Subieron la escalera de la capilla.
No había estado tan mal, al fin y al cabo. Desde luego, no tan mal como se esperaba. Aunque la entristecía haberse apartado tanto de Mary Stokes, y en cierto modo le daba lástima que ella se negase a reconocerlo. Harriet había descubierto hacía tiempo que no te pueden caer mejor las personas por el mero hecho de que hayan muerto o estén enfermas, y menos aún porque antes te cayeran muy bien. Algunos seres pasaban felizmente por la vida sin hacer este descubrimiento, los hombres y mujeres a quienes se llamaba «sinceros». Sin embargo, quedaban viejas amigas a las que te alegraba volver a ver, como la decana y Phoebe Tucker. Y en realidad, todas se habían portado extraordinariamente bien; algunas se habían puesto un poco tontas con tanta curiosidad por «ese hombre, Wimsey», pero sin duda con la mejor intención. La señorita Hillyard podía ser una excepción, pero aquella mujer siempre había sido un poco retorcida y te hacía sentir incómoda.
Mientras el coche serpenteaba por los Chilterns, Harriet sonrió al pensar en la conversación de despedida con la decana y la administradora.
– Tiene que escribirnos un libro nuevo muy pronto. Y recuerde que si alguna vez tenemos un enigma en Shrewsbury la llamaremos para que nos lo resuelva.
– De acuerdo -dijo Harriet-. Cuando encuentren un cadáver descuartizado en la despensa, envíenme un telegrama…, y tornen la precaución de que la señorita Barton vea el cadáver, para que así no le importe tanto entregar la asesina a la justicia.
Y si realmente encontrasen un cadáver en medio de un charco de sangre en la despensa, menuda sorpresa se llevarían. El prestigio de un college radicaba en que jamás ocurriera nada grave. Lo más espantoso que podía suceder era que una alumna «tirase por el mal camino». La sustracción de un par de paquetes por el conserje había sido suficiente para sumir en la consternación a todo el claustro. Pobrecillas: cuánto tranquilizaban y animaban, qué buenas eran todas, en los paseos bajo las hayas centenarias meditando sobre???a? µ??? y las finanzas de la reina Isabel.
– He roto el hielo -dijo Harriet en voz alta-, y al fin y al cabo, el agua no estaba tan fría. Volveré de vez en cuando. Sí, volveré.
Encontró una agradable cantina para almorzar y comió con apetito. Después recordó que tenía la pitillera en la toga, que llevaba colgada del brazo. Metió la mano hasta el fondo de la larga manga y sacó el estuche. Al mismo tiempo salió un trozo de papel, una hoja normal y corriente doblada en cuatro. Mientras la desdoblaba frunció el entrecejo al recordar algo desagradable.
Había un mensaje pegado, con letras que parecían recortadas de los titulares de un periódico:
ASESINA ASQUEROSA. ¿NO TE DA VERGÜENZA
ANDAR POR AHÍ?
– ¡Maldita sea! -exclamó Harriet-. ¿También tú, Oxford?
Se quedo muy quieta en el asiento unos momentos. Después encendió una cerilla y prendió fuego al papel, que se quemó rápidamente, y se vio obligada a tirarlo al plato. Aun así, las letras destacaban grises sobre la negrura crujiente, hasta que redujo a polvo aquellas formas espectrales con una cuchara.
Capítulo 4
No puedes, Amor, tanto daño causarme,
cual el que, en pos del deseado cambio,
en conociendo tu empeño, me causaré yo:
la amistad extrañaré, seré un extraño,
y, de tu senda apartándome,
ya no morará en mi lengua tu amado nombre,
por miedo a que, blasfemo, yo lo profane
y acaso nuestra vieja amistad proclame.
WILLIAM SHAKESPEARE
Hay incidentes en la vida que, por una caprichosa coincidencia de tiempo y estado de ánimo, adquieren un valor simbólico. Eso fue lo que le ocurrió a Harriet al asistir a las celebraciones de fin de curso de Shrewsbury. A pesar de ciertos absurdos e incongruencias, nimiedades, aquella situación abrió ante ella la visión de un antiguo deseo, largo tiempo oscurecido por la confusión de inútiles fantasías, pero que en aquellos momentos se alzaba singular como una torre en una montaña. En sus oídos resonaban dos frases, una de ellas de la decana: «Lo que realmente cuenta es el trabajo que haces», y otra, como un triste lamento por algo perdido para siempre: «En cierta época, yo era estudiante».
«El tiempo es; el tiempo fue; el tiempo es pasado», dijo la Cabeza de Bronce. Philip Boyes estaba muerto, y las pesadillas que habían rodeado la espantosa noche de su fallecimiento iban desvaneciéndose poco a poco. Aferrándose instintivamente al trabajo que había que realizar, Harriet había luchado por recobrar una insegura estabilidad. ¿Era demasiado tarde para alcanzar la mirada límpida y la conciencia tranquila? Y si así fuera, ¿qué podía hacer con aquella pesada cadena que la ataba inevitablemente al doloroso pasado? ¿Y con Peter Wimsey?
Sus relaciones habían sido un tanto extrañas durante los últimos tres años. Inmediatamente después del terrible asunto que habían investigado juntos en Wilvercombe, Harriet, pensando que había que hacer algo para mejorar una situación que empezaba a resultar insoportable, llevó a cabo un plan que acariciaba desde hacía tiempo, y que al fin pudo poner en práctica gracias a su creciente fama y a sus ingresos como escritora. Se marchó de Inglaterra con una amiga que le sirvió de secretaria y acompañante, y viajó tranquilamente por Europa; se quedaba aquí o allá, según le dictara el capricho o cuando se le presentaba un buen marco para un relato. El viaje fue todo un éxito desde el punto de vista económico. Recogió material para dos novelas, que se desarrollaban, respectivamente, en Madrid y en Carcasona, y escribió una serie de relatos de aventuras detectivescas en el Berlín hitleriano, así como varios artículos de viajes, de modo que pudo reponer sobradamente sus arcas. Antes de partir, le pidió a Wimsey que no le escribiera. Él aceptó aquella prohibición con una docilidad insólita.
– Comprendo. Muy bien. Vade in pacem. Si me necesitas, ya sabes dónde encontrarme, en la empresa de siempre.
Harriet había visto el nombre de Peter en los periódicos ingleses de vez en cuando, nada más. A principios del siguiente junio había vuelto a casa, pensando que, tras tan prolongado paréntesis, habría pocas dificultades para poner punto final a su relación tranquila y amistosamente. Probablemente el ya se sentía tan aliviado y equilibrado como ella. En cuanto volvió a Londres, Harriet se mudó a un piso en Mecklenburg Square y se puso a trabajar en la novela de Carcasona.
Un incidente insignificante poco después de su regreso le dio la oportunidad de poner a prueba sus reacciones. Fue a Ascot, con una joven escritora muy ingeniosa y su marido, abogado, en parte por divertirse y en parte porque quería empaparse del color local para un relato, en el que una desgraciada víctima caía muerta de repente en el recinto real en el momento más emocionante, cuando todas las miradas estaban clavadas en la meta de una carrera. Al recorrer con la vista aquellos sacrosantos espacios desde detrás del seto, Harriet se dio cuenta de que en el color local iban incluidos unos estrechos hombros enfundados en un traje tan ajustado que era casi de desmayo y un perfil de loro muy conocido, resaltado por un sombrero de copa gris pálido echado hacia atrás. Rodeando aquella especie de aparición había un espumear de sombreros veraniegos, de modo que parecía una orquídea un tanto grotesca pero muy cara en medio de un ramo de rosas. Por la expresión de ambos bandos, Harriet dedujo que los sombreros veraniegos estaban acechando algo tan codiciado como inasequible, y que el sombrero de copa se lo estaba tomando con un regocijo rayano en la hilaridad. En cualquier caso, tenía toda su atención puesta en otra parte.