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Estupendo, pensó Harriet. Nada de lo que preocuparse por ese lado. Volvió a casa alegrándose de lo excepcionalmente bien que se sentía. Tres días más tarde, mientras leía en el periódico matutino que entre los invitados a un almuerzo literario se había visto a «la señorita Harriet Vane, la conocida escritora de novela policíaca», la interrumpió el teléfono. Una voz familiar, extrañamente ronca e insegura, dijo:

– ¿La señorita Harriet Vane?… ¿Eres tú, Harriet? He visto que has vuelto. ¿Quieres cenar conmigo una de estas noches?

Había varias respuestas posibles; entre ella, la represiva y desconcertante: «¿De parte de quién, por favor?». Al ser de natural honrado y pillarla desprevenida, respondió débilmente:

– Ah, gracias, Peter, pero no sé si…

– ¿Cómo? -replicó la voz al otro lado, con un dejo de burla-. ¿Conque todas las noches ocupadas de aquí a «que lleguen las Coquecigrues»?

– Claro que no -respondió Harriet, porque no quería parecer la típica celebridad engreída detrás de la que andaba todo mundo.

– Entonces di cuándo.

– Esta noche estoy libre -dijo Harriet, pensando que con t poco tiempo quizá lo obligaría a pretextar un compromiso anterior.

– ¡Estupendo! -replicó él-. Yo también. Probaremos las mieles de la libertad. Por cierto, has cambiado de número de tele fono.

– Sí. Tengo otro piso.

– ¿Paso a buscarte, o nos vemos en Ferrara a las siete?

– ¿En Ferrara?

– Sí, a las siete, si no es demasiado temprano. Después podemos ir a algún espectáculo, si te apetece. Hasta luego. Gracias.

Peter colgó antes de que a Harriet le diera tiempo a reacción Ella no habría elegido precisamente Ferrara. Era un sitio de moda demasiado vistoso. Quien podía entrar allí, allí entraba, pero precios eran tan altos que, por lo menos de momento, no podía estar hasta los topes, lo que significaba que si ibas allí te iban a ver. Si lo que intentabas era romper una relación con alguien, quizá no fuera la mejor jugada hacerlo público en el Ferrara.

Curiosamente, iba a ser la primera vez que Harriet cenaba en el West End con Peter Wimsey. Durante el primer año después del juicio, no quiso aparecer en ninguna parte, ni aunque hubiera podido comprarse la ropa para hacer su aparición. En aquellos días él la llevaba a los mejores restaurantes del Soho, más tranquilos, o con más frecuencia, la arrastraba, toda enfurruñada y rebelde, hasta hosterías de carretera con cocineros de fiar. Harriet estaba demasiado apática para negarse a esas salidas, que probablemente algo habían hecho por evitar que se amargara, si bien en muchas ocasiones había pagado la imperturbable alegría de su anfitrión con duras palabras de angustia. Al rememorarlo, la paciencia de Wimsey la sorprendía tanto como la preocupaba su insistencia.

Peter la recibió en Ferrara con la media sonrisa y la palabra fácil de siempre, pero con una cortesía más formal de lo que ella recordaba. Escuchó con interés e incluso entusiasmo el relato de sus viajes, y Harriet comprobó (como era de esperar) que el mapa de Europa era terreno conocido para él. Wimsey aportó unas cuantas anécdotas divertidas de su propia experiencia, y añadió datos bien documentados sobre las condiciones de vida en la Alemania moderna. La sorprendió que estuviera tan al corriente de los pormenores de la política internacional, pues no pensaba que tuviera gran interés por los asuntos públicos. Se enzarzo en una apasionada discusión con él sobre las posibilidades de la Conferencia de Ottawa, sobre la que Peter no parecía albergar grandes esperanzas, y cuando llegó la hora del café, Harriet tenía tanto empeño por quitarle de la cabeza ciertas ideas aviesas sobre el desarme que prácticamente se olvidó de las intenciones (si acaso existían) con las que había ido a verlo. En el teatro logró recordar de vez en cuando que tenía que decir algo decisivo, pero el tono se mantuvo tan coloquial y tan sereno que resultaba difícil sacar a colación el nuevo tema.

Una vez acabada la obra, él la llevó hasta un taxi, le preguntó qué dirección tenía que indicarle al taxista, le pidió permiso para acompañarla a casa y tomó asiento a su lado. Sin duda, aquel era el momento adecuado, pero Peter iba hablando en un agradable susurro sobre la arquitectura georgiana de Londres. Al pasar por Guildford Street, Peter se le adelantó preguntándole tras una pausa, durante la cual Harriet había decidido jugarse el todo por el todo:

– Harriet, supongo que no tienes ninguna respuesta nueva que darme, ¿verdad?

– No, Peter. Lo siento, pero no puedo decir nada más.

– De acuerdo. No te preocupes. Intentaré no incordiarte, pero si fueras capaz de aguantarme de vez en cuando, como esta noche, te lo agradecería mucho.

– No creo que fuera justo para ti.

– Si esa es la única razón, yo soy quien mejor puede juzgarlo. -A continuación, volviendo a su tono habitual, como burlándose de sí mismo, añadió-: No resulta fácil librarse de las viejas costumbres. No puedo prometer que vaya a reformarme. Con tu permiso, seguiré proponiéndote matrimonio a intervalos prudentes…, en ocasiones especiales, como mi cumpleaños, el día de Guy Fawkes y el aniversario de la coronación del rey, pero puedes considerarlo pura formalidad. No tienes por qué prestarle la menor atención.

– Es ridículo seguir así, Peter.

– Y, por supuesto, el día de los Inocentes.

– Sería mejor olvidarlo… Esperaba que ya lo hubieras hecho.

– Tengo una memoria muy desordenada. Hace lo que no tiene que hacer y deja por hacer lo que debería haber hecho, pero hasta la fecha no se ha puesto en huelga.

El taxi se detuvo, y el taxista miró hacia atrás con expresión interrogativa. Wimsey ayudó a salir a Harriet y esperó con ademán grave a que soltara la llave. Después se la cogió, le abrió la puerta, le dio las buenas noches y se marchó.

Al remontar la escalera de piedra Harriet comprendió que en aquella situación, huir no le había servido de nada. Se encontraba de nuevo entre las viejas redes de la indecisión y la angustia. En Peter parecía haberse obrado cierto cambio, pero desde luego no por eso resultaba más fácil tratarlo.

Wimsey cumplió su promesa y apenas molestó a Harriet. Pasó mucho tiempo fuera de la ciudad, trabajando en numerosos casos, algunos de los cuales trascendieron a la prensa, mientras que otros se resolvieron con discreción. Estuvo seis meses fuera del país, sin dar otra explicación que «cuestiones de trabajo». Un verano se vio en: vuelto en un asunto extraño que lo llevó a colocarse en una agencia de publicidad. La vida oficinesca le resultó entretenida, pero la cosa terminó de una forma rara y dolorosa.

Una noche acudió a una cena que habían concertado de antemano, pero saltaba a la vista que no se encontraba en condiciones ni de hablar ni de comer. Al final confesó que tenía un terrible dolor de cabeza y fiebre y consintió que lo llevaran a casa. Harriet estaba demasiado preocupada para dejarlo hasta que lo vio sano y salvo en su piso, en las competentes manos de Bunter, quien la tranquilizó: era simplemente la reacción, algo que ocurría con frecuencia al final de un caso, pero que se pasaba enseguida. Un par de días después llamó el enfermo, pidió disculpas y concertó otra cita, en la que hizo alarde de una notable euforia.

En ninguna otra ocasión había traspasado el umbral de la casa de Peter ni él había profanado el santuario de Mecklenburg Square. Ella lo había invitado a entrar en un par de ocasiones, movida por la cortesía, pero él siempre había puesto alguna excusa, y Harriet comprendió que estaba decidido a dejarle al menos aquel lugar para ella sola, libre de asociaciones incómodas. Era evidente que Peter no pensaba cometer la necedad de ser más valorado por distanciarse; más bien parecía tener intención de desagraviarla por algo. Renovaba la oferta de matrimonio a una media de una vez cada tres meses, pero de tal forma que no daba pie a estallidos de mal genio por parte de ninguno de los dos. Un primero de abril la pregunta llegó desde París, en una sola frase latina que comenzaba con la desalentadora partícula interrogativa num, que evidentemente «requiere la respuesta negativa». Tras buscar en el libro de gramática las «negativas corteses», Harriet replicó con un Benigne aún más breve.