– No, y yo no he sido muy comprensiva. Es más, he sido desagradable y grosera.
– Sí, francamente -replicó la señora Bendick-. Pero tiene una voz tan bonita para ser grosera…
– ¡Pero qué me dice! -exclamó Harriet.
– Nuestra granja está en la frontera galesa, y todo el mundo habla con un sonsonete odioso. ¿Sabe lo que más extraño de aquí? La lengua culta, el acento de Oxford, pobrecillo, tan denostado. Curioso, ¿no?
– Pues a mí me pareció que el ruido del comedor era como un gallinero.
– Sí, pero fuera del comedor se puede distinguir a quienes hablan como es debido. Claro que hay mucha gente que no habla bien, pero otras personas sí. Usted, por ejemplo, y encima, con una voz preciosa. ¿Se acuerda de la época del coro de Bach?
– ¿Cómo no voy a acordarme? ¿Puede oír música en Gales? Los galeses cantan bien.
– No me queda mucho tiempo para la música. Intento dar clase a los niños.
Harriet aprovechó aquella oportunidad para hacer las preguntas de rigor sobre la familia. Finalmente se despidió de la señora, Bendick un poco deprimida, como si hubiera visto a un ganador del Derby cambiándose por un carro de carbón.
La comida del domingo en el comedor tuvo un carácter informal. Faltaron muchas personas que tenían otros compromisos en la ciudad. Quienes asistieron, se dejaron caer cuando les vino gana, se sirvieron la comida en el bufé y fueron en grupos a consumirla y a charlar donde encontraron asientos. Tras haber conseguido un plato de jamón en dulce, Harriet miró a su alrededor en busca de compañía, y dio gracias al ver que Phoebe Tucker acababa de entrar y una criada le estaba sirviendo rosbif frío. Haciendo causa común, se sentaron al extremo de una mesa alargada, en paralelo con la de autoridades y en ángulo recto con las demás mesas. Desde allí dominaban toda la sala, la mesa de autoridades y las del bufé. Paseando la mirada de una comensal a otra, todas muy entretenidas y activas, Harriet no paraba de preguntarse: ¿cuál? ¿Cuál de aquellas mujeres tan normales y aparentemente alegres habría tirado aquel papel repugnante en el patio la noche anterior? Porque nunca se sabe, y el problema de no saber es que se sospecha vagamente de todo el mundo. Los refugios de paz ancestral están muy bien, pero bajo las piedras cubiertas de líquenes pueden agazaparse cosas muy raras. En su gran silla tallada, la rectora sonreía con la majestuosa cabeza ladeada ante una broma de la decana. La señorita Lydgate atendía con entusiasmo y cortesía a las necesidades de una antigua alumna realmente mayor que estaba casi ciega. La había ayudado a subir, dando traspiés, los tres escalones hasta el estrado, le había recogido comida del bufé y le estaba sirviendo ensalada. La señorita Stevens, la administradora, y la señorita Shaw, la tutora de lengua moderna, se habían reunido con otras tres antiguas alumnas de edad y logros igualmente considerables y parecían mantener una conversación animada y divertida. La señorita Pyke, tutora de clásicas, estaba enfrascada en una discusión con una mujer alta y robusta a quien Phoebe Tucker reconoció y le comentó a Harriet que era una destacada arqueóloga. En una momentánea explosión de relativo silencio resonó inesperadamente la voz aguda de la tutora: «El túmulo de Jalos parece un ejemplo aislado. Los enterramientos en cista de Teotoku…». Y la conversación volvió a quedar sofocada por el clamor. Por sus gestos, otras dos profesoras, a quienes Harriet no reconoció (no estaban allí en su época), parecían discutir de sombreros. La señorita Hillyard, cuyos sarcasmos normalmente la aislaban de sus colegas, comía lentamente mientras hojeaba un folleto que se había llevado a la mesa. Como llegó tarde, la señorita De Vine se sentó a su lado y se puso a comer jamón con aire distante y los ojos clavados en el vacío.
Y después las antiguas alumnas en el centro del comedor, de todos los tipos, edades y formas de vestir. ¿Sería aquella curiosa mujer de hombros redondeados con chilaba amarilla y sandalias, con el pelo recogido en dos rodetes alrededor de las orejas? ¿O aquella persona robusta, de pelo rizado, con traje de mezclilla, chaleco de aspecto masculino y cara de perro pachón? ¿O la rubia oxigenada y encorsetada de unos sesenta años cuyo sombrero habría sido más adecuado para una jovencita recién presentada en sociedad que asistiera a Ascot? ¿O una de las innumerables mujeres que llevaban grabado en el rostro alegre y resuelto la palabra «maestra»? ¿O aquella feúcha de edad indeterminable que presidía la mesa con aire de estar presidiendo un comité? ¿O aquella bajita vestida de un rosa que le sentaba fatal y que daba la impresión de que la habían metido entre la ropa de invierno en un cajón y la habían sacado de repente sin un triste planchado? ¿O aquella señora empresaria, de buen ver y bien conservada, de unos cincuenta años y uñas cuidadas, que se metió en la conversación de unas perfectas desconocidas para informarles de que acababa de abrir un nuevo salón de peluquería «justo al lado de Bond Street»? ¿O aquella mujer de aspecto trágico, alta y ojerosa, vestida de seda negra, que parecía la tía de Hamlet pero que era en realidad la tía Beatrice, encargada de la sección de hogar en The Daily Mercury? ¿O la mujer huesuda con cara de caballo que se dedicaba a servicios sociales? ¿O incluso aquella gordita irreductiblemente alegre y radiante que era la valiosa secretaria de un secretario político y tenía secretarias a sus órdenes? Las caras iban y venían, como en un sueño, todas animadas, todas inescrutables.
Relegadas a una mesa en un apartado rincón del comedor había media docena de alumnas de aquel curso, que seguían en Oxford pendientes de los exámenes orales. Murmuraban continuamente entre ellas, y saltaba a la vista que no querían saber nada de aquella invasión de viejos bichos raros y pintorescos, precisamente lo que serían ellas al cabo de diez, veinte o treinta años. Menuda pandilla, pensó Harriet, con aquel aspecto desastrado tan de fin de curso. Había una chica extraña, de pelo rubio rojizo, expresión tímida, ojos claros y dedos inquietos; a su lado, una morena muy guapa, por cuyo rostro los hombres podrían haber cometido auténticas barbaridades si hubiera tenido un mínimo de gracia; una joven desgarbada, como si le faltara un hervor, muy mal maquillada, con la penosa actitud de intentar ganarse a la gente sin conseguirlo jamás y, la más interesante del grupo, una chica con un rostro llameante de entusiasmo, vestida con un mal gusto verdaderamente pérfido, pero que sin duda un día tendría el mundo a sus Pies, para bien o para mal. Las demás eran anodinas, aún indiferenciadas; y sin embargo, pensó Harriet, las personas anodinas son las más difíciles de analizar. Apenas te das cuenta de su existencia hasta que… ¡zas!, algo estalla de repente como una carga de profundidad, te deja pasmada y te toca recoger extraños restos flotantes.
De modo que el comedor era un hervidero, y las criadas contemplaban la escena impasibles desde las mesas del bufé.
Dios sabe qué pensarán de nosotras, reflexionó Harriet.
– ¿Estás tramando un asesinato excepcionalmente complejo? -le pregunto Phoebe al oído-. ¿O ideando una coartada difícil? Te he pedido tres veces que me pases la vinagrera.
– Perdona -dijo Harriet, haciendo lo que le pedían-. Estaba reflexionando sobre lo impenetrable de la expresión humana.
Tuvo un momento de vacilación en el que estuvo a punto de contarle a Phoebe lo del desagradable dibujo, pero su amiga le hizo otra pregunta y se escapo la oportunidad.
Sin embargo, aquel incidente la había dejado preocupada y muy alterada. Horas más tarde, al pasar por el comedor vacío, se detuvo a contemplar el retrato de aquella otra Mary, condesa de Shrewsbury, en cuyo honor se había fundado el college. El cuadro era una copia moderna, de buena factura, del que había en Saint John's College, en Cambridge, y el rostro de rasgos duros, extraños, la boca de gesto desabrido y la mirada aviesa, soslayada, siempre habían ejercido una extraña fascinación sobre ella, incluso en su época de estudiante, cuando los retratos de los personajes célebres ya desaparecidos expuestos en lugares públicos despertaban.; más comentarios sarcásticos que respeto y consideración. Ni sabía ni se había tomado la molestia de averiguar por qué Shrewsbury College había adoptado tan abominable patrona. Desde luego, la hija de Bess de Hardwick había sido una gran intelectual, pero también el mismísimo demonio: incontrolable por sus compatriotas, impertérrita ante la Torre de Londres, desdeñosa ante el consejo privado, obstinada recusante, amiga incondicional, enemiga implacable y dama con un gusto por la invectiva destacable incluso en una época en que pocos se distinguían por su comedimiento verbal. Francamente, parecía la personificación misma de todas y cada una de las cualidades peligrosas que popularmente se les atribuye a las mujeres cultas. Su marido, el «grande y glorioso conde de Shrewsbury», había pagado un alto precio por la paz del hogar, porque, como dice Bacon, había «alguien más grande que él, que es mi señora de Shrewsbury». Y, naturalmente, que digan una cosa así es tremendo. El panorama resultaba de lo más desalentador para la campaña matrimonial de la señorita Schuster-Slatt, puesto que la norma que parecía imperar consistía en que una gran mujer debía morir soltera, algo que a la señorita Schuster-Slatt le disgustaba, o encontrar a un hombre aún más grande que se casara con ella. Y eso limitaba tremendamente la capacidad de elección de una gran mujer, ya que, a pesar de que abundaban los grandes hombres, el mundo estaba más poblado de hombres normales y corrientes. Por otra parte, un gran hombre podía casarse con quien quisiera, sin limitarse a las grandes mujeres; es más, se consideraba encomiable y encantador que eligiese a una mujer sin la menor grandeza.