La señorita Schuster-Slatt replicó que los maridos ingleses le parecían estupendos y que estaba preparando una encuesta para los jóvenes del Reino Unido con el fin de averiguar sus preferencias matrimoniales.
– Pero los ingleses se niegan a responder a las encuestas -replicó Harriet.
– ¿Que se niegan a responder a las encuestas? -repitió la señorita Schuster-Slatt, desconcertada.
– Sí, se niegan -insistió Harriet-. Como nación, no nos lo Creemos demasiado.
– Pues es una lástima -dijo la señorita Schuster-Slatt-. Pero espero que se afilie a la rama británica de nuestra Liga para el Fomento de la Aptitud Matrimonial. Nuestra presidenta, la señora J. Poppelhinken, es una mujer fantástica. Le encantará conocerla. Vendrá a Europa el año próximo, y hasta entonces yo me quedaré aquí para hacer la publicidad y los estudios necesarios desde el punto de vista de la mentalidad británica.
– Pues me temo que le resultará una tarea muy difícil. Me pregunto -Harriet pensaba que debía replicar a la señorita Schuster-Slatt por sus desafortunados comentarios de la noche anterior- si sus intenciones son tan desinteresadas como usted da a entender. Quizá esté pensando en investigar el encanto de los maridos ingleses por motivos personales y de carácter práctico.
– Ahora es usted quien se burla de mí -dijo jovialmente la señorita Schuster-Slatt-. No, yo solo soy una abeja obrera que recoge miel para las reinas.
«¡Cómo me delatan todas las situaciones!», dijo Harriet para sus adentros. Había pensado que Oxford al menos la aliviaría de la tensión de Peter Wimsey y el asunto del matrimonio, pero aunque ella era conocida, si bien no exactamente una celebridad, resultaba muy desagradable que Peter fuera todo un personaje, y que la gente supiera mucho más sobre él que sobre ella. Con respecto al matrimonio… en fin, allí tenía la oportunidad de ver si funcionaba no. ¿Qué era peor, ser una Mary Attwood (de soltera Stokes) o una señorita Schuster-Slatt? ¿Era mejor ser una Phoebe Bancroft (de soltera Tucker) o una señorita Lydgate? Y todas aquellas personas, ¿habrían actuado exactamente igual, casadas o solteras?
Entró sin prisas en la sala de estudiantes, vacía salvo por la presencia de una mujer gris y mal vestida que leía una revista con expresión desolada. Cuando Harriet pasó a su lado, dijo tímidamente:
– Hola… es usted la señorita Vane, ¿verdad?
Harriet buscó apresuradamente en su memoria. Saltaba a vista que era alguien mucho mayor que ella, más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, pero ¿quién?
– Supongo que no se acordará de mí -dijo la mujer-. Soy Catherine Freemantle.
¡Catherine Freemantle, por Dios! Pero si solo era dos años mayor que Harriet. Muy inteligente, muy lista, alegre, y la alumna más destacada de su curso. ¿Qué le había ocurrido?
– Claro que la recuerdo, pero se me dan fatal los nombres -contestó Harriet-. ¿Cómo le va?
Resultaba que Catherine Freemantle se había casado con un agricultor y todo había salido mal. La caída de los precios, las enfermedades, los diezmos, los impuestos, la Comisión de Productos Lácteos, la Comisión de Comercialización, deslomarse trabajando para sacar apenas para comer e intentar criar a los hijos… Harriet había leído y oído lo suficiente sobre la depresión agrícola para saber que aquella situación era muy corriente. Sintió vergüenza de ser tan afortunada y de parecerlo. Pensó que preferiría ser condenada a cadena perpetua que someterse al yugo cotidiano de Catherine. A su manera, era una novela, pero absurda. Catherine se descolgó bruscamente con una queja sobre la crueldad de los inspectores eclesiásticos.
– Pero señorita Freemantle, quiero decir, señora… señora Bendick, es absurdo que tenga que hacer esas cosas. Quiero decir, recoger fruta, levantarse a horas intempestivas para dar de comer a las gallinas y trabajar como una esclava. ¡Válgame Dios! Le iría mucho mejor si se dedicara a algún tipo de trabajo intelectual, o a escribir, y que otra persona se dedicara al trabajo manual.
– Sí, desde luego, pero al principio yo no lo veía así. Estaba llena de ideas sobre la dignidad del trabajo, y además, a mi marido no le habría gustado en aquella época que me hubiera distanciado de lo que a él le interesaba. Naturalmente, no pensábamos que las cosas fueran a salirnos así.
Qué lástima, fue lo único que pudo pensar Harriet. Tanta inteligencia desperdiciada, tanta educación atada a una carga que cualquier campesina sin la menor cultura podría haber llevado, y mucho mejor. Tendría sus compensaciones, supuso. Se lo preguntó sin rodeos.
¿Que si merecía la pena?, dijo la señora Bendick. Desde luego que merecía la pena. Merecía la pena trabajar por eso, para servir a la tierra. Y, con cierto esfuerzo, logró expresar que era una labor dura y austera, pero mejor que desgranar palabras sobre el papel.
– Estoy dispuesta a reconocerlo -replicó Harriet-. La reja de un arado es un objeto más noble que una navaja de afeitar, pero si tienes talento natural para afeitar, ¿no sería mejor que fueras barbero, un buen barbero, y dedicar los beneficios, si lo deseas, a mejorar el arado? Por noble que sea el trabajo, ¿es su trabajo?
– Ahora tiene que serlo -respondió la señora Bendick-. No se puede volver a ciertas cosas. Se pierde el contacto y se te oxida el cerebro. Si usted se hubiera dedicado a lavar y cocinar para la familia, a recoger patatas y dar de comer a las vacas, comprendería que esas cosas dejan la navaja mellada. No vaya a pensar que no envidio a las personas como usted, que llevan una vida fácil; claro que las envidio. He venido a esta celebración por sentimentalismo, y ojalá no lo hubiera hecho. Soy dos años mayor que usted, pero parece que tengo veinte más. A ninguna de ustedes les importa lo más mínimo lo que a mí me preocupa, y sus preocupaciones me parecen tonterías. Al parecer, ustedes no tienen la menor relación con la vida real y viven en un sueño. -Guardó silencio, y después su tono de voz se suavizó-. Pero en cierto modo es un sueño maravilloso. Ahora me parece tan raro pensar que en su momento fui estudiante… No sé. A lo mejor tiene razón. El saber y la literatura son capaces de sobrevivir a la civilización que los creó.
La palabra y solo ella
en el tiempo perdura.
No durarás tú más,
muda y marchita, sino
el laúd y la viola
con su mayor maestría.
Harriet citó estos versos y miró distraídamente al sol.
– Curiosamente, he estado pensando lo mismo, pero en otro sentido. Verá. La admiro muchísimo, pero pienso que está equivocada. Estoy segura de que cada cual debe hacer su trabajo, por insignificante que sea, y no intentar convencerse de que tiene que hacer el de otro, por muy noble que este sea.
Mientras pronunciaba estas palabras, se acordó de la señorita De Vine: he ahí un nuevo aspecto de la persuasión.
– Eso suena muy bien -replicó la señora Bendick-, pero una tiende a dedicarse al trabajo del otro al casarse.
Cierto, pero Harriet tenía la posibilidad de casarse con alguien cuyo trabajo se asemejaba tanto al suyo que casi no había diferencia, y con suficiente dinero para que el trabajo no fuera necesario. Volvió a considerarse injustamente afortunada por unas ventajas que otras personas de más mérito ansiaban en vano.
– Supongo que el trabajo realmente importante es el matrimonio, ¿no? -dijo.
– Sí -contestó la señora Bendick-. Mi matrimonio es feliz, dentro de lo que cabe, pero muchas veces me pregunto si a mi marido no le habría ido mejor con otra clase de mujer. Él no lo dice, pero yo lo pienso. Creo que sabe que echo en falta… ciertas cosas, y a veces le molesta. No sé por qué le cuento esto… No se lo había contado a nadie, y al fin y al cabo, no la conozco mucho.