resultarle excesivo y tuvo que dejarlo. Me alegro de poder decir que conseguimos sacar una pequeña pensión para ella… nada, una pizca, pero como usted bien sabe, tenemos que estirar al máximo nuestros ingresos para cubrirlo todo. Así que hicimos un plan para que realice algunos trabajitos cosiendo para las alumnas, y también se ocupa de la ropa blanca del college. Todo le viene bien, y además está muy contenta porque esa hermana lisiada que tiene puede hacer parte del trabajo y contribuir un poco a sus escasos ingresos. Agnes dice que la pobrecilla está mucho más feliz porque ya no se siente una carga.

Harriet se maravilló, y no por primera vez, de la incansable dedicación de las mujeres encargadas de la administración. Al parecer, jamás olvidaban ni desatendían las necesidades de nadie, y la buena voluntad compensaba la perenne escasez de medios.

Tras hablar un poco más sobre las actividades de profesoras y alumnas, la conversación se centró en la nueva biblioteca. Hacía tiempo que el edificio Tudor ya no podía albergar tantos libros, y fin iban a encontrarles un lugar adecuado.

– Y cuando se termine, tendremos la impresión de que nuestros edificios universitarios están sólidamente completados -dijo la señorita Lydgate-. A quienes recordamos los primeros tiempos cuando solo teníamos aquella vieja casa con diez alumnas que iba a las clases acompañadas, en un carro tirado por un burro, nos rece algo increíble. He de reconocer que casi nos echamos a llorar al ver derribado aquel sitio tan querido para dar paso a la biblioteca. Son tantos los recuerdos…

– Desde luego -replicó Harriet, comprensiva.

Supuso que no había momento del pasado en el que aquel con tanta experiencia como inocencia no pensara con espontánea satisfacción. La entrada de otra antigua alumna interrumpió bruscamente la conversación con la señorita Lydgate, y al salir, con cierta envidia, Harriet se topó con la insistente señorita Mollison, dispuesta a atacarla implacablemente con todos los detalles del incidente del reloj. Le contó encantada que al señor A. E. W. Mason se le había ocurrido la misma idea. Insaciable, la señorita Mollison interrogó a su víctima con auténtica fruición sobre lord Peter Wimsey, sus costumbres y su aspecto, y cuando la señorita Schuster-Slatt la echó, la irritación de Harriet no disminuyó, porque tuvo que soportar una arenga sobre la esterilización de los discapacitados, para lo cual (al parecer) el corolario necesario consistía en una campaña para fomentar el matrimonio entre los capacitados. Harriet dijo que las mujeres intelectuales debían casarse y reproducirse, pero añadió que el típico marido inglés debería aportar algo en ese sentido, y que, en la mayoría de los casos, no le gustaba tener por esposa a una intelectual.