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Claro que una mujer, reflexionó Harriet, puede llegar a la grandeza, o al menos a un gran reconocimiento, simplemente por ser esposa y madre maravillosa, como la madre de los Gracos, mientras que los hombres conocidos por ser maridos y padres abnegados podrían contarse con los dedos de una mano. Como rey, Carlos I resulto un desastre, pero fue un excelente padre. Sin embargo, difícilmente se le podría considerar uno de los grandes padres del mundo, y sus hijos no fueron precisamente un éxito clamoroso. ¡Dios mío! Ser un gran padre es una profesión muy difícil o con una triste recompensa. Detrás de todo gran hombre hay una gran madre o una gran esposa… o eso decían. Resultaría interesante saber detrás de cuántas grandes mujeres ha habido grandes padres y maridos…, una interesante investigación. ¿Elizabeth Barrett? Bueno tuvo, un gran marido, pero fue grande por derecho propio, por así decirlo y el señor Barrett no era exactamente… ¿Las Brontë?

Pues tampoco. ¿La reina Isabel? Tuvo un padre memorable, pero no se puede decir que su principal característica consistiera en dedicarse a sus hijas y ayudarlas. Y ella cometió el desatino de no tener marido. ¿La reina Victoria? Se podría decir mucho del pobre Alberto, pero no tanto del duque de Kent.

Alguien cruzaba el comedor detrás de ella: la señorita Hillyard. Con el malicioso propósito de obtener alguna respuesta de aquel personaje hostil, Harriet le expuso su nueva idea para una tesis histórica.

– Olvida los logros físicos -dijo la señorita Hillyard-. Según tengo entendido, muchas cantantes, bailarinas, nadadoras y tenistas se lo deben todo a la dedicación de sus padres.

– Pero los padres no son famosos.

– No. Los hombres modestos no gozan de gran estima entre ninguno de los dos sexos. Dudo mucho que ni siquiera el talento literario que usted tiene fuera reconocido por las virtudes de sus personajes masculinos, sobre todo si elige a las mujeres por sus cualidades intelectuales. En tal caso, sería una tesis muy breve.

– ¿«Estancado por falta de argumentos»?

– Eso creo. ¿Conoce a algún hombre que admire sinceramente a una mujer por su inteligencia?

– Bueno, la verdad es que no muchos -contesto Harriet.

– Pensará que conoce a uno -replicó la señorita Hillyard con amargura, recalcando el «uno»-. La mayoría de nosotras piensa en alguna ocasión que conoce a uno, pero ese hombre suele tener algún interés personal de por medio.

– Sí, es muy probable -reconoció Harriet-. Parece que no tiene a los hombres en muy buen concepto…, quiero decir, al carácter masculino como tal.

– No, en efecto -dijo la señorita Hillyard-. Pero poseen una admirable capacidad para imponer su punto de vista a la sociedad. Todas las mujeres son sensibles a la crítica masculina, mientras que los hombres no lo son a la crítica femenina. Desprecian a las mujeres críticas.

– Personalmente, ¿desprecia usted la crítica masculina?

– Por completo -contestó la señorita Hillyard-. Pero hace daño. Fíjese en esta universidad. Los hombres han sido extraordinariamente amables y bondadosos con los colleges femeninos, no cabe duda, pero no verá que nombren mujeres para puestos universitarios de importancia. Eso es imposible. Las mujeres pueden realizar su trabajo por encima de las críticas, pero a los hombres les encanta vernos con nuestros juguetitos.

– Excelentes progenitores y padres de familia -murmuró Harriet.

– Sí… en ese sentido -dijo la señorita Hillyard y a continuación se rió de una forma bastante desagradable.

Aquí pasa algo raro, pensó Harriet. Probablemente una cuestión personal. Qué difícil resulta no amargarse por la experiencia personal. Bajo a la sala de estudiantes y se miró en el espejo. En los ojos de la tutora de historia había percibido una mirada que no quería descubrir en sí misma.

La oración vespertina del domingo. El college era aconfesional, pero ciertas ceremonias cristianas se consideraban fundamentales para la vida comunitaria. La capilla, con sus vidrieras, sus paredes de paneles de roble y el altar desprovisto de adornos era una especie de mínimo común denominador de todos los credos y sectas. Al dirigirse hacia allí, Harriet recordó que no había visto su toga desde la tarde anterior, cuando la decana la llevó a la sala del profesorado. Como no le hacía ninguna gracia irrumpir en el sanctasanctórum sin más ni más, fue en busca de la señorita Martin, quien, al parecer, se había llevado las dos togas a su habitación. Harriet se embutió en la toga, y al agitar una de las mangas dio un golpazo sobre una mesa.

– ¡Por Dios! ¿Qué ha sido eso? -exclamó la decana.

– Mi pitillera -contestó Harriet-. Creía que se me había perdido, pero ahora me acuerdo. Ayer no pude guardármela en ningún bolsillo y la metí en la manga de la toga. Al fin y al cabo, es para lo que sirven estas mangas, ¿no?

– ¡Dígamelo a mí! Las mías son una auténtica bolsa de ropa sucia al final del curso. Cuando no me queda ningún pañuelo limpio en los cajones, mi criada le da la vuelta a las mangas de la toga. La mejor colección ascendía a veintidós…, pero después he tenido un resfriado tremendo durante una semana. Qué prendas tan antihigiénicas. Aquí tiene el birrete. No se preocupe por la muceta, ya volverá a buscarla. ¿Qué ha hecho hoy? Apenas la he visto.

Harriet sintió una vez más el impulso de hablar de aquel dibujo tan desagradable, pero volvió a reprimirlo. Se sentía un poco alterada por el asunto. ¿Por qué pensar en ello? De lo que sí habló fue de su conversación con la señorita Hillyard.

– ¡Por Dios! Si ese es el caballo de batalla de la señorita Hillyard. Pamplinas, como diría la señora Gamp. Naturalmente que a los hombres no les gusta que se metan en sus cosas, como no le gusta a nadie. Creo que tienen una actitud muy noble al permitirnos que entremos a saco en su universidad, pobrecillos. Llevan cientos de años acostumbrados a ser los amos y señores, y necesitan un poquito de tiempo para acostumbrarse al cambio, pero si un hombre tarda meses y meses en aceptar un sombrero nuevo, y justo cuando estás a punto de llevarlo al mercadillo de beneficencia, te dice: «Llevas un sombrero muy bonito. ¿Dónde lo has comprado?», y tú le dices: «Henry, querido, es el que llevaba el año pasado y tú decías que parecía un mono de organillero». Mi cuñado siempre dice eso, y mi hermana se pone furiosa.